En el auditorio de la sede porteña del rectorado de la UNTREF, lleno hasta el techo de mujeres de todas las edades, una mesa de discusión reunió a la teórica y artista norteamericana Martha Rosler con María Pía López, Anny Ocoró Loango y María Inés La Greca para debatir pendientes y pautas políticas de los feminismos frente a la realidad neoliberal. En medio de la discusión, una chica de no más de 20 años tomó el micrófono y, después de listar su abultado historial de credenciales militantes, le confesó a Rosler: “Estuve en tu exhibición y la verdad no entendí mucho, pero esta charla se entiende perfectamente y es muy valiosa”. La joven hablaba de “Puede que esta vez sea diferente”, la muestra-biblioteca curada por Lucrecia Palacios en el Hotel de Inmigrantes en la que por primera vez su obra se presenta en la Argentina, junto a una colección de teoría feminista contemporánea y libros de arte y literatura producida por mujeres. Pero la aguda consideración de esta chica, su necesidad por marcar una línea divisoria entre el arte y las discusiones más de fondo, sirve en realidad para pensar todo el trabajo de Rosler, la manera en que logró construir un espacio de independencia a lo largo de casi 45 años de carrera. Este espacio se mueve en paralelo al sistema del arte pero no depende solo de él: antes que una artista que se anima a filosofar, Rosler parece ser una teórica que en ocasiones encuentra en la imagen un soporte complementario para su aparato crítico basado en el feminismo, la reflexión textual y la militancia colectiva. “El arte no puede ser artífice de las transformaciones sociales”, dice. “Es la gente la que pone en marcha las transformaciones y esas transformaciones empiezan en la calle. El arte puede alterar alguna subjetividad, pero por lo general no encierra el potencial para el cambio político”.

--Llama mucho la atención el subtítulo de tu serie de fotomontajes de 2004 en contra de la guerra de Irak, “We Haven’t Left The 70s” (“Nunca abandonamos los 70”). Es una declaración atrevida, sobre todo porque implica que todavía hay un mundo bipolar y que el fin de la historia en realidad no tuvo lugar. Sugiere que todavía hay algo contra lo cual pelear, o más bien, que todavía hay alguien que quiere pelear contra nosotros. ¿Todavía pensás que seguimos en los 70?

Antes que nada ese no era el subtítulo de la obra. Era más bien una pequeña frase de compañía, aunque ahora que lo pienso bien podría haber sido un subtítulo. En aquel momento, 2004, se me criticó por haber retomado trabajos que había hecho 35 años antes, señalando la intervención norteamericana en Vietnam. Pero si el estado norteamericano seguía haciendo lo mismo ¿por qué yo tendría que hacer un arte distinto? A todo el mundo le encantaba la obra en los 70 y la odiaron en los 00, pero eso es porque no queremos que se nos recuerde el tiempo presente en el que vivimos, que en términos políticos parece ser más lento de lo que el avance tecnológico sugiere. El arte del presente incomoda, el arte del pasado puede ser coleccionado, analizado con calma, neutralizado.

El progreso es un asunto muy relativo...

-Claro. Pienso en Nixon durante Vietnam, que era el peor presidente hasta que vino Reagan, que era el peor presidente hasta que vino Bush, que era el peor hasta que vino Trump. Estoy hablando estrictamente desde una perspectiva de ciudadana norteamericana, de la relación con el conflicto bélico que estamos casi obligadas a construir. Esta mañana escuchaba a Trump hablando sobre la guerra de Afganistán en la radio, que a esta altura se ha convertido ya en la guerra más larga en la que Estados Unidos se involucró. Trump dijo, y cito textualmente, “puedo terminar la guerra en una semana, puedo hacer desaparecer a Afganistán de la faz de la Tierra. Pero sucede que no quiero matar a 10 millones de personas”. Esto es tremendo, no hay ningún tipo de conciencia civil en sus dichos. Quizá pueda llegar a ser lo mismo que se decía durante Vietnam, pero nunca lo decían los funcionarios de más alto rango. En ese momento no se hablaba el idioma caricaturesco, asesino y profundamente misógino que tenemos ahora y que encarnan Bolsonaro, Trump o Boris Johnson.

