El amor puede ser también un arma revolucionaria. Claro que este tipo de afirmación arroja un conjunto de problemas que habría que ir considerando, sobre los cuales es obligatorio reflexionar. Más ahora, en tiempos en que la idea de “amor romántico”, construida como resultado de ciertas operaciones sociales y culturales, se encuentra en un proceso de revisión y abierta crítica política. Un nuevo modo de vinculación, que puede o no llamarse amor, se hace imprescindible como parte de un tipo de imaginación revolucionaria, algo que tiene ya sus antecedentes en el pensamiento marxista, en el materialismo como metodología de estudio pero, sobre todo, como herramienta para dejar de interpretar al mundo y empezar a transformarlo. Desde ese punto de vista, con miras a ese mundo por venir, el último libro del crítico y escritor Maximiliano Crespi, Pasiones terrenas: Amor y literatura en tiempos de lucha revolucionaria, repasa las relaciones amorosas, románticas pero, por sobre todo, fuertemente intelectuales entre algunos pensadores emblemáticos del marxismo y sus circunstanciales “compañeros de ruta”. Podríamos decir, una serie de datos biográficos, anécdotas, que conforman historias de amor que van por otro lado. Y que por eso resultan tan poderosamente atractivas, para la lectura pero, por sobre todo, para la reflexión.

Pasiones terrenas:
Amor y literatura en tiempos de lucha revolucionaria
Maximiliano Crespi
Taurus
192 páginas

 

¿Qué se puede pensar en o desde el amor? En la multitud de páginas que Karl Marx dedicó a criticar el sistema capitalista, a analizar sus modos de articulación, desde el problema de la plusvalía hasta los momentos de trascendencia histórica que conformaron la dialéctica de la lucha de clases en la segunda mitad del siglo XIX, pocas hay dedicadas al mundo por venir. Quizás, las más representativas sean las propias de la Crítica al programa de Gotha (1875), donde plantea la idea de una “Dictadura del proletariado” como instancia previa a la disolución del Estado, además de proponer un modo de organización social que respete las capacidades y los intereses de cada individuo. Poco, sin embargo, se dice allí acerca de lo amoroso, de los modos posibles de relación en un mundo por venir alejado de las restricciones del fetichismo de la mercancía y la alienación propias del capitalismo. Serán los Manuscritos histórico-filosóficos de 1844, editados entrado ya el siglo XX, los que ofrezcan algunas respuestas humanistas posibles frente al panorama poderosamente científico de la reflexión marxiana concentrada en El capital. Allí, la crítica al mundo alienado toma un perfil más amplio, y se pone por delante el hecho de que las relaciones humanas se convierten en vínculos atravesados por la lógica de los precios que rige el mundo de la mercancía.
A partir de lo dicho, no debe sorprendernos que el primer autor de la lista en el libro de Crespi sea, precisamente, Karl Marx, y su matrimonio con Johanna Bertha Julie “Jenny” von Westphalen, mujer venida del mundo aristocrático que escandalizó a su familia con la elección de Marx como futuro esposo. A eso hay que sumarle que, con el matrimonio ya concretado, Marx inicia una relación con la criada Helene Demuth, enviada al hogar inglés de Karl y Jenny como un regalo de bodas por parte de la suegra del filósofo comunista. Crespi podría abordar el asunto como una mera revelación de instancia íntima, casi como parte de la lógica chismográfica que suele acompañar a algunos intentos de “historizar” la vida de figuras claves en el mundo occidental. En vez de eso, aprovecha los datos duros, los detalles, para llevar adelante una consideración en torno al lugar del amor dentro de ciertas teorías materialistas y, además, para pintar un perfil de los modos de amar de esos mismos pensadores, en un abierto diálogo con el lugar que han tenido sus parejas en esas instancias.
“No me siento en condiciones de decir cómo puede o debe reflexionarse sobre el amor”, asegura Crespi. “Lo que creo es que la manera en que a mí más me interesa aproximarme a la problemática es, no en un sondeo de corte conceptual o abstracto, sino a través del estudio de manifestaciones reales, conflictivas, contradictorias, donde lo político se instituye como personal. Las estrategias son las de la investigación, en definitiva: trabajo de archivo, reconstrucción, descripción, análisis, pero todo eso teniendo siempre como horizonte las cuestiones más inmediatas, cotidianas, materiales”.
El amor se ha convertido en los últimos años en una de las categorías filosóficas más estudiadas. Ya sea para deconstruirlo, reflexionar sobre él o proponer nuevos modos de vinculación, ¿qué te llevó a reflexionar sobre esos problemas en el pensamiento materialista, que históricamente es considerado como una corriente que deja al amor como un problema a resolver una vez logrado el “mundo por venir”?

