Desde Somerset, Inglaterra
Este fin de semana el festival de Glastonbury vuelve al ruedo, después de un año sabático en el que “se le dio descanso a las vacas”, según diría Michael Eavis, mentor y cerebro del más grande evento de rock del mundo, que tiene lugar en The Worthy Farm, una granja de proporciones gigantescas, una hora y media al oeste de Londres.
La pausa de doce meses del 2018 no hizo mella en la popularidad de este evento masivo que pronto cumplirá 50 años, desde aquel precario comienzo de 1970 en el que el idealismo de un puñado de hippies británicos pudo más que el recelo de los granjeros vecinos y las complicaciones logísticas y climáticas y el gen de Glastonbury cobró impulso hasta transformarse en un rito anual. Medio siglo más tarde, las 140.000 entradas que se ponen a la venta nueve meses antes se agotaron este año en apenas 36 minutos, sin que los compradores supieran los nombres de los artistas que participarían. Es que Glastonbury es un acto de fe, y esa credibilidad se la ha ganado año tras año y década tras década.
Lo de "festival de rock" le queda chico porque, a decir verdad, la música que se escucha en más de una docena de escenarios principales abarca un rango estilístico donde caben artistas de reconocida prosapia rockera como los que serán números claves de este año: The Cure, The Killers o Liam Gallagher -a los que se sumará Stormzy, revelación del rap inglés-; pero la oferta musical permitirá, también, degustar el gospel de Mavis Staples, el jazz mutante de Kamasi Washington y la música tradicional de Mali de Fatoumata Diawara. Estará representada la vanguardia neo psicodélica de Australia con Pond y Tame Impala y el elegante pop galo de Christine and the Queen; la nueva camada de cantautoras como Sharon Van Etten y el nuevo rock experimental de Fat White Family se rozarán con el neo punk de Idles.
Y si uno se aleja de los escenarios centrales como el Pyramid Stage, el Other Stage o The Park, que dividen su oferta entre músicos consagrados y promesas que van pidiendo pista, es usual encontrarse con una colorida variedad de artistas que han dejado su marca en la música de las últimas décadas y que siguen adelante con sus carreras en pleno siglo XXI. Este año, por ejemplo, Rickie Lee Jones y Nick Lowe serán figuras centrales de la carpa acústica, mientras que la deserción a último momento de Snow Patrol permitió la aparición de una de las figuras centrales del sonido Madchester: The Charlatans. A todo esto, el escenario Avalon contará con una leyenda del renacimiento del folk inglés de los años '70 como Steeleye Span.
Todo es simultáneo en Glastonbury y es común ver a los asistentes haciendo circulitos en sus programas, tratando de compatibilizar horarios de shows de bandas anheladas que cruelmente se superponen. Pero eso no es todo: hay carpas de circo, teatro y cine con espectáculos de primer nivel y decenas de pequeños bares y clubes donde también se ofrecen shows que van desde recitales de poesía a comediantes stand up, mientras que en tablados al aire libre se pueden encontrar desde prestidigitadores hasta malabaristas, disputándose la atención del público entre el desfile de disfrazados de bichitos de la suerte, de trolls cavernarios o de personajes góticos.
Glastonbury es sonido y visión pero también aroma. Como el que se desprende de cientos de puestos de comida al aire libre o en bares y restaurantes encaramados en carpas y cabañas, donde la oferta gastronómica puede ir desde la comida chatarra hasta los más sofisticados platos de las cocinas Oriente y Occidente.
Y Glastonbury también tiene su previa: el jueves, al caer la noche, mientras van llegando las mareas de acampantes para asistir al vendaval musical del viernes, sábado y domingo, cuando los escenarios principales todavía están silenciosos, los pioneros ya desfilan a pleno por los campos temáticos. Son predios que pueden albergar un mundo distópico con un auto estrellado en un edificio como metáfora de un futuro ingobernable; el recuerdo de mitos antiguos con la simbología de civilizaciones desaparecidas o ciudades fantasmas donde las consignas de políticos desacreditados se mezclan con la publicidad más ramplona e insistente. Cerca de allí están más escenarios: de música latina, de sonidos asiáticos y ritmos africanos. A pocos pasos, continuando la subida hacia la colina desde donde se contempla todo el predio del festival, se ingresa a los Green Fields, que tienen bien puesto el nombre, porque esos verdes campos son hogar de terapias alternativas y disciplinas diversas que apuntan a un mundo más humano y sustentable.
Pasada la medianoche, la fiesta sigue en los campamentos. Salen a relucir las guitarras, los cantos en diversos grados de afinación y, en definitiva, el protagonismo espontáneo de ese elemento que también es decisivo a la hora de darle a Glastonbury el blasón de festival único: su público. La gente no viene solamente a ver a sus artistas favoritos; viene a celebrarse a sí misma. En un mundo complejo e incierto, festejan el ritual de estar vivos, de amarse, de reír, de festejar el aquí y el ahora. Por supuesto que, como en toda aventura humana, hay momentos de cansancio y de bajón. Pero pasan. Y el 2019 promete el encanto extra de sol y cielos límpidos… aunque eso conviene decirlo bajito, porque en Glastonbury nunca hay que darlo por sentado.
Mientras se encienden las antorchas entre las carpas, en los cuatro puntos cardinales suena también el pulso incansable de discotecas al aire libre, ratificando que la música y la marcha, en Glastonbury, no paran nunca.
Esta historia continuará.