En ese sentido el populismo de derecha parece radicalizarse mientras la izquierda o el progresismo pierden terreno simbólico. Una acusación muy común en Argentina contra la izquierda, en particular contra la izquierda peronista, es justamente la que señala su aparente pulsión de “volver a los 70”. Por eso el conservadurismo siempre habla de los 70 como una edad oscura y violenta que hay que dejar atrás a toda costa, y por eso no se puede discutir, por ejemplo, el conflicto en Venezuela en términos de intervencionismo norteamericano: porque hablar de intervencionismo es recurrir a una retórica anticuada y obsoleta.

--¡Pero es que no puede hablarse de Venezuela en términos que no sean esos! Hay intereses norteamericanos en Venezuela y se movilizan fuerzas puntuales para defenderlos, fuerzas que llevan a la violencia y a la guerra. Como en un álbum de stickers, Estados Unidos agarra la figurita de su antiguo modelo de intervención y lo pega encima de Venezuela. Era lo mismo entonces y es lo mismo ahora; fue lo que sucedió en los 70 acá en Argentina, en Chile o en Bolivia.

¿Hay entonces lecciones que nos quedan por aprender de aquella época? No hablo solamente en términos de organización política sino también de pensamiento artístico y de la manera en la que los artistas planteaban sus obras.

--Creo que los 70 fueron un periodo en el que los artistas estaban muy involucrados con la realidad. Todo era sobre el acá y el ahora. Tratábamos de cuidar a las otras personas y eso desembocaba en reflexiones sobre cuestiones geopolíticas y etcétera. Odio el término nostalgia para hablar del pasado, creo que la nostalgia se usa para quitarle poder a la gente del presente. Y por eso cuando dije que no habíamos abandonado los 70 lo dije en términos de un presente que es invariable. Hay que hablar de este presente como se hablaba del presente en aquel entonces, con la misma urgencia. Eso es lo que deberíamos aprender de los 70.

Los artistas parecen haber renunciado a estas complicaciones en parte porque el mundo del arte sirve como plataforma para hablar de política sin que necesariamente se ponga en juego nada, las Bienales son como un teatro de lo político. Pero por otro lado tenemos un caso interesante como el de Warren Kanders (vice-director del museo Whitney y su Bienal, propietario de una compañía de insumos militares que provee, entre otras cosas, de gas lacrimógeno a los oficiales de frontera norteamericanos), que fue obligado a dejar su cargo la semana pasada a partir de un boycott ideado por un grupúsculo de artistas y de una carta firmada por 100 empleados del museo.

--Hay algunos artistas que tienen miedo, no quieren arriesgar lo poco que han podido conseguir. Hay otros que están muy contentos por haber sido invitados a hacer cosas en determinados lugares o a cenar con determinadas personas. Es comprensible, supongo. Pero la verdadera dimensión de la solidaridad es colectiva, la fuerza aparece en el número. Por eso el feminismo en Argentina ha cobrado la dimensión notable que tiene. Hacer un boycott unipersonal y exponerse es absurdo y aburrido, tiene que ver con el modelo del “creador” individual que se sacrifica de un modo grandilocuente. En cambio, si se juntan, los artistas pueden protestar por lo que sea. La tolerancia que tiene la alta burguesía a la crítica es muy baja y no podés esperar que te felicite la gente a la que sentís que tenés que atacar, pero si es todo el medio el que se junta para señalar un problema, la dinámica se invierte. Por eso sigue siendo clave la colectivización de los reclamos.

¿Los artistas deberían separar el arte de la militancia pura y dura?

-Creo que los artistas pueden protestar contra la gente que los usa y después los tira: las municipalidades usan a los artistas para subir el valor inmobiliario de ciertas zonas urbanas, las empresas los usan para lavar dinero y lavar sus conciencias. Cuando los artistas ya no sirven para eso, los descartan. Ahí pueden protestar por algo que los afecta a ellos directamente, o pueden protestar por sentirse partícipes de algo en lo que no quieren estar involucrados, o pueden sumarse a otras comunidades, a comunidades desplazadas por la acción gentrificadora por ejemplo. La lucha se cristaliza en torno a la vida de cada una, tu problema no es individual, es civil y es colectivo.

¿Entonces cuál es la relación del arte contemporáneo hoy con las elites gobernantes, con los especuladores inmobiliarios y las empresas?

