Kyle Giersdorf tiene mueca de caricatura, parado ahí con su gorra de vencedor del mayor torneo en la historia del esport favorito de los centennialls. Después de tres días de competiciones, la Fortnite World Cup encontró este fin de semana un campeón indiscutido: Bugha, este estadounidense de 16 años que desde ayer es multimillonario. Oriundo de Pennsylvania y figura del clan Sentinels, Kyle empezó a jugar fuerte Fortnite competitivo recién en noviembre pasado, y en estos meses acumuló buenos resultados en torneos que repartían hasta 5000 dólares. Ayer ganó tres millones con una soltura inaudita y se metió entre los diez mejores jugadores del mundo.

 

 

En la primera de las cinco rondas jugadas en estas finales, se cargó nueve bajas él solito y se quedó la victory royale, la distinción que se gana en Fortnite cuando se es el último de los cien jugadores en sobrevivir en el mapa. Ese fue el ariete de una ventaja soberbia sobre sus rivales: después de una segunda ronda mediocre, Kyle terminó la competencia con casi el doble de puntos que el segundo. El mejor ubicado entre los no estadounidenses, el argentino Thiago Lapp (King), quedó quinto y se adjudicó 900 mil dólares. Tiene 13 años y practica hasta ocho horas al día. Este mundial repartió 30 millones de dólares, tuvo eliminatorias con 40 millones de jugadores y fue el más grande torneo de Fortnite (Epic Games), el único videojuego capaz de desplazar a DOTA 2 (Valve) como el mayor esport de todos los tiempos, lo que sin falta conseguirá desde las estadísticas antes del final de 2020.

Fortnite –los esport en general– permite esas historias pirotécnicas, que incluyen grandes hitos en estadios repletos en Nueva York, adolescentes con tutelas financieras, patrocinios y contratos con míticas instituciones deportivas tradicionales como Real Madrid o Los Angeles Lakers. Pero detrás se ensambla otra más cotidiana, que es cómo los videojuegos competitivos están armando un tejido vincular de jóvenes gamers sin fronteras, mientras sin quererlo resuelven problemáticas sociales y económicas híper particulares, como la falta de espacios para la diversión joven en plena #macrisis .

Al comienzo de este siglo, los jóvenes argentinos patearon entre dos crisis que pusieron en jaque las formas de entretenimiento de su época. La de 2001 y la de Cromañón fueron situaciones radicales, desde la dinámica social y en cuanto al crecimiento cultural. En una época donde estar en la calle atentaba contra la seguridad y salir a lugares de rock y a boliches también, el esplendor del cyber estuvo atado al pánico de los padres y las paupérrimas finanzas de esos jóvenes hoy millennials: con 10 pesos ibas y venías en remís compartido al cyber y jugabas toda la noche Counter-Strike con tus amigos, mientras hablabas sobre quiénes te gustaban y le pedías canciones al encargado del local.

Los principales esports actuales son herederos de aquel Counter-Strike primitivo de los locales con LAN, pero fueron llevando la idea de una arena de combate a niveles globales, gracias a la internet efusiva que habilitó el formato de multijugador masivo. Y casi veinte años después, operan todavía como un espacio alternativo de reunión, además de lo menos incómodo para una generación que es nativa digital, que trabaja y se divierte en multipantalla, que apela por una experiencia 360º y total, que considera el headset como parte fundamental del equipamiento para jugar. Lo primero que dijo Kyle Giersdorf que comprará con su premio es un escritorio para cuando juega en su computadora.

El videojuego opera no solo como algo desde lo que se puede construir una relación con otro (así como el gusto por una banda o determinado club) sino también como un objeto o hecho de interés, una motivación para mejorar, una manera distinta de explicar el esfuerzo y el aprendizaje, un modo de vida o profesión, una forma de participar de la discusión. Y eso mientras uno se divierte, piensa y razona. Fortnite enhebra la sutileza para el sigilo con la destreza manual y la velocidad de cálculos, y a eso le agrega el secuenciado correcto de las tácticas de combate o de huida y la administración de recursos (materiales de construcción pero también la munición, la salud, los bonus, ¡el tiempo!).

Son así los esports ejercicios mucho más generales que lo que parecen, y uno de sus aspectos más notables es que en un momento de esparcimiento difícil, donde las plazas están enrejadas y no hay potreros, donde los clubes tradicionales están contaminados por el manoseo empresarial de cupos para juveniles y los espectáculos culturales son carísimos, donde para jugar a la pelota hay que reunir un grupo y alrededor de mil pesos para alquilar una cancha, juegos como Fortnite, CS:GO, FIFA u Overwatch son un espacio donde los jóvenes pueden jugar de inmediato, experimentando práctica y estadísticamente su desarrollo, donde entablan un gusto cultural y encuentran una charla a la que pueden sumarse, donde su voz es importante. Los esports son algo en lo que ser mejores no que los demás sino que lo que se fue, se hizo o se jugó ayer. Un sitio donde depositar expectativas, destrezas, mambos y fe, trabajo duro y reflexión.

En eso, emparentan también con el que no casualmente es el otro gran fetiche adolescente de hoy, que es el freestyle y las derivaciones de sus competidores hacia el trap o el hip hop. En las plazas o en las compes, en los videítos breves de Instagram o en la gira de teatros de la Red Bull Batalla de los Gallos o la Freestyle Master Series, la pibada tiene también ahí un interés que le devuelve a una generación que en general es expulsada de todo la posibilidad de un ascenso social y económico, la puerta a nuevos mundos de cultura y expresión juvenil, un pasatiempo y un plan de carrera y oficio. Entre el freestyle y los esports están salvando al piberío argentino de la macrisis, y no tiene nada que ver con los millones de dólares en premios ni por los 90 millones de vistas de Tumbando el club .