“Ya no se trata de justicia, abogado. Se trata de política”. Con esa frase, la fiscal de la célebre causa de “los cinco del Central Park” selló el destino de los jóvenes acusados y encarcelados en 1989 por un delito que no cometieron. Las palabras pronunciadas por Elizabeth Lederer (Vera Farmiga), asomada a una de las barandas de los tribunales de Nueva York, son la síntesis de aquella historia: la decisión de la justicia de Estados Unidos de condenar a cinco adolescentes, negros y latinos del Harlem, por la violación y el violento ataque a una mujer en el Central Park, basados en la suma perfecta de paranoia y prejuicios. Cada instante de aquel calvario adquiere en la mirada de Ava DuVernay, guionista y directora de los cuatro episodios de la miniserie Así nos ven, un nuevo relieve. Estrenada en Netflix hace apenas unas semanas, se convirtió en una sensación para el público y la crítica estadounidense por la estrategia que plantea: no revisar el caso desde el documental, como lo hacen las populares series de ‘true crime’, sino recrear como ficción las vidas de esos chicos, hoy hombres, luego de la injusticia que pesó sobre ellos durante doce largos años. 

La decisión de Du Vernay de entretejer aquellos sucesos con el presente está instalada desde el primer episodio. Luego de la detención de los jóvenes, y su apremio en la comisaría para obtener las falsas confesiones, una de las madres mira la cobertura mediática en el living de su casa. Más allá de los cronistas y los fotógrafos, una figura emerge en el televisor. Es Donald Trump, entonces empresario inmobiliario y figura pública de creciente relevancia, quien exige la pena de muerte para los acusados. La víctima, una corredora de 28 años, resultaba la imagen perfecta para esa sed de castigo que Trump llevó al paroxismo: blanca, atleta, trabajadora de un banco, se convirtió en el estandarte de los sectores de poder que exigían castigo para quienes habían decidido que eran sus enemigos: los pobres, los negros, los latinos. DuVernay desteje con inteligencia ese entramado que propició el encarcelamiento de esos inocentes, y al mismo tiempo tiende un puente hacia el presente, donde aquellos hechos adquieren nuevas resonancias. 

Todo comienza un atardecer en el Harlem, cuando cinco jóvenes de la zona coinciden en el parque fruto del azar. Algunos apenas se conocen entre ellos, otros son amigos, otros siquiera se han visto deambulando por el barrio. En los primeros minutos DuVernay nos brinda una pincelada de esas vidas que cada uno tiene y que pronto van a perder. Kevin Richardson (Asante Blackk) tapa a su madre dormida antes de salir y conversa con su hermana sobre su futuro como trompetista; Anton McCray (Caleel Harris) dialoga con su padre sobre el juego de los Yankees; Ray Santana (Marquis Rodríguez) se prepara para la fiesta de las nueve; Yussef Salam (Ethan Herisse) ajusta los planes del sábado con un amigo; y Korey Wise (Jharrel Jerome) convence a su novia de ir a comer pollo frito porque siempre tiene hambre. De allí la caminata hasta el parque, las risas y las travesuras, los gritos y la complicidad. La llegada imprevista de la policía desarma el grupo y ocasiona la estampida. Todos corren y se caen, algunos son golpeados, otros logran escapar. En esos minutos de persecuciones y confusión, Trisha Meili yace entre los arbustos, golpeada brutalmente y con apenas un hilo de vida. 

Ava DuVernay recrea minuciosamente los instantes en que se instala la hipótesis de los investigadores. En el discurso de Linda Fairstein (Felicity Huffman), pieza clave de la investigación de la fiscalía, la construcción de los adolescentes como “matones” y “animales” resulta la llave para la dirección del trabajo policial: es de ese imaginario del que parte la búsqueda de las confesiones ilegales, luego de someter a los menores a horas de detención, sin la presencia de sus padres, obligándolos a renunciar a toda representación legal, extorsionándolos para convertir una mentira en realidad. Desde la cima de la cabeza legal hasta el último policía que opera en el territorio, todos funcionan como la expresión de ese entramado cultural de prejuicios y racismo; de manera subterránea, DuVernay impulsa a sus personajes a las atrocidades legales siempre en nombre de las mejores intenciones. De allí que la tragedia se haga demoledora: no hay villanos distinguibles sino una fuerza que opera sobre todos sin que puedan siquiera darse cuenta. 

Producida por Oprah Winfrey y Robert De Niro, Así nos ven está más cerca de Infiltrado en el KKK (2018) de Spike Lee que de otras películas que historizan el racismo estadounidense desde una óptica solemne y victimizadora, como 12 años de esclavitud (2013) o la misma Selma (2014) de DuVernay. Sin el humor irreverente de Lee, aquí DuVernay se anima a ensayar una mirada compleja no solo sobre los hombres y mujeres que integran el Estado, que miden sus acciones por repercusiones sociales y réditos políticos, por humores y sentires irreflexivos, sino también sobre las familias que padecen la injusticia, que reaccionan con furia o resignación, que se sumergen en sus propias contradicciones. Al igual que Lee en varias de sus películas, DuVernay elige un retrato de Nueva York que permite entender las convivencias y tensiones culturales de ese micromundo, al igual que el crecimiento edilicio y los intereses económicos que preparan el terreno para la ‘tolerancia cero’ de Rudolph Giuliani en los 90. El uso de la música y de la geografía contribuye a crear identidades complejas, que dan cuenta de ese tiempo y lo trascienden, que exceden la denuncia o el efectismo para ver a esos jóvenes cómo eran, y cómo perdieron la inocencia. 

Los cuatro episodios escenifican las distintas instancias de la historia: el primero, las detenciones y la construcción del caso        –donde se lucen Farmiga y Huffman como las dos caras de ese desvío de la verdad, no exento de dudas y concesiones–; el segundo, el juicio y la puesta en escena de los sucesos de cara al jurado y la opinión pública; el tercero, la vida de los jóvenes más allá del estigma que los definió en la prensa y en la mente de la sociedad; y el cuarto, el calvario de uno de ellos y la lenta travesía hasta el descubrimiento de la verdad. En ese último episodio, sorprende el joven Jharrel Jerome –el único de los adolescentes que es mayor de edad y que termina en una cárcel para adultos–, quien muestra el crecimiento de su personaje con una humanidad desgarradora, dando a su cruel entrada en el mundo adulto el peso de toda una injusticia. 

Así nos ven es menos sobre lo que realmente ocurrió en el Central Park aquella noche de abril de 1989, que sobre quiénes fueron y son hoy aquellos jóvenes víctimas del abuso policial y el oportunismo político que no tuvieron voz. Restituir esas presencias, su humanidad tras los estigmas y los peligros del sentido común, recomponer esos huecos en sus vidas fruto de la negligencia de quienes deben hacer justicia, se erige menos como una vocación que como un deber, sobre todo en estos tiempos que amenazan con repetirse.