A partir de los años 80 y de la comodificación de la obra y el estilo de vida de los artistas, estos pasaron a incorporarse a estructuras movidas exclusivamente por el dinero. La instrumentalización que hacen los gobiernos y las corporaciones de la así llamada “clase creativa” para revalorizar propiedades, zonas, ciudades enteras, ha sido ya muy analizada. Por otro lado, los Estados Unidos utilizan al arte como herramienta cultural de colonización, como una especie de “embajador de la buena voluntad”, y supongo que lo mismo pasa en todos lados. Mandamos artistas y muestras a otros países para hablar de la naturaleza civilizada nuestro modelo político. Pienso mucho en la abstracción, yo empecé pintando abstracciones y obviamente uno de los puntos a favor de la abstracción era su conveniencia política, por eso le gustaba a los Rockefeller: el arte abstracto es una pantalla en blanco sobre la que se pueden proyectar todo tipo de valores sin que necesariamente ninguno tenga un sentido político definido.

¿Entonces estás de acuerdo en esa interpretación paranoica sobre cómo la CIA inventó el expresionismo abstracto? ¿Qué pensás sobre cómo el estado norteamericano empleaba a los artistas durante la gran depresión?

-Leí ese libro, el que habla sobre la CIA y el expresionismo abstracto, pero creo que pensarlo en esos términos sería algo reduccionista. Ese arte y esos artistas quizá sí eran usados como embajadores culturales y se los promovía, como hablábamos antes, para hablar de un supernacionalismo y para hablar de la “avanzada civilización americana” en un momento de guerra ideológica. Pero esos artistas de los 60 no estaban tan influenciados ni tan apoyados por el gobierno, tenían su autonomía. Sobre el programa de empleo para artistas que se desarrolló durante los años 30, eso era algo totalmente distinto, algo bastante especial de hecho. El estado contrataba a los artistas y los pintores, por ejemplo, tenían que entregar sus cuadros cada mes, mes y medio, para que se los colgara en distintos edificios estatales a lo largo y ancho de todo el país. Se hicieron obras increíbles gracias a ese programa, trabajos muy hermosos. No tendría que ser leído en términos de propaganda, fue una relación bastante interesante entre estado y artista, casi en términos de socialismo.

Un estado benefactor en plena crisis no suena como algo posible hoy en día.

--Por eso hay que hablar de la historia no como una serie de mitos, sino como un flujo que se puede reescribir y deconstruir, y eso está pasando ahora mismo. Las antiguas potencias internacionalistas se repliegan sobre sí mismas y se vuelcan hacia un nacionalismo caricaturesco y feroz, ellas mismas cambian su política y su razón de ser. Al mismo tiempo, muchos logros del colectivo feminista eran impensados hace menos de 100 años.

¿Eso es lo que significa “Puede que esta vez sea diferente”? Es lindo ver cómo en la biblioteca se juntan libros muy actuales de referentes intelectuales del feminismo con libros de artistas argentinas, es como que una nueva historia de cruces impensados se puede narrar desde los estantes.

--La muestra que armamos acá es una versión de mi biblioteca, que está en Nueva York. Una versión casi exclusivamente feminista de aquella obra. Junto a Lucrecia y la colaboración de muchas artistas e instituciones armamos esta central de referencia, una comunidad informal y auto-organizada alrededor de los libros. Mucho de lo que vivíamos en los 70, el trabajo en torno a nociones como “identidad”, “realidad” y “libertad” está muy vivo en el feminismo contemporáneo. El título de la muestra obviamente tiene que ver con eso, con cómo a pesar de ser un movimiento milenario el feminismo es capaz de reinventarse permanentemente, capaz de movilizar reformas. Las cosas no se van a dar solas, porque sí. Somos grandes, ya no somos niñas, ya no somos bebés. Tenemos que hacer las cosas por nosotras mismas porque nadie nos va a representar en esto. El feminismo lo sabe y lucha, por eso puede que esta vez sea diferente. Entonces quizás haya una alternativa... lo que no sé si hay es tiempo para construirla.

"Puede que esta vez sea diferente" de Martha Rosler se puede visitar en MUNTREF Sede Hotel de Inmigrantes hasta el 30 de noviembre, de martes a domingos de 11 a 19, Av. Antártida Argentina (entre Dirección Nacional de Migraciones y Buquebus). Entrada por Apostadero Naval, Puerto Madero.