A comienzos de este mes, la editorial local e internacional Le Pecore Nere presentó en Rosario el primer título de su colección de novela policial "Tinta Negra": Taxi, de Pablo Bilsky.

Al igual que sucedía con Herodes (Yo soy Gilda, Rosario, 2015), cuesta aceptar el rótulo editorial de "novela" para un conjunto de rapsodias en prosa neo-neobarroca relacionados entre sí por el frágil hilo conductor de una figura de narrador in fabula que los enmarca. La rapsodia es un procedimiento literario y musical que consiste en simular una improvisación. Esta improvisación simulada se nutre de diversos discursos cultos y populares: anécdotas y chismes, latinajos y ensalmos, desde el rock o la literatura nacionales hasta la Cábala, centrándose en el género oral "discurso de taxista", motivo de horror entre las clases medias ilustradas que lo transformaron en un tipo del realismo social. Bilsky capitaliza ese folklore urbano del odio para la sátira literaria. El asesino de taxis en Taxi, su narrador no confiable, los mata para resucitarlos, libres de fascismo, en un falansterio apodado "il borghetto" (la ciudadela, en italiano).

Más que dar una vuelta de tuerca sobre el policial, Bilsky da varias. Le retuerce el pescuezo al cisne negro. Y, como el asesino resucitador que cohesiona el vértigo de los monólogos ensamblados, hace nacer de sus restos mortales algo completamente sui generis. "La voz del asesino", creíblemente demencial y culturalmente anti-imperialista, es la de un poeta maldito. Opuesta a las de sus blancos móviles, hace de slogan vendedor a la cabeza de un libro polifónico, hablado por las muchas voces de las víctimas, que forman casi una sola: un archivo de voces desgrabadas que el criminal va llevando, dispositivo narrativo similar a la libreta del cronista en Herodes.

Como en un sueño, ningún elemento en este libro es sólo narrativo sino

que adquiere valor metafórico. El asesinato es alegoría de la parodia.

Estos "grandes taxistas contadores de historias" llevan al extremo los tópicos de la jactancia y el castigo. El brutal "hay que matarlos a todos" se exacerba en relatos de tortura pornográficos, cargados de hiperbólico humor negro. La droga se desvía humorísticamente hacia lo fantástico y el sainete. Las proezas sexuales que narran estos tacheros parlanchines devienen orgías exóticas o sádicas que llevan algunas, como marca de orillo explícita, a El niño proletario de Osvaldo Lamborghini. Y su búsqueda de complicidad resulta cómica.

Como en el interior de un sueño, ningún elemento en este libro es sólo narrativo sino que adquiere un valor metafórico. El asesinato es alegoría de la parodia. Los bizarros procedimientos del asesino alquimista representan como ficción los del autor. Escribir, para el parodista, es matar y dar vida. Acá se trata de algo más escritura: el narrador insiste en hablar de "scripción", acto mágico cabalista. El lector astuto no cesa de sospechar que va a manifestarse la condensación mítica egipcia aludida alguna vez por el filósofo deconstructivista Jacques Derrida: Tot, dios de la escritura y de la muerte. Por supuesto, es invocado. Lo hace a modo de autorreferencia metaficcional de autor y personaje. Entra en escena con el timing dramático perfecto: "La transcripción del habla difusa de los hombres del volante es tu destino, peso y desvelo, Tot, pluma difusa que emerge de la luz para ir en busca de la muerte". En esos niveles de profundidad obra el pacto autor-lector en Bilsky.

Ese espesor cultural, unido a un manejo genial de los juegos de palabras y del ritmo, hace de su prosa una poesía de altísimo octanaje estético y político. Crisol de discursos, el texto es donde Bilsky arroja todo lo que lee o escucha por ahí, y lo saca transformado en nuevos universos de fantasía y de delirio. Algunos de sus materiales traslucen bajo las capas de sentido. Una obra funciona fuera de escena como objeto de parodia, la película El silencio de los inocentes, con cuyo antagonista el asesino de taxistas sostiene una relación ambivalente. Su desprecio se expresa a través del significante "cerealito" (traducción burlona de serial) y su admiración lo hace mediante el uso imitativo de una máquina de coser, acriollada como "máquina Singer", que reversiona la escena surrealista primal. "Bello como el encuentro fortuito de un paraguas y una máquina de coser sobre una mesa de disección", dijo el uruguayo Conde de Lautréamont, autor de los Cantos de Maldoror y patrono infernal de la prosa de Bilsky, que no cesa de repetir obsesionada esta cita neobarroca (¿Severo Sarduy? ¿Lezama Lima?): "el trotecito gemebundo de lo hienal". "Esa historia voceaban, una y otra vez, mecánicamente, tres niñas incansables sobre una pila de revistas Gente, Siete Días y Somos que formaban una especie de castillo".

Pablo Bilsky (Rosario, 1963) es profesor de Literatura Española en la Facultad de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Rosario. Colabora en la sección Contratapa de Rosario/12 y trabaja como periodista especializado en política internacional en el diario digital Redacción Rosario, el semanario El Eslabón y las radios Universidad (FM 103.3) y Gran Rosario (FM 88.9). Publicó el año pasado el libro de crónicas de viaje China (Baltasara Editora) y el libro de poesía Sfruttatori (Editorial Municipal de Rosario).