El “Pami boy flamante” –ironía rematada con esa carcajada zumbona que es una marca de estilo– se jubiló después de cuarenta años de trabajo periodístico. Vicente Muleiro, poeta, narrador, ensayista, dramaturgo y periodista, se mueve como pez en las aguas de los géneros que frecuenta. “Correr correr y levantar los brazos/ mientras brama el estadio. ¿O en el último tramo/ abandonar la pista/ para reflexionar bajo los sauces/ su estética inclinada?”, se lee en el comienzo del poema que da título a la antología personal El maratonista (Ediciones en Danza), que incluye poemas de 1978 a 2016 de los siete libros de poesía que publicó, además de cuatro poemas inéditos. “Se te veía venir esa derrota:/ el que corre desnudo/ le teme a la llegada”, dice al final esa voz desdoblada en un “tú” que suena como un “yo” malherido. Este año se estrenará Sur y después, obra de teatro de su autoría que dirigirá Hugo Urquijo en el marco del Festival Internacional de Poesía en el Centro; y La conducta de los pájaros, que escribió junto a Norman Briski, en el teatro Calibán. Al liberarse del yugo del periodismo tiene más tiempo para escribir y jugar, como lo está haciendo ahora mismo con una novela que está terminando y que probablemente se titule El loro de Perón.

   El maratonista incluye poemas de Para alguien en el mundo estamos lejos (1978), Boleros (1982), Pimienta negra (1990), El árbol de los huérfanos (2000), Milongas de modo tal (2004), Ondulaciones (2009) y Los goliardos (2012). Al volver sobre su producción poética, Muleiro cuenta que cumplió con algo que le interesó desde el principio. “Cuando encontrás un tono y lo ejercitás y lo dominás, tenés que romper la máquina e ir hacia otro tono. Si bien hay algunas constantes que pueden atravesar mis poemas, traté de que cada proyecto tuviera su propia poética más que trabajar un tono único. Hay grandes poetas de un tono único, como (Joaquín) Giannuzzi; pero el tono único no es lo mío. Me interesa siempre tratar de romper”, plantea el escritor en la entrevista con PáginaI12.

–En cuanto a esta preocupación por romper, ¿se siente más cerca de Juan Gelman y sus diversos tonos?

–Yo tenía 22 años y estaba en el grupo El Ladrillo, que integrábamos Jorge Boccanera, Adrián Desiderato y María del Carmen Colombo; estábamos asombrados por la aparición de Cólera buey, después de la presencia aplastante que había tenido Gotán y Violín y otras cuestiones. Gelman nos dijo que cuando él encontraba un tono y lo dominaba, sentía que tenía que romper la maquinita de hacer versos. Eso me quedó como la búsqueda de una poética para cada libro. Me interesa esa línea de no esclerosarme en un tono.

–¿El terror y el miedo están en “Para alguien en el mundo estamos lejos”, su primer libro, publicado en 1978, durante la dictadura cívico-militar?

–Sí, por supuesto. El discurso abrumador y aterrorizador de la dictadura sin duda influía en la expresividad. De hecho en mi se dio un camino, que pienso que de todas manera se iba a dar, que era partir de un ensamble muy fuerte entre política y cultura, llevado por la marea de la época, para después trabajar más la especificidad de lo literario. Muchos escritores fueron acusados de “formalistas” por huir de la temática política. Sin duda que el formalismo y la búsqueda de la especificidad de lo literario fue uno de los caminos posibles, que en mi caso se iba a dar de todas maneras, sospecho ahora en un juego de ucronía que no sé si corresponde. Fue una época de grandes pérdidas: los exilios de los amigos y las noticias de las desapariciones... En lo personal estaba con una sensación de lejanía y con un fuerte solipsismo; era una etapa en que era difícil construir relaciones de cercanía. Esa pertenencia a un “nosotros” había tenido un quiebre muy fuerte.

–¿Qué ideas regían en el grupo “El ladrillo”?

–Teníamos una idea de confluencia entre una poesía de un lenguaje elaborado, representada por Olga Orozco, y una búsqueda de acercarnos a los mundos populares, que estaba representada por Héctor Negro. Ellos fueron los padrinos del grupo. Queríamos resumir esas vertientes en un gesto muy altisonante (risas).

–¿Esa confluencia entre la lírica y los mundos populares está presente en sus primeros poemas, o cree que está más inclinado hacia lo coloquial?

–Lo coloquial atraviesa bastante mis poemas, pero en tensión con otras búsquedas. Cuando se reduce los 60 al coloquialismo, me vuelvo loco porque en los 60 escribían Amelia Biagioni, Alejandra Pizarnik, Olga Orozco y Enrique Molina… Me parece que debo tener partículas de todas esas lecturas intensas porque tuve la suerte de tropezarme con una generación anterior muy variada. Entonces de repente te tentaba el tono agónico de Pizarnik. Te tentaba el canto cívico de Gelman, te tentaba la poesía con aire de reflexión filosófica sobre lo cotidiano de Giannuzzi. Eran voces muy diferentes entre sí que convivían.