-Marshall Berman cuenta una anécdota que a mí me gusta repetir y que dice haberle oído a Hans Morgenthau, cuyo padre había sido un médico militante en un barrio obrero de Coburgo años antes de la Primera Guerra Mundial. En esa época, la tuberculosis hacía estragos entre la clase obrera. Morgenthau no podía salvarles la vida sino apenas ayudarlos a morir con dignidad. Al preguntarles por sus últimos deseos, los obreros siempre le respondían lo mismo: que al morir los enterraran con el Manifiesto comunista, pero que se cercioraran bien de que el cura no se los cambiara a último momento por La Biblia. Yo suscribo un poco a la superstición ética de esos obstinados obreros moribundos. Desde hace años, trabajo en el marco de una disciplina que algo pomposamente se hace llamar Historia Intelectual. Estudio especialmente formaciones y proyectos intelectuales que generalmente son explicados en virtud de campos de fuerza construidos en planos socio-políticos, y donde lo cotidiano de la vida en común casi carece de consideración. La investigación que dio lugar a Pasiones terrenas no estaba originalmente centrada sobre el tópico amoroso, sino sobre el literario. Me interesaba ver cuáles eran las lecturas y afinidades literarias de muchos de los pensadores marxistas cuya obra me sigue resultando muy potente para comprender e interrogar la historia y la cultura. Como esas afinidades (literarias) eran también marginales respecto de la centralidad del discurso filosófico en el que esos autores se reconocen, tuve que buscarlas en un acervo de materiales de archivo por lo general no muy apreciados por los historiadores “serios”: cartas, testimonios, biografías no autorizadas. Fue ahí donde pude dimensionar el peso real de las relaciones afectivas tanto en las vidas de esos filósofos como en la deriva de sus proyectos teóricos. En ese sentido creo que la investigación se me fue transformando en el proceso de su desarrollo.

FUE LO MEJOR DEL AMOR

Pasiones terrenas piensa el amor, sí, pero también revisa las distancias, las transformaciones y las tragedias que el amor produce en las relaciones que cada uno de los autores mencionados en el libro ha vivido. Tenemos así modelos de una pasión que moviliza, como la que afectó a Walter Benjamin, teórico reconocido por esa pertenencia un tanto irregular a la Escuela de Frankfurt, pero también por disponer todo un aparato teórico para una obra imposible cuyo grado de incerteza mismo conforma la médula del proyecto, el famoso libro de citas que deja sin terminar una vez muerto en la frontera franco-española, El libro de los pasajes. Casi se podría decir lo mismo de su relación con la actriz y directora letona Asja Lācis: fragmentaria, intensa, armada a base de miradas, besos furtivos y un viaje a Moscú por parte del intelectual que le valdría más de un improperio de su amigo Gershom Sholem, quien esperaba que Benjamin fuera con él a los kibutz de Palestina. Pero Lācis pudo más, y de ese vínculo, Benjamin extraerá las bases materialistas para un pensamiento que, hasta ese momento, se encontraba fuertemente afincado en el mundo de la teología mística judía. Como bien asegura Crespi, y contra la interpretación de Susan Buck-Morss -la gran pensadora que analiza toda la Escuela de Frankfurt-, no es que Lācis le haya brindado conceptos que luego retomaría críticamente, sino que el conocerla, el sentirse interpelado por sus preguntas (que, podemos decir, provenían del corazón mismo de la revolución bolchevique), lo llevó a encontrar el camino de tensión entre teología y materialismo, algo que formaría el centro de su pensamiento.

