Que se estrenen pocas comedias en la Argentina es una mala noticia. Que una de esas pocas sea Mejor que nunca, ya es una tragedia. Se trata, a fin de cuentas, de uno de los exponentes más rancios de ese subgénero de por sí rancio conocido como “comedia geriátrica”, integrado por películas concesivas, pensadas únicamente en función del agrado de una platea de 65 años para arriba y protagonizadas por actores de renombre aunque en el ocaso de sus carreras. Los tópicos se repiten: los inevitables achaques de la edad, el choque con las nuevas generaciones, el Viagra, la muerte…

Pero ojo, porque en ninguna de estas películas alguien la pasa mal, ni tiene crisis existenciales ni se preocupa por la soledad o el sustento económico. Por el contrario, todos tienen las cosas lo suficientemente resueltas como para salir en busca de nuevos aires para sus vidas, siempre en lugares paradisíacos donde brilla el sol. Allí aparecen, entonces, actividades que postergaron en pos de otras obligaciones más urgentes. Actividades que pueden ir desde viajar por el mundo y cumplir con una lista de pendientes hasta, tal como ocurre aquí, formar un grupo de porristas. Si leído suena mal, en pantalla es aún peor.

“Nadie quiere ver a unas ancianas bailando en minifaldas”, dice el hijo de una de las futuras cheerleaders cuando se entere del nuevo hobbie de mamá. Pero el problema aquí no es que bailen ni que vistan minifaldas, sino la incapacidad del guión de Shane Atkinson –que parece que no conoce a ningún jubilado– de darle una mínima carnadura a esas mujeres. Da toda la sensación que la única consigna de Mejor que nunca era armar un elenco de lujo y después, una vez en el set, ver qué hacer. Y lo que hacen es tan evidente como desprolijo, con situaciones notoriamente colocadas donde están para forzar emociones y una narración que avanza como auto en ruta provincial poceada. Lo único agradable es la envidiable locación donde transcurre la acción, una comunidad de retiro llena de lujos que podría definirse como un Nordelta para viejos.

Allí confluyen las ocho septuagenarias que, encabezadas por Martha (enésima participación de Diane Keaton en una comedia geriátrica), forman el grupo de porristas con la intención de participar en un concurso de baile. Las situaciones se vieron mil veces antes y las mil veces mejor. Empezando por un casting donde cada mujer baila peor que la anterior, síntoma de que aquí se confunde humor con ridiculez. Algunos conflictos generados por situaciones externas (ese hijo que no quiere que mamá baile, el pulgar debajo la encargada del lugar, un encargado de seguridad que era malo y se da vuelta como tortilla) son el preludio a una vuelta de tuerca sacada de la galera que pega por debajo del cinturón y tiene como finalidad la conmoción del espectador. Siempre y cuando esos espectadores tengan, se dijo, más de 65 años y no hayan ido al cine más de dos veces en su vida. Caso contrario, difícilmente alguien pueda disfrutar de esta película que, como bien señaló Jeannette Catsoulis en su crítica para el The New York Times, tiene chistes que parecen incluso más viejos que la edad combinada de las porristas.