La muerte de Marisa se anunció con vida, sus órganos iban a ser donados. Las palabras elegidas habían echado raíz antes de la partida. No se va del todo quien luce un vestido rojo, la despedida se disuelve, se olvida, el color acapara la escena y el recuerdo perpetuo le gana al tiempo. De rojo estaba Doña Marisa en su velatorio multitudinario y de rojo –como la primera bandera del PT que ella cosió y bordó “tenía un paño rojo, italiano, un corte guardado durante mucho tiempo y le cosí en blanco una estrella hermosa”– se la piensa y sueña. Los adjetivos que la nombran combinan con el vestido, guerrera suele ser uno de los primeros (enseguida aparecen humilde y sensible) pero guerrera es quizás el que mejor describe la marca de agua, alma de amor y de odio con la que se la ha mirado y despreciado durante toda su vida pública. 

Marisa Leticia Rocco,  aliento y aire de Lula, ex primera dama brasileña y militante del PT, vivió una vida que le gana en carácter al mejor argumento que una telenovela -una de las mejores, capaz de paralizar a las noches brasileñas- pueda tener. Un primer trabajo cuidando a niñxs chiquitxs cuando también ella era una nena en São Bernardo do Campo, un primer marido muerto a tiros cuando estaba embarazada, un trabajo envolviendo bombones en una fábrica de chocolates, y amor, familia, política y patria con Lula da Silva desde los años setenta (se casaron en 1974) confirman que su vida real compite y le gana en vértigo a cualquier vida inventada. “Murió triste porque los canallas, los fascinerosos hicieron maldades con ella. Un día deberán tener la humildad de pedirle disculpas” decía su compañero cuando recibía el pésame y mientras en Brasilia la palabra “asesinos” recién pintada iluminaba la noche desde una de las paredes de un lugar donde se gobierna con  igualdad y justicia. ¿Con igualdad y justicia? A Marisa se la acusó de ser pobre,  de estar tejiendo en la sombra –nunca fue de esa primeras damas que se esfuerzan por poner de moda el diseño de una marca– y de ser bella.

Demasiada épica guardada en la tela italiana que transformó en bandera revolucionaria, demasiada épica atesorada en la carretilla en la que llevaba las verduras que su familia cultivaba cuando era una nena,  demasiada épica en las protestas de mujeres que organizaba en contra de las detenciones de la dictadura, demasiada épica ofreciendo su casa como sede del Sindicato de Metalúrgicos cuando la represión lo intervino. Demasiada épica atragantada en las gargantas siniestras que celebraban el ACV hemorrágico del que hablaban los diarios adentro del hospital –el festejo incluye a algunos de los médicos que eligieron vitorearlo en las redes– y por las calles de San Pablo, y que después se extendió cuando el New York Times repetía la hora oficial de muerte, demasiada épica. Entonces, ¿qué mejor sopapa que un escándalo mediático y la acusación de ladrona para que las cloacas se destapen? La historia no es nueva y la difamación como pólvora, mucho menos. Mientras las acusaciones no se prueban y la muerte llega hambrienta la mano de Lula cubre la mano fría de Marisa en una última foto de pareja, posteo de una lucha que continúa amparada en el rojo de un vestido nada yermo.