Como resultado del viaje, aparecería el Diario de Moscú, el cual recoge la estancia de Benjamin en la capital soviética entre el 6 de diciembre de 1926 hasta el 1º de febrero de 1927. Allí, registraría la vida en el extranjero en un marco por demás particular: el de ser el amante de Lācis, con su pareja, el crítico Bernhard Reich, demasiado cerca como para sentirse del todo tranquilo. Tiempo después, y ya un poco distanciados, Benjamin continuó con su trabajo crítico, mientras que Lācis tuvo que soportar los vaivenes de la política soviética de la peor manera. Acusada de espía por la KGB en 1937, es deportada a Kazajistán, en donde vive entre 1938 y 1948. La admiten nuevamente en el partido en 1956. Muere en 1979: sólo un año después, los herederos de Benjamin autorizan la publicación del Diario de Berlín, texto en donde puede leerse la impronta intelectual de una de las relaciones más emblemáticas del pensamiento marxista.

¿Qué complicaciones se te presentaron en el trabajo de archivo que trata de buscar aquello de lo que, muchas veces, no se habla?

-Cada ensayo tuvo sus dificultades, pero también sus encuentros inesperados. Tanto unas como otros se presentaron por supuesto en el trabajo de archivo. No sólo porque a los rastros conservados de las vidas cotidianas y a las relaciones personales de los autores había que buscarlos en documentos extraoficiales, testimonios de época a veces divergentes y registros escritos pero no siempre confiables; también porque generalmente las voces de sus amantes han sido conservadas sólo excepcional y parcialmente. Reconstruir las relaciones afectivas y reflexionar sobre los modos en que esos vínculos dejan marcas en el pensamiento no es fácil.

¿Recurriste a esa forma ensayística por el tipo de dificultad que se te presentaba a la hora de buscar un tono de escritura más académico sobre un material tan maleable?

-Más que una adscripción genérica al ensayo, lo que yo hago siempre tiene más que ver con una tara, con una disposición neurótica de la lectura. Quiero decir: los géneros de escritura pueden variar, conforme los protocolos de institucionalización y los criterios de experimentación lo permitan; la obstinación ética de la escritura, no. Antes de escribir Pasiones terrenas, yo creía que elegía el ensayo como género para intervenir en la esfera pública, sea académica o cultural; ahora veo que es la forma en la que elaboro mi relación con el mundo. Oscar Masotta decía que es de mal gusto referirse a las barreras que uno no ha podido franquear. Y a continuación las enumeraba. Tenía razón: no importan los libros que uno haya querido escribir, sino lo que dice de uno el libro que finalmente ha escrito.

Así como Benjamin, el caso de Antonio Gramsci también se encuentra atravesado por un viaje a Moscú. Pero, a diferencia del alemán, Gramsci forma allí un vínculo amoroso con tres mujeres de la misma familia que, de una u otra manera, intervendrán productivamente en su vida y en su pensamiento, además de ser ellas mismas dueñas de acciones y críticas determinantes en la vida del sardo y en el destino del pensamiento marxista continental. Gramsci conoció primero a Eugenia Schucht, internada como él en un hospital moscovita, para luego enamorarse de Julia, una de las hermanas que venían a visitar a Eugenia (quien siempre padeció de complejas enfermedades mentales que la llevaron a estados paranoicos peligrosos). Cinco años menor que el líder del PC italiano, se casaron en cuanto pudieron y comenzaron, pese a las obligaciones políticas de Gramsci, a formar una familia. Tiempo después, conocería a Tatiana Schucht, cinco años mayor, una espía rusa que se convertiría, muy de a poco, en algo más que en su cuñada. Incluso, una vez dispuesto Gramsci en su destino final, la cárcel, de la cual no saldría con vida. Pero, también, es la prisión el lugar determinante de la producción intelectual más importante dentro del materialismo occidental, los Cuadernos de la cárcel, armados, ante todo, por el gesto de Tatiana, la única que mantenía un contacto activo con él, su único canal de comunicación con el mundo exterior. Ella fue la responsable de salvar los cuadernos, de ordenarlos y de asegurar su futura publicación. Un último gesto de amor para alguien que estaba convencido de que esta producción intelectual era fruto, ante todo, de una obstinación de su voluntad antes que de una libertad intelectual en el más inocente de los sentidos. Alguien que supo escribir, en una carta a Julia, “si era posible ligarse a una masa popular sin haber amado a nadie, ni siquiera a los propios padres; si era posible amar a una colectividad sin antes haber amado hondamente a criaturas humanas singulares”.
Eso escribió el presidiario número 7047, quién irónicamente sería dado de libertad por Mussolini días antes de morir a causa de numerosos padecimientos. El giboso sardo que entendió que el amor era un sentimiento que lo teñía todo, incluso, la propia actividad intelectual.

