IDENTIDADES 

El cuento de la criada, ha dicho Margaret Atwood, es un relato testimonial antes que una fábula de ficción. Porque Defred, la protagonista –secuestrada por el Estado junto a otras mujeres con el mandato de parir y así mantener en pie una dinastía agonizante– registra su historia como puede. Luego la esconde, con la confianza de que alguien la descubra y sea capaz de compartirla. “Es un acto de esperanza: toda historia registrada presupone un futuro lector”, afirma Atwood en la introducción de este libro. Escrito a mitad de los ochenta, desde entonces fue reeditado, traducido a varios idiomas y finalmente tendrá una secuela que se publicará el mes próximo, según anunció la autora canadiense. En una suerte de sanadora profecía autocumplida, esta novela fue un acto de denuncia y esperanza para sus lectoras, también en nuestro país. A tal punto, que ellas transformaron el libro en intervención política. Ocurrió en 2018, cuando cientos de mujeres se vistieron de rojo (como el uniforme que debían usar las presas en la difusa República de Gilead) y se pararon en varias oportunidades frente al Congreso de la Nación para exigirle a lxs legisladorxs que transformaran en ley el derecho al aborto seguro, legal y gratuito. Se trató de una lectura perfomática, colectiva y subversiva: qué es leer si no pasar por el cuerpo eso que está escrito y compartirlo con otrxs.

Además, las movilizaciones de mujeres a lo largo del país ya traían, desde el Ni Una Menos, una consigna hermanada con esta acción: “Somos las nietas de las brujas que no pudieron quemar”. Quizás Atwood misma sea parienta de una bruja. El libro está dedicado a Mary Webster, acusada de brujería en el siglo XVII por una comunidad religiosa de Massachusetts, donde ella vivía. La colgaron de un árbol pero a la mañana siguiente, seguía viva y por esa razón, la dejaron en paz. “El nombre de soltera de mi abuela era Webster. Y si nos seguimos remontando en el álbum familiar, el quinto gobernador de Connecticut tuvo ese mismo apellido. Un lunes mi abuela decía que Mary había sido pariente nuestra y el miércoles lo negaba. Nunca supe qué pensar”, le contó Atwood a esta cronista durante una visita que hizo al país a fines de 2017.

Todo ese magma indómito y subterráneo parece haber agitado el ramificado árbol genealógico del cual somos parte las mujeres en tanto identidades disidentes. Es entonces cuando se hace necesario volver a mirar la raíz. ¿Quiénes son las brujas contemporáneas? ¿De qué maneras se abren paso saberes ancestrales y mágicos en medio de ciudades expulsivas y violentas, que van perdiendo sus lazos comunitarios? ¿Cómo se va hilando esa trama de conocimientos sutiles, desafiantes de la lógica individual y capitalista?

El beso

En el flamante libro Brujas (la potencia indómita de las mujeres), editado por Hekht, la feminista Mona Chollet reconstruye una genealogía para entender cómo a partir del siglo XV europeo el término “bruja” abandona todo título honorífico y se transforma en marca de infamia que le vale la tortura y la muerte de decenas de miles de mujeres. Hasta ese momento muchas de ellas curaban enfermxs, ayudaban a parir y a abortar. Conocedoras de la naturaleza, hacían o deshacían sortilegios, suministraban filtros y pociones y eran la única ayuda hacia la cual el pueblo podía dirigirse. De este modo, sin proponérselo, desafiaban la incipiente expansión del capitalismo como modelo productivo hegemónico.

“Al reprimir sin piedad ciertos comportamientos que de ahí en más se considerarían intolerables, las cazas de brujas contribuyeron a modelar un mundo que hoy es el nuestro. Si no hubieran tenido lugar, probablemente viviríamos en sociedades muy diferentes”, observa Cholett, francesa de origen suizo. Y agrega que ese dato nos dicen mucho “sobre las elecciones que se hicieron, los caminos que se privilegiaron y los que se condenaron”. Estas matanzas no tuvieron lugar en el oscurantismo de la Edad Media, como muchas veces se cree, sino a partir de la supuesta luminiscencia del Renacimiento, prolongándose incluso hasta el siglo XVIII.

