Al comienzo el público parece el testigo enfático de un biodrama sobre Gustavo Garzón. El morbo y la curiosidad se llenan de un placer malsano, ya que el hombre está dispuesto a decirlo todo. Pero Garzón, en una de esas crisis a las que puede llevar la enfermedad y la falta de ofertas laborales, decidió acercarse a Marina Otero para que una actriz acostumbrada a los avatares del teatro off pudiera dirigirlo en alguna propuesta egocéntrica y extravagante y así resurgir como esas figuras de la tele que después se vuelven personajes preciados de la pluma independiente.

Lo que no pudo sospechar es que Marina, deseosa de trabajo y de dinero, de ese dinero que ella también quiere ganar con su profesión de actriz y bailarina, se metiera en su proyecto como una bomba. Marina lo escucha sin interesarse por sus fotos ni su pasado de galán, ella lo ve como el anzuelo posible para mostrar sus destrezas en base a la convocatoria que la figura de Garzón puede generar. Entonces decide estar en escena y de algún modo lo aplasta o lo recupera y hace de 200 golpes de jamón serrano una propuesta delirante, brillante y alegre. Una puesta en escena de la sinceridad sobre el oficio y una performance donde Otero busca todo el tiempo establecer un conflicto con los recursos actorales de su partener.

La dramaturgia y la dirección de Otero funcionan como una versión ensayística del teatro, como si escribiera una suerte de reflexión sobre el oficio en la que Garzón, lejos de ser el protagonista, se convierte en un ser que ella manipula, al que le aplican camaritas y micrófonos y le enseñan coreografías que no puede ejecutar.

Porque esa manera de hablarse sin mucha calma, donde el conflicto se sucede como una forma de compañerismo deslucida, un poco dañada por las urgencias y las necesidades de producción que hay que resolver mientras el actor no puede salirse de su rol de estrella, son la materia de una verdad que lxs involucra y lxs cuestiona. Otero quiso hacer de esas diferencias, pero también de la trama que envuelve la miseria del teatro alternativo tanto como las batallas más directas del ambiente comercial, un show donde Marina se luce como si estuviera arengando en escena toda su bronca. Esa que le provocó la hernia de disco al tener que dar clases de pilates para subsistir y escuchar que Garzón hace treinta años que no se toma un subte. Otero incorpora las disparidades de clase en ese vínculo que no deja de ser amoroso. Si él no tiene pudores al momento de mostrar algo de su humor negro y de su estilo un tanto fatal de procesar sus desgracias, si no le interesa caerle simpático a nadie y se sabe cabrón y un poco creído pero no puede dejar de verse en él la vulnerabilidad que le trajo la enfermedad, la muerte de la madre de sus hijxs y otros dolores, es Marina Otero la que convierte esa biografía en un hecho estético. El concepto de dirección tiene que ver con intervenir directamente sobre su actor, acorralarlo, llevarlo a un lugar que él muy bien no sabe cuál es y, al mismo tiempo, protegerlo al reconocer que ella también se siente frustrada y maltrecha.

Si Marina lo domina, Gustavo se deja llevar sin entender de qué se trata esto del teatro independiente. Él se convierte en una criatura conquistada por la autoría que Marina define mientras baila con sus minishorts. Ella termina dejándolo un poquito al costado y él hace de esa derrota una actuación auténtica. Así es el mundo del arte, rabioso y competitivo. 200 golpes de jamón serrano muestra que la astucia de la escena off termina estimulando el formato comercial, no tanto como la vanguardia capturada por el sistema sino como una invasión que renueva un lugar de privilegio bastante escaso de ideas.

 

200 golpes de jamón serrano se presenta los miércoles a las 21 en Chacarerean Teatre. Nicaragua 5565. CABA.