–¿Cómo convivían la pertenencia poética con las militancias políticas?

–Convivían bien porque además teníamos participaciones y adhesiones, más que militancias orgánicas. Yo tuve una trayectoria política más bien de superficie que partió en mi adolescencia con el deseo de estar a la izquierda de toda izquierda, pero el peronismo me pegó alrededor de los veinte años y ahí establecí, con antagonismos y acuerdos, mi pertenencia. Estaba más cerca de la Jotapé y del peronismo de base en lo sindical.

–En los versos finales de “Poema en Fuga”, uno de sus poemas inéditos incluido en la antología, se lee: “pero pedís palabras/siempre me pedís otra/ y te me vas”. Es el viejo dilema de la poesía, ¿no?

–Claro, es la idea de no alcanzar nunca el poema; que el poema es una pretensión que busca lo no dicho y que uno a veces lo roza, pero siempre se queda con la angustia… Como dice Juan (Gelman): “¡quien pudiera agarrarte por la cola, fantasma, magia, niebla, poesía!”. Es esa sensación de que uno quiere atrapar, objetivar esa pelea por decir lo nuevo y después, cuando termina, siente que queda una deuda.

–¿La poesía fue su primer vínculo de expresión con la palabra?

–La poesía es la matriz de mi relación con la palabra, inclusive me llevó a ganarme los garbanzos en el periodismo. No concibo ningún experimento del lenguaje sin una formación poética detrás y acostumbro a distinguir a los narradores y a los ensayistas que tienen un respaldo de conocimiento en la poesía de los que no lo tienen, que me parece por supuesto una pobreza.

–¿Por qué empezó con la poesía?

–Yo me tropecé muy joven con un libro, que era el número 55 de una colección “Capítulo Argentino”, de Boris Spivacow, que venía con un fascículo y un libro: Los nuevos. ¿Quiénes eran los nuevos cuando yo tenía 16 o 17 años? Abelardo Castillo, Amalia Jamilis, Juan José Saer, Néstor Sánchez, Rodolfo Walsh. Y los poetas eran Raúl Gustavo Aguirre, Juan Gelman, Francisco Madariaga, Mario Trejo, Alberto Vanasco, Eduardo Romano, Alberto Szpunberg, Alejandra Pizarnik y Juana Bignozzi. Yo, que venía con cierto gusto por la poesía que te mal enseñan en el secundario –que no te hagan leer el “Siglo de Oro” es un pecado–, me encontré con el lenguaje de mi tribu y con tipos que estaban escribiendo de una manera absolutamente inesperada. Además, venía con la idea de la literatura como “bellas artes” y veía que estos ensuciaban la poesía pisando la calle y buscando otra lírica. El libro Los nuevos me pegó muy fuerte; hay poemas que todavía me sé de memoria. 

–¿Quiénes fueron los poetas que más lo influyeron? ¿A quiénes quería copiar o emular inicialmente?

–Tengo una primera trilogía de influencias: Raúl Gustavo Aguirre, Gelman y Szpunberg. Raúl Gustavo Aguirre es otro afluente porque viene de la poesía de los 50, con un trabajo de imágenes que me volvió loco. Y Szpunberg y Gelman por la relación con el lenguaje de la tribu. Gelman por cierta búsqueda de retorcimiento del lenguaje y Szpunberg por una especie de cosa urbana y militante que él resolvía muy bien sin tocar nunca el panfleto. Y después me deslumbró la poesía reflexiva de Joaquín Giannuzzi, que ocupó el centro de mis lecturas de poesía durante muchos años. Me gustan ciertos españoles que por acá no circularon tanto, como Blas de Otero y Antonio González. Y también Antonio Gamoneda. De los italianos Eugenio Montale, con su observación de la naturaleza para sacar después conclusiones sobre el espíritu humano que me parecen fantásticas. Son poemas que tengo adentro y que siguen germinando.

–Como dramaturgo estrenó “Vidé/La muerte móvil” y “Los fantasmas de la patria”, entre otras obras. ¿De dónde viene su relación con el teatro?

–Siempre fui un fanático espectador de teatro desde que vi a los seis años En familia, una obra de Florencio Sánchez, que me llevó a ver mi abuela. Era un elenco vocacional de Victoria, en la provincia de Buenos Aires. En una época me gustaron los realistas de los 60, Roberto “Tito” Cossa, Germán Rozenmacher y Carlos Somigliana; pero después la línea que más me interesó es esta manera de tamizar el grotesco argentino mezclándolo con (Samuel) Beckett de Griselda Gambaro y Eduardo “Tato” Pavlovsky. 

–¿Cómo fue la experiencia de encontrarse y trabajar con Norman Briski? 