Brujas revisa esas antiguas persecuciones pero también las actuales, que tienen como objeto a las mujeres disidentes que no consideran al varón como medida de todas las cosas, a quienes no firman contratos familiares según el orden establecido, a las adultas mayores que ejercen su deseo en libertad. Además indaga el modo en que desde el siglo XX hasta ahora, esas búsquedas se han traducido en movimientos políticos. Rescata, por ejemplo, la figura de Matilda Joslyn Gage (1826-1898) la primera feminista que en Estados Unidos exhumó la historia de las brujas. Y el caso de la organización Women´s International Terrorist Conspirancy for Hell (WITCH, o sea, “bruja” en inglés) que a fines de los sesenta soltaron ratones para boicotear una fiesta de casamiento o que durante una intervención frente a la Bolsa de Comercio de Nueva York lograron que los números se desplomaran durante un rato para terror de los inversores.

Este libro es deudor del clásico de Silvia Federici Calibán y la bruja (publicado en 2004, aquí editado por Tinta Limón), quien señala que a los historiadores de la transición del capitalismo y la formación del proletariado modernos se les olvidó el rol central de las mujeres y su condición paradójica: eran las que podían procrear y así garantizar la continuidad del sistema pero sus organizaciones comunitarias y los saberes que traían desde el inicio de los tiempos, desafiaban las estructuras de poder. “Este es un fenómeno al que debemos regresar si queremos comprender la misoginia que todavía caracteriza la práctica institucional y las relaciones entre hombres y mujeres”, señala la crítica italiana. Así de acertado resulta, entonces que lxs chicxs que salen a la calle en reclamo de sus derechos se reivindiquen como nietxs y tataranietxs de aquellas brujas cuya conducta era incompatible con la disciplina imperante. Se trata, además, de revertir una marca peyorativa y transformarla en orgullosa señal identitaria.

El mercado editorial ha sabido captar este aire de época. De un tiempo a esta parte comienzan a aparecer libros en editoriales independientes y mainstream que abordan la historia de las brujas en Europa, los ritos ancestrales en América latina pero que también, dan lugar a prácticas esotéricas, mágicas, astrológicas. Es el caso de Asuntos de Venus (astrología del placer), de Lu Gaitán (editado por Planeta) y Bruja moderna (técnicas, rituales y herramientas para conectarte con la energía universal y despertar tus poderes), de Dalia Walker (editado por Monoblock). A los aportes de estas argentinas se suman otros textos pensados para un público millenial como ¿WTF es el Tarot? de la norteamericana Bakara Wintner (Roca editorial) y Tarot magicomístico de estrellas (pop) de la colombiana Amalia Andrade Arango (Planeta).

Estos libros retoman elementos de clásicos diversos como Las diosas de cada mujer (una nueva psicología femenina) de Jean Shinoda Bolen o Mujeres que corren con los lobos, de Clarissa Pinkola Estés. Otro libro singularísimo y necesario es ¡A despatriarcar! (editado por Traficantes de sueños) de la activista boliviana María Galindo, a quien Paul Preciado dedica un fragmento en su reciente Un apartamento en Urano para contar cómo la chamanactivista fue a rescatar su “ajayu” (es decir, su alma) en Barcelona, tras una trifulca en el Museo de Arte Contemporáneo de esa ciudad donde Preciado perdió un puesto de trabajo.