MUJERES PELEARON

Pasiones terrenas es un libro que no sólo reflexiona y describe, sino que también establece un puente entre el presente con luchas individuales o grupales que, propias del pasado, la historiografía deja de lado con afán de considerarlas menores. E incluso se arriesga a hablar de situaciones que parecen prohibidas dentro del mundo intelectual, como el femicidio de Hélène Rytmann, esposa de Louis Althusser, quien la estranguló en un brote psicótico. Frente a esas penumbras, los espacios de luz están protagonizados por nombres como Inessa Armand, amante de Lenin y feminista bolchevique que exigió un cambio en la lógica monogámica burguesa como parte de la transformación socialista, o la propia Rosa Luxemburgo, quien, además de ser uno de los nombres obligados dentro del panteón del materialismo del siglo XX, fue también alguien que vivió apasionada y críticamente sus relaciones sentimentales.

Rosa Luxemburgo aparece como una figura que reivindica, por un lado, el poder de la libertad en los vínculos amorosos. En estos días de discusión social en torno al amor y a las formas de vinculación, ¿considerás que la lectura de Luxemburgo puede arrojar alguna luz al debate?

-Sin duda, releer nunca está de más. Pero no sé si hoy esa revisión se presenta como una tarea absolutamente necesaria. En Luxemburgo, acaso por primera vez desde una perspectiva marxista, la idea de amor y la de libertad son mutuamente constitutivas. Por eso será siempre, parafraseando a María Moreno, una célula madre roja. Pero hoy, en este país, hay ya una línea activa de pensamiento de izquierda que se desarrolla desde ese principio constructivo, iluminando la opacidad perversa de lo naturalizado. Ahí están obviamente los textos de María, los de hoy y los de la década del 80, las de Rita Segato o Silvia Federici, pero también las nuevas intervenciones de Alexandra Kohan, por poner tan sólo un nombre. La lectura y relectura de esos pensamientos permitiría ampliar y profundizar un debate que ya nos viene iluminando.

El libro cierra con la historia de Lenin e Inessa Armand, poniendo en debate el lugar de la monogamia en relación a la utopía socialista. ¿Cómo llegaste a esa figura y qué lugar te parece que ocupó, en ese momento, un posicionamiento tan radical para el bolchevismo?

-A Inessa Armand la descubrí en las biografías de Lenin. Pero recién entreví su valor político al leer Los dilemas de Lenin, donde Tariq Ali, aun exponiendo aspectos reveladores de su pensamiento, sigue la conocida tradición del ninguneo y la reduce a una anécdota pintoresca en la vida amorosa del “Padre de la Revolución”. La investigación a contrapelo que empecé ahí me permitió reconstruir una red de relaciones intelectuales entre “las mujeres de la Revolución”. Leí entonces un acervo documental, por lo general disperso y no sistemático (cartas, discursos, debates y discusiones), donde se puede palpar un pensamiento crítico vivo y activo, reflexionado y hecho carne, aunque marginado en esa coyuntura por el pragmatismo dirigencial del Partido. Por supuesto: ahí Luxemburgo tiene un lugar central, pero Nadia Krúpskaya, Inessa Armand y Clara Zetkin no se quedan atrás. El panfleto de Armand sobre el “amor libre”, por ejemplo, es de una radicalidad, una lucidez y una coherencia tal que casi resulta comprensible que, sin saber cómo lidiar con él, Lenin optara por “postergarlo para más adelante”.

Este libro puede leerse como una investigación, pero también como un conjunto de relatos, con ese tono del ensayo que lo acerca a la literatura. ¿Pensás que ese corrimiento es fruto de buscar una verdad complicada, nunca del todo manifiesta, que sigue viva en la historia?

 

-Cualquier explicación será siempre tentativa. Cada capítulo del libro va bordeando territorios extraños: cómo alguien llega al punto de estrangular a la persona que ama, cómo dos amantes toman la decisión de suicidarse, cómo un condenado a cadena perpetua insiste de manera inútilmente perversa en sostener una relación amorosa con tres hermanas en simultáneo, cómo un hombre que se sabe moribundo no confiesa su paternidad a su propio hijo, terminan siendo preguntas cuyas respuestas son provisorias, si no directamente imposibles. Pero, como diría Brecht, la verdad está siempre a las puertas de lo indescifrable.