Nació esclava y, con otro nombre, se escapó a Canadá -refugio terrenal que El cuento de la criada evoca y sostiene-, fue la primera mujer negra que le ganó una demanda a una persona blanca, la dueña de su propia imagen publicada con copyright incluido, la abolicionista a la que indagan quienes estudian a Beyoncé en la universidad y la cara que Gloria Steinem quiere ver en un billete de dólar. Se llamaba Isabella Bomefree y nadie sabe si en verdad nació en 1797 porque nadie ponía demasiada atención en las personas que eran propiedad de otras. Las horas patrimoniales eran parte del robo y la inexactitud biográfica, la del desprecio. Tenía nueve años cuando la vendieron junto a un lote de ovejas a un terrateniente en Nueva York. A la niña oveja la tenían para arar, sembrar y cocinar mientras cruzaba el infierno acosador y el sonido roto del látigo para mantenerse viva. Seguramente recordó aquel cruce rancio de fusta abusiva y los callos y los sabañones en sus manos de nena cuando dio su discurso en Akron (Ohio) en el Congreso de Mujeres que organizaron en 1851. "Soy una mujer y nadie me ayudó con esas cosas que los caballeros dicen que las mujeres necesitamos" (la mano de ellos para subir a una carreta o para saltar los charcos de las calles) les dijo Sojourner a sus compañeras, “y ¿acaso no soy una mujer? ¡Mírenme! ¡Miren mis brazos! He trabajado en los establos y ningún hombre lo hizo nunca mejor que yo! (…) Parí hijos y vi cómo fueron vendidos como esclavos”. Fue rescatando a uno de esos hijos, ilegalmente vendido durante los primeros tiempos de la abolición, que ganó cual Pine Leaf -jefa de tribu y guerrera del pueblo Crow- aquella demanda histórica contra un blanco. No fue su única demanda ni su único triunfo de tribunal. La historia del negocio de su foto publicitaria la explicaba con una frase: “Vendo la sombra para proteger la sustancia”. Ese era su manifiesto, palabras sanguíneas en circulación turbulenta, y es ese el pie de página que se lee en sus retratos y que fueron parte de aquellas tarjetas de visita, figuritas intercambiables de la época cuyo precio variaba según la celebridad fotografiada y que hoy coleccionistas y museos atesoran y ostentan.
Antes de que lxs fotógrafxs ganaran su derecho de autoría, Sojourner controlaba la copia y la reimpresión de su propia imagen. Una cabeza cubierta, una pañoleta tejida y clara sobre los hombros y un vestido cuáquero un talle más grande, eran los invitados a la pose serena (más de una pose) que costaba los 25 centavos que Sojourner Truth recaudaba para el movimiento abolicionista recordándoles a las sufragistas que no solo había mujeres blancas.
La residente de la verdad, como ella se bautizó si leemos su nombre - sojourner truth -, que se escapó con sus hijas pequeñas cuando su dueño no cumplió con la promesa de emanciparla (en los preámbulos de la abolición), debatía en reuniones cerradas, antes y después de posar para la foto de campaña, y también debatía en público –una escena casi imposible de imaginar– sin agregarle párrafos a la enciclopedia de la angustia, repertorio de atribución de culpas y precedencias. Lo hacía con una música vocal, salpicada por funerales evitados y de los otros, y como anticipación y respuesta a la tregua demasiada larga en la que dormían sin haber nacido los derechos civiles de las mujeres negras, ultrajadas por la esclavitud e ignoradas por los movimientos feministas de la época.