–Mi encuentro con Norman fue un hito en mi relación con el teatro. Norman concibe el teatro como algo muy lúdico, con mucha libertad, y al mismo tiempo lo politiza muy fuertemente. Y no se olvida nunca de los dos planos: jugar y decir. Tuvimos un enganche muy fuerte y hasta escribimos una obra juntos, La conducta de los pájaros. La obra es un encuentro entre Manuel Ugarte y Rosa Luxemburgo, que participaron en dos congresos de la Internacional Socialista. No hay datos históricos de que se hayan entrevistado. Entonces alguien los trae, como quien trae un espectro, para decir que el eterno retorno no siempre es el eterno retorno de lo peor.

–¿De qué trata la novela que está terminando y que tiene como título provisorio “El loro de Perón”?

–La novela rescata la relación de Perón con Nelly Rivas, antes del golpe del 55. Ocupa un lugar central un loro que le regalaron cuando Eva murió. Perón, que era muy bichero, se divertía mucho con el loro y le enseñó a decir: “Cuervo a la vista”, cuando aparecía un cura (risas). También le enseñó a cantar la marcha peronista. En un libro de Luis Longhi, que es actor y escritor, aparece registrada esta cuestión. Después del golpe del 55, el loro se pasaba cantando todo el día la marcha peronista y no sabían qué hacer. Un cocinero, que vivía en Villa Caraza, se lo llevó. El loro se escapó y empezó a cantar la marcha peronista por el barrio, cuando ya estaba el decreto que prohibía nombrar a Perón. Y salieron a buscarlo con una brigada y tuvieron que reforzar con la gendarmería porque el loro no se dejaba atrapar (risas). Yo no sé si esto es tal cual como está contado o no, pero lo agarré e hice una comedia. Al loro al final lo atraparon, el jefe de la brigada le preguntó a su superior qué hacer con el loro, y le dijeron: “fusílenlo”. El protocolo de fusilamiento implica vendarle los ojos al fusilado, pero el loro picoteaba y no se dejaba vendar los ojos. Y murió sacando pecho como un héroe, con los ojos abiertos, delante del pelotón de fusilamiento. 

–¿Por qué eligió el 55? ¿Cree que el 2016 fue como el 55?

–Hay puntos de contacto y yo sentí sin duda la fuerte impronta del retroceso popular del 55 y el 2016, pero con características radicalmente diferentes: uno fue un golpe cuyo destino no era el triunfo y el otro fue un triunfo por elecciones del neoliberalismo salvaje. Me interesan esos momentos tan tremendos que tiene la historia argentina, como la batalla de Pavón, cuando Urquiza la estaba por ganar y se retira. A Perón le pasaron un informe en el que le decían que el levantamiento encabezado por (Eduardo) Lonardi en Córdoba se lo podía dominar. La sociedad podía intuir que este esquema macrista era un tremendo retroceso. Y sin embargo, están esos frenos históricos que hacen retroceder conquistas, ¿no? Es una preocupación en qué momento la Argentina consigue hacer un ensamblado popular que impida el retorno a los sátrapas. Hay momentos en la historia que en vez de dar un paso adelante se retrocede. Estos momentos históricos me parecen carne de literatura. Y ahí aparece el loro de Perón como representante parlante de la resistencia (risas).


 La ficha

Vicente Muleiro nació en Buenos Aires en 1951. Como periodista trabajó en Crónica, Clarín y el semanario El periodista, entre otros medios gráficos. Fue subdirector de Radio Nacional de 2012 a 2015 y condujo el programa cultural Vía libro. Publicó las novelas Quedarse con la dama (1994), Sangre de cualquier grupo (1996), Cuando vayas a decir que soy un tonto (2004), que fue finalista del premio Planeta; La balada del asador (2006) y Sangre en el viento (2015). Es coautor del ensayo periodístico El dictador (2001) junto con María Seoane; es autor de 1976. El golpe civil (2011) y de Los Garcas (2013), junto con su hermano, Hugo Muleiro. Publicó ocho libros de poesía: Para alguien en el mundo estamos lejos (1978), Boleros (1982), Pimienta negra (1990), El árbol de los huérfanos (2000), Milongas de modo tal (2003), Ondulaciones (2009), Los goliardos (2012) y la antología El maratonista (2016). También escribió los libros para chicos Don Perro de Mendoza (2003), Los cachorros de Don Perro (2007) y Los cuentos de don Vicente Nario (2010). Como dramaturgo estrenó Vidé/La cinta fija (2009), dirigida por Norman Briski; Los fantasmas de la patria (2011), dirigida por Arturo Bonín; y Vidé/ la muerte móvil (2014), también dirigida por Briski. Fue premiado por la Fundación Antorchas, el Fondo Nacional de las Artes y la Secretaría de Cultura de Buenos Aires, entre otras instituciones, y recibió el Premio de Periodismo Rey de España en 1998.