Cuando leí la última novela de Alan Hollinghurst, La línea de la belleza, me conmovió mucho la última página, donde el personaje principal se sabe enfermo de sida y se pregunta si, tras su muerte, sobrevivirá en la memoria de sus amigos. Los imagina levantándose por la mañana, cuando el espectro de su silueta atraviesa durante un breve instante su mente antes de que se lancen a sus ocupaciones cotidianas, o leyendo un libro recientemente aparecido y y lamentando, con una tristeza que se atenúa con el paso de los años, que él no haya vivido lo suficiente para conocerlo. Esas visiones alucinadas del joven as quien oprime el presentimiento de su muerte cercana y que proyecta en el futuro la presencia de su ausencia me revelaron una verdad cegadora sobre mí mismo, pero que, tal vez, nunca se me había presentado con tamaña evidencia: desde hace hoy casi treinta años, me vi en muchas ocasiones –y sigo viéndome, por lo tanto– en la situación de esos amigos acerca de quienes el personaje novelesco se pregunta si se acordarán de él en el futuro, y durante cuánto tiempo. Es cierto, en la medida en que pertenezco a una generación de gays que se vio afectada por la enfermedad en sus inicios, e incluso antes de que se supiera de qué se trataba, y que, en consecuencia, sabe cómo protegerse y proteger a los otros, me considero desde hace mucho tiempo como un sobreviviente, alguien que tuvo la suerte casi milagrosa de escapar al contagio.  Pero esto es lo que comprendí al leer a Hollinghurst o, al menos, lo que su libro me ayudó a formular: asedian mi vida aquellos a quienes la enfermedad arrebató a mi alrededor, aquellos, precisamente, a quienes sobreviví.

Cuando se trata de gente que escribía, por ejemplo, me pregunto sobre lo que habrían publicado. Procuro adivinar en qué camino se hubiera internado su trabajo. Uno de mis primeros libros, hace unos veinte años, fue una biografía de Michel Foucault, una manera, para mí, de rendir homenaje a un amigo desaparecido, a su obra interrumpida –pensemos en el gran proyecto de su Historia de la sexualidad, cuyo final no tuvo tiempo de darnos-y desde entonces no he dejado de intentar mantener con vida la energía crítica que animaba su rumbo, sobre todo contra aquellos que, en Francia, a lo largo de los años ochenta y noventa, trataron con tanto encono, tanto odio, tanta saña, borrar la herencia de las décadas de 1960 y 1970 y erradicar lo que había surgido, teórica y políticamente, de esos momentos de ebullición y efervescencia; o, en tiempos más recientes, contra quienes se asignaron el objeto de vaciar su obra de su indocilidad obstinada y su potencia de insurrección, sometiéndola con un ardor frenético a la lógica despolitizadora y neutralizadora del comentario universitario (y lo hacen hasta la caricatura: se felicitan con gran alboroto de romper con las lecturas políticas de Foucault para facilitar su ingreso a la universidad. Lo que consideran como una “victoria” se emparenta más bien con una derrota, porque lo que logran hacer admitir ya no tiene más que una remota semejanza con lo que a institución se afanaba en excluir. No se pasa con impunidad por las horcas caudinas, sobre todo si se lo hace voluntariamente).

Pero esto vale más en general para todos los que he conocido: fueran cuales fuesen su edad, su actividad profesional, su estatus social o mi grado de cercanía con ellos, puedo afirmar que todavía están aquí conmigo, como parte integrante de mi existencia, aun cuando sus caras o sus nombres solo me salten a la mente de manera intermitente. A Gilles Deleuze le gustaba decir que siempre hay varias personas en cada uno de nosotros. Es exacto que el yo está constituido de encuentros, amistades, aborrecimientos, conversaciones. Eso representa un gentío. Pero significa igualmente que el yo está constituido por lo que los muertos han depositado en nosotros.   

Fragmento de “Vidas asediadas: subjetividad, sexualidad, creatividad”, de Principios de un pensamiento crítico.