A Lionel Scaloni le pesa el cargo. El buzo de entrenador de la Selección mayor le queda holgadísimo, largo de manga, grande de sisa, cinchado por donde se lo mire. En un mundillo resultadista al mango, la culpa en el fondo no es de él, sino de la AFA que lo nombró. Scaloni sintió que lo único que podía hacer para sostenerse en el cargo era ganar el campeonato, no importa cómo. Con esa idea eligió mezclar caras nuevas con viejos rostros superconocidos, y eso fue aprobado (o al menos no reprobado explícitamente) por la mayoría de los medios y los hinchas en general. Pero a la hora de la preparación del cóctel le pifió con las proporciones, y entonces quiso hacer chicha y limonada, después limonada, más tarde chicha, de nuevo limonada, y al final no quedó chica ni limonada, ni nada.

Scaloni les dio el equipo a los medios antes que a los jugadores, puso y sacó futbolistas provocando sorpresas adentro y afuera, cambió las posiciones de un partido a otro y de un rato al otro, hizo cambios en los momentos que no parecían los adecuados, y todo eso generó el fastidio de los jugadores y la bronca de los irascibles hinchas. El gesto de Messi dedicándole el gol de penal a Di María pareció más que un saludo cariñoso, un mensaje hacia el técnico que había sacado del equipo a su amigo. El enojo explícito de Lautaro Martínez cuando lo sacó de la cancha, se puede ver como la reacción clásica de un jugador con amor propio, pero más bien se trató de mostrarle al técnico lo equivocado que estaba.

Los jugadores de la vieja generación no le creen a Scaloni, como antes no le creyeron a Sampaoli, y los nuevos que miraban con muy buenos ojos al tipo que los había llevado, lo empezaron a mirar torcido.

A Scaloni le pesa mucho la Selección, pero no es el único. A Messi todos le ponemos el traje de bombero, y le pedimos que apague todos los focos de incendio que se provocan en los diferentes sectores de la cancha, y el tipo solo no puede y termina deprimiéndose y mirando el piso. El sabe que volverán irremediablemente las comparaciones con Maradona, y los deditos acusadores. A Di María le pesa la idea de no poder repetir en la Selección lo que hace en su equipo, pierde la paciencia y toma decisiones equivocadas. A Armani le pesa que en la Selección cada vez que le patean es gol, le pesa su falta de destreza (quedó muy expuesto en la jugada que le pudo costar la expulsión), y la tensión acumulada es tan grande que cuando atajó el penal hizo ese gesto pidiendo silencio. ¿A quién se lo pidió? ¿A los hinchas? ¿A los brasileños? ¿O a él mismo, a ese costado suyo de desconfianza en sus posibilidades? Y por supuesto la camiseta le pesa mucho a varios de los jóvenes, integrantes del plantel que sienten que tienen que romperla, ya que de lo contrario corren el peligro de que los saquen.

Todo estos contrapesos se suman a la falta de coordinación como equipo, al poco tiempo que hubo para los entrenamientos y que los jugadores se conozcan, y de esa manera puedan saber cómo se releva, cómo se complementa un cruce con un compañero, cómo se hace para presionar coordinadamente, y todo lo que significa funcionar como equipo.

¿Está todo perdido? No. En la Copa América todavía quedan instancias para mejorar la imagen un poco, pero no es ese el fondo de la cuestión. La sensación de que alguna esperanza surge de pensar que en las divisiones juveniles se está haciendo un buen trabajo, que si a Menotti lo dejan actuar con libertad puede encaminar un nuevo proceso, a partir de la salida (inevitable a esta altura) de Scaloni y la llegada de un nuevo entrenador.