El odio anida entre nosotros. Pasa desapercibido en el revuelo económico, pero tanto mentar el huevo de la serpiente y hoy, en realidad, el problema es la serpiente misma: un odio ya activo, en funciones y que las urnas mostraron bien sanito. Un odio vivito y dañando; que se viste de celeste y quiere mostrarse como factor de poder real en las elecciones de octubre.

Más de medio millón de personas apoyó a un partido cuyo reclamo principal es la negación de un derecho al 51 por ciento de la población del país: 642.636 votos tuvo la lista que el ex funcionario carapintada y la activista evangélica montaron principalmente sobre la idea de negar el derecho al aborto legal, según la web oficial de los resultados de las PASO. Quienes se sintieron representados por el discurso patriotero y más explícitamente exterminador del partido que se llama a sí mismo “Patriota”, en cambio, ¿apenas? fueron 58.572 en las urnas. Hay más asociaciones políticas afines pero de momento sus números son menores, quizá porque todavía no aceitaron sus palabras lo suficiente como para traducirlas en voluntades.

No son pocas personas. Los referentes antiderechos se cotizan a sí mismos en un millón de voluntades en todo el país, entre iglesias evangélicas y feligresía católica. En estado puro, según las PASO, son menos; entreveradas en los partidos tradicionales, tal vez lleguen a ese número.

Como sea: he ahí una veta que algunos sectores están empezando a explotar.

Quienes concitaron esos votos se dicen celestes, por ponerse un nombre, un color, algo que suene vagamente humano y digerible para distraídos. Entendieron cómo articular el odio (mediáticamente) para convertirlo (políticamente) en poder, y están empezando a ocupar lugares desde esa identidad. Ese es el gran cambio de los últimos meses: que están desembozados y entendieron cómo cosechar con el discurso del ángel exterminador que asuela, claro, pero por la causa “noble” de los antiderechos. Actúan localmente mientras ponen sus ojos en Bolsonaro, Vox, Salvini.

El slogan es defender las dos vidas, pero las consignas en que se desgrana habla de destruir, impedir, imponer, evitar, prohibir, cancelar. Algo de la productividad de ese discurso lo recogen otros partidos, al mismo tiempo que albergan a algunos de los voceros antiderechos. Si hay funcionarios-candidatos y figuras públicas que sostienen que al otro hay que aniquilarlo, ¿cómo esa idea no va a ser legítima? Es más: ¿cómo no se va a trasladar a votantes, a la conversación pública, a la vida cotidiana?

En el mundo que delinea el discurso del odio (lo repito por no olvidarlo: más de medio millón de personas de todo el país), la diferencia no es riqueza y diversidad sino cuerpo extraño a aniquilar. ¿Nos suena? Nos suena: “los máximos enemigos del cambio”, “mientras existan no lo lograremos”, “los valores de la Patria”, “sin familia no hay patria”, “hay que eliminar de las aulas la ideología de género”, “los que tenemos valores buenos”. Con esa agresión prepotente recorrieron el país con fruición desde 2018, cuando el debate por la legalización del aborto los abroqueló. De algún lado obtuvieron fondos para cubrir todo tipo de acciones: giras federales de referentes llegados desde otros países (la brasileña Sara Winter, el peruano Christian Rosas, el uruguayo Álvaro Dastugue, la ecuatoriana Amparo Medina) y activistas locales que quieren convertirse en Influencers antiderechos, folletos, carteles, líneas telefónicas gratuitas para bloquear el acceso al aborto.

Es un discurso que dice que las mujeres no tenemos derechos, que las disidencias deben allanarse a su idea de orden, que cree en una sola manera de ver el mundo. Que ataca a cualquier minoría que se le cruce en la mira.

Es un odio envalentonado porque tiene pruebas de que su estrategia de pegar para sumar le sirve. Si la diputada electa Amalia Granata sigue hoy paneleando sobre temas alejados a la política legislativa, es porque enzarzarse en esas presuntas polémicas le sirve todavía para construir capital político. De hecho, cuando ataca al hijo de un candidato presidencial que osó criticarla (por atacar a la hija de una dirigente política) y dice que el joven habla porque quiere “ser vedette”, en realidad está diciendo que ella no quiere dejar de serlo, por muy diputada provincial electa que sea. Dice, también, que no piensa asumir esa nueva identidad desde la construcción que requiere la política, sino desde la negación. Ella y la gente como ella llegan para romper, impedir, obstaculizar.

No es polémica ni intercambiar ideas ni debatir: es agresión lisa y llana. De eso se trata el odio.