Si un niño roto nace varias veces, a medida que suma cicatrices y se vuelve a levantar, yo creo que cerca de la ciudad de San Juan, en alguna chacra por la que nunca volví a preguntar, se abrió un huevo de princesa del que salí llorando como en la primera parición. Durante las vacaciones de invierno de hace ya tanto que prefiero mantener el tiempo en la clandestinidad, separado por primera vez de mi madre (unos años después ella se iría hacia la orilla de los muertos, desde donde no deja de asediarme) desperté de golpe, como tras una pesadilla, en el mundo de los machos inapelables.

Yo estaba hecho de mujer. Ambientado en el toilette de mamá, aprendía ya el hábito del escote y el rouge, la voz de pichón sonaba como a triángulo musical casero, modulada por las inflexiones de esa señora echada a perder por el marido, un psiquiatra que batallaba en medios de clase alta pero que en casa decía finíshela, dos manifestaciones de un tronco común: los salones fru frú le requerían habilidades de simulador, porque nunca dejó de ser nieto de migrantes italianos (le gustaba mucho José Ingenieros); lo segundo era el descanso del guerrero, a nuestra mesa familiar no se sentaban las patrullas del buen gusto.

Así, en aquella vacación rural sanjuanina, apenas acompañado de mis hermanos mayores y a la espera de que alguien anunciara la llegada de mi madre, yo reemplacé el ser más amado por un cerdito. Apenas me despertaba, iba a pasar revista a los depósitos de alimentos, para darle de comer de la mano (el método no lo recuerdo, pero podría ser cierto). Mientras escribo, vuelvo a sentir el hocico húmedo, el calor de ese cuerpo que era cuerpo como de hembra. Los peones del lugar se reían como se ríen los hombres de todo aquello que en un varón resulta maternal; en lugar de perseguir una pelota por el descampado o imitar el paso gaucho, yo jugaba a la mamá.

Mamá cerda, habrán pensado los chongos. Cerda pero de una especie flaca. Todavía era muy delgadito y la ingesta desbordada de carbohidratos no había transformado mi pecho en tetas, ni reventado el calzoncillo a fuerza de culo. Era chiquito como mal nutrido, entre los cactus me paseaba como otro más, pero era un cactus de terciopelo (esta figura retórica la inventó Pedro Lemebel para definirme). Sueño ahora con aquellos chongos de la infancia que, en la memoria, se reproducen en distintos ámbitos. Por ejemplo, en un campo de Lobería, cuando un adolescente me subió al caballo, por delante de él, y tomó las riendas abrazándome y yo creí que me desmayaba a pesar de que el deseo aún no tenía palabras. El galope era parecido al de las películas de vaqueros, que miraba con obsesión. Hay que ver qué feliz le hacía a mi padre que me gustaran los tiros, pobre inocente, si a mí lo que me conmovía era la heroína del far west secuestrada por un malevo y rescatada por el galán. Aquel jinete de Lobería, aquel caballo que se ponía bravo, no eran sino personajes de mis películas favoritas.

En la pubertad, los chongos que encendían mis alarmas eran los de las vacaciones de verano y usaban sunga, posando de pie en las playas de Villa Gesell. El deseo tenía ya una palabra clave: bulto. Bulto oculto. Esos son putos, o esos son mersas, era el dictum paterno. Si el pene desenfundado me hacía entornar los ojos para no quemarlos de pasión, el velado se me ofrecía como una promesa que debía quedar en promesa. A mí la cosa escondida me bastaba para humedecer la noche de recuerdos. Pero se ve que la sunga era cosa de hombres audaces, y los argentinos siempre tuvimos una sunga en el corazón pero muy pocas veces sobre las bolas.

En San Juan era invierno y los chongos no sé qué vestían. Los imagino con uniformes de peones de no sé que patrón. Hacían vino patero y me llevaron en un sulky. Olvíden que sepa más detalles de esa chacra donde volví a nacer, ni de quién era. Busco en el teatro de la memoria a los protagonistas principales y recuerdo, apenas, a mamá y al cerdito. Mamá había llegado en un vuelo y dormían con mi padre en un hotel ahi nomás. No paraban en la chacra. Siento ahora que me sale en las manos la soledad como parkinson frío, un síntoma del pasado, mientras uso el teclado. El niño con su cerdito: no es extraño que, habiendo estado en coma farmacológico, a fines del 2013, haya soñado “conmigo mismo siendo la parte superior y parental de un solo cuerpo porcino de contornos imposibles, que estaba constituido también por otroscerdos pequeños que se unían por lo bajo”. Eso escribí, y ahora toma otros sentidos.

Maldigo las costumbres argentinas, la de tomar al débil o el raro para la chacota cruel, como en un relato de Osvaldo Lamborghini, por ejemplo. El masculinismo como pedagogía. Maldigo las mandíbulas de esa mesa de campo sanjuanina, que mezclaban risotadas y pedazos de carne. En mi plato sabía rico lo que me habían servido. ¿A qué no sabés que te estás comiendo? Mientras digería el último bocado yo lloraba porque estaba enterrando a mi cría en mis tripas, y mi propia carne de niño roto era ya carne de chancho.