I

A punto de bañarse por primera y última vez en las aguas turbias de los 40, se ve a sí mismo contemplando un rostro irreconocible, absolutamente ajeno si no descubriera en ese rostro el rastro indestructible de un tierno y perenne horror. El reconocimiento paradójico del horror de inmediato lo petrifica. ¿Cómo fue posible? ¿Cómo pudo haber sido posible? ¿Cómo llegué hasta acá? No puede creer, más allá de la contundente evidencia, que sea él, y no otro, quien observa. Él, justamente, que nació gracias a la incansable labor de unas tenazas de acero que lo arrancaron del vientre de su mamá, mientras se resistía, firme, como un hijo pródigo dispuesto a morir por la patria. La patria, esa infancia muda en la que sólo crecía la sombra terrible del árbol del dolor. Y sin embargo, de a poco, se las fue ingeniando ¿De qué modo? Componiendo escenas y tramas, corriendo y descorriendo telones. Literalmente, haciendo como si: ese fue el acontecimiento capital de su vida. Reconocerse un actor precoz, alguien en extremo competente a la hora de simular ser algo que no es; un farsante nato, hecho, derecho, argentino y humano, que sabe bien que el arte de sobrevivir reside en creer y hacer creer, con fe, mucha fe, la farsa montada, y que sabe asimismo que debe practicarla con disciplina y tenacidad a fin de dominar las mieles rancias (las mil errancias) del destino. Por supuesto, al principio el campo de batalla era reducido, familiar, impermeable a contingencias externas, una mesa chica, fuego amigo, el famoso salvavidas de plomo. Y claro, en ese cuadrilátero filial, íntimo, ínfimo, él, un tímido insaciable, era incapaz de manipular con precisión el martillo quirúrgico de la ruptura. Allí triunfó años y años, por KO o por puntos, tantos años que a un observador neutral le hubiese dado la impresión que de tan cómodo, el triunfo se repetiría eternamente. Pero nadie entiende cómo ni por qué, si bien existen cuatro hipótesis lacanianas al respecto, un día se dejó ganar, le ganaron, perdió: una derrota pírrica, épica. Y entonces, ese adulto en miniatura que habitaba el siniestro país de la inmadurez, se propuso explorar en serio la caverna platónica de su propio deseo. En realidad, fue una extranjera oriunda de Potidea quien le propuso explorarla, y él, vacilante, como quien dice sí diciendo no, o al revés, aceptó estoico el envenenado convite, pese a intuir que los resultados de la exploración no necesariamente lo conducirían a Roma. Ya nada le importaba, y jugado por jugado se echó a andar, a tientas, por rutas oscuras en donde no aparecieron, a contramano de lo previsto, ni cíclopes ni sirenas ni lestrigones, pero sí encontró a un Poeta Ciego llamado Albur, quien lo condujo hasta el corazón metafísico de las tres verdades peronistas: tratar de reducir las expectativas de su propia estupidez, emprender una lucha a muerte contra la tiranía del sentido, regodearse en la inminencia de un rotundo fracaso. En medio de estas notables revelaciones, anímicamente desbordado, lo asaltó la fantasía de que nada le importaba más que leer, y por eso empezó a leer, por eso ha pasado los últimos veinte años de su vida leyendo, aunque leyendo rápido y mal, siempre a destiempo, sin ninguna anticipación ni mérito; un lector ligero, anacrónico, impreciso; un lector promedio, arbitrario, casi aceptable. Aceptable, condición general o rasgo definitorio de cada una de sus prácticas: medianía, medio pelo, mediocridad. Y así las cosas, misteriosamente, los demás no le creen cuando intenta confesar: no le creen cuando dice que todo su saber es un saber superficial, no le creen cuando jura y recontra jura que sus clases son pura espuma performática, no le creen cuando afirma que si en su vida ha obtenido dos o tres victorias, muy módicas por cierto (una de ellas fue haber encontrado al Poeta Ciego llamado Albur; otra, convencerse de que en algún lugar de la tierra hay un demonio caritativo que cuida de él), han sido producto del azar o de la fortuna que otros le procuraron. Lo acusan de falsa humildad. De travestismo mágico. ¿Miente o no miente? Miente y no miente. Oscila, péndulo foucoltiano de león, el ex niño mierda que sufre a causa de la cantidad de vocaciones que le han sobrado. Hoy, un indigente intelectual con título de pobreza sellado por la secretaría de cultura. No obstante esto, y contra lo aconsejable para un individuo de sus características, insiste en multiplicar panes y peces, mutaciones y giros, a riesgo de no ser ninguna cosa, de no ser nada: ni pescador ni panadero; ni narrador, ni profesor, ni filósofo. En el mejor de los casos, un artista disfuncional e inconsistente que contempla en su estado natural de indefensión el paso irremediable del tiempo: sus padres han comenzado a transitar el lento camino hacia la vejez, sus hermanos han madurado sin reparos y sin miramientos, sus sobrinos han crecido hasta lo inconcebible; en verdad, inconcebible le resulta a nuestro personaje el súbito advenimiento de los 40, edad dorada en que los seres humanos deberían plantearse una pregunta simple, simplísima, y por simple, letal: ¿vale la pena vivir?, ¿valió la pena haber vivido? Él, un orgánico del escamoteo y el disimulo, rechaza de plano el interrogante, como también rechaza encabezar la búsqueda del divino tesoro de la juventud. Ni loco. Ni loco tiene ganas de volver (¿a dónde?), aunque en su fluctuación diaria, casi demente, entre un delirio de grandeza desbocado y una falta de autoestima típica de un depresivo crónico, contemple el paraíso perdido con los anteojos negros de la añoranza, y en los picos de ese delirio, o sea, cuando él siente que se siente eufórico, sostenga, basado en un irrisorio corpus teórico y musical, que el año 1979, el año de su nacimiento, dicho sea de paso, constituyó un punto de inflexión en la historia humana. Simpático, si no fuese patético. Son los antepasados nórdicos que le hierven la cabeza. Así escribió, afiebrado, un libro autobiográfico póstumo e ilegible (un libro, dijo el Poeta Ciego, que nació muerto), y así lleva, tras tres largos años de continuas derrotas, obsesivamente, un diario. El diario de la esquizofrénica destrucción, el diario droga que mantiene viva la débil llama de su deseo. Allí registra, con una rigurosidad maniática, noticias, opiniones, ocurrencias, desvaríos, convencido de que esa será su gran obra (cuarta victoria: texto y gesto). Pobre. El ostracismo al que estuvo sometido recientemente no le ha hecho nada bien. Ha llegado al límite de soñar con ser entrevistado por los más sanguinarios vampiros, ¿cuáles fueron tus influencias? (¿cuáles son los nombres que al ser pronunciados otorgan el brillo de la legitimidad?); frente al hermetismo de la respuesta, hasta el conde Drácula se quedaría anémico, ¿quién?; pregunta pronombre puente tendido con el pasado próximo de nuestro personaje especular que en la bañadera de su casa, una tarde otoñal, se puso a pensar en la existencia y llegó a la sorprendente conclusión de que no sólo existen dos estados para el ser humano, vivo o muerto, sino que además, y sobre todo, existe un tercer estado ontológico, límbico o etéreo podríamos decir, ni vivo ni muerto, y es el estado innominado y anónimo del antes de nacer; en su caso particular, por ejemplo: 399 A.C, 1122, 1754, 1977. En aquellos años, él no estaba muerto, muerto estará en 2069, o con mayor seguridad, salvo que Dios, Dios no lo quiera, baje a la tierra, en el 2130; ahí sí habrá cajoneada en un edificio público un acta de defunción con los datos concretos del difunto correa, nombre (nombre de él, nombre del padre, nombre de la madre), estado civil (¿soltero, casado, viudo?), nacionalidad (¿argentina, italiana, noruega?), fecha de nacimiento (24 de junio de 1979) y de muerte (una suposición: 24 de agosto del 2046), destino del cadáver (¿inhumación, cremación?); pero antes de eso (¿antes de qué?), ¿qué había?, ¿qué era él?, ¿no era nada?, ¿nada de nada? Obviamente, casi se ahoga después hacerse semejantes preguntas, preguntas punzón, preguntas tenaza, preguntas martillo, ¿con qué objeto el sujeto…? Sin respuestas y sin solución de continuidad evoca en la bañadera la figura de su madre (de niño le decía Tina, no mamá), una madre extranjera de quien heredó la huella primitiva de una extrañeza que lo devora desde adentro, bien desde adentro, una extrañeza idéntica a la del dinosaurio frente al meteorito que anuncia su futura extinción; y evoca también la figura de su padre, un padre desquiciado, en el mejor de los sentidos, promotor del malentendido y la confusión, a quien le debe el haberse alimentado con el inmaculado pan de la tragedia y el haber bebido de la ambigua fuente de la farsa.

II

Cuando falta un nanosegundo para terminar de sumergirse por primera y última vez en las turbias aguas de los 40, comprende aterrado su imperdonable, y quizás irreparable, error: "Me comí el verso".

III

Extiende Moisés su mano sobre las aguas turbias y las aguas se dividen. Nuestro personaje comienza a caminar, increíblemente, incluso.