“Antes que ser astróloga, soy mujer”, afirma Lu Gaitán. Se trata de una toma de posición como enlace necesario entre su ser “sintiente y pulsante” y su ser “afectado por el mundo”, según explica. Esta tensión se corresponde con su percepción de que los saberes intuitivos y los racionales no necesariamente deben entrar en disputa sino que son parte de un mismo entramado: ella es licenciada en Ciencia Política por la UBA y astróloga formada en Buenos Aires y Barcelona. Su libro Asuntos de Venus sitúa este planeta como símbolo de belleza y exploración de lo desconocido para fundar nuevas formas de afecto. Pero además de relatos arquetípicos, ella exhuma historias de vida propias y ajenas que incluyen noviazgos hermosos y otros insanos, abortos, partos luminosos y otros dark, experiencias sexuales fecundas y otras ominosas. En ese contexto, el deseo es un centro a deconstruir en una época donde las estructuras tradicionales de pareja están siendo sacudidas “por nuestras ideas de lo que significa la belleza, el género y la sexualidad”, explica Lu. “No es que los astros digan qué hacer en cada ocasión sino que muestran constelaciones epocales que resuenan de modo singular en cada persona”. Ella, afirma, también se formó al calor de las luchas feministas en las calles y los ecos que esos debates tenían (tienen) en las redes sociales a partir de 2015. Ahora es posible pensarla como una influencer que en su cuenta de Instagram tiene unxs 68 mil seguidroxs.

Dalia Walker, autora de Bruja moderna, encontró en la magia una respuesta y una nueva forma de vida luego de ser realizadora audiovisual. Desde hace siete años lleva adelante la Tienda Fe en la Galería del Liceo, en el centro de Buenos Aires. Ahí es posible conseguir mazos de Tarot, cristales, esencias, dildos de cristal o velas y también funcionan talleres que ayudan a utilizar estas herramientas y aplicarlas en la vida cotidiana. “Hoy, una bruja es una mujer sabia que disfruta de su fuerza, de su poder, del sexo. Y es que la magia no es un atributo que impida establecer lazos con lxs otrxs o ser ‘rara’. La magia expresa singularidad pero también otorga fuerza, conocimiento, independencia. El feminismo está detrás de todo esto porque es la fuerza de ese movimiento lo que nos trae hasta acá”, afirma esta especialista en tarot que en los próximos meses publicará un libro sobre esa experiencia a través de Grijalbo.

Sin embargo, no siempre las experiencias esotéricas son compartidas con naturalidad. “Cuando estoy en una sesión privada, en general con mujeres cis, si llaman por teléfono ellas dicen que están en el dentista, con el doctor. Son pocas las que dicen que están conmigo y que les estoy leyendo las cartas”, cuenta Cuqui, escritora genial, performer y tarotista, que vive en Córdoba. Ella dice, sin embargo, que el secreto no le molesta sino que le parece amable. “Me siento identificada: antes, cuando me acostaba con varones, nunca me interesaron los roles de novia o esposa así que era amante. Ahora, que soy asexual y ecosexual, también tengo un rol vinculado a lo que no se dice”, cuenta. Para su obra artística usa diversos heterónimos: Natsuki Miyoshi, Karen Smith y Alma Concepción, entre ellos. De la misma manera, ella es la síntesis de diversas formas de ejercer un oficio que combina tarot, lectura de registros akháshicos, biodecodificación y que carece de una palabra específica. En cualquier caso, se enorgullece de su lugar de bruja y artista, por el diálogo que ambas disciplinas tienen con universos intraducibles. A tal punto que decidió no quitarse una cicatriz que le quedó en el rostro tras un accidente con fuego que tuvo de pequeña. “Esta quemadura es un homenaje a las brujas. Porque soy consciente de que en otra época hubiera sido como soy ahora pero el costo hubiese sido altísimo”, confiesa.

Machis y kolliris

Pero no todas las mujeres que vienen de genealogías en diálogo con lo mágico se reivindican como brujas. Adriana Guzmán integra el Movimiento Feminista Comunitario Antipatriarcal de Bolivia, una organización de mujeres originarias aymaras, quechuas y guaraníes. “No usamos la palabra ‘bruja’ porque no hacemos magia; son los varones los que hacen cosas consideradas ‘mágicas’: los amautas son varones que concentran saber y prestigio social, al igual que los yatiris, jefes comunitarios que se vinculan con los espíritus. Las kolliris sí son mujeres. Son las curanderas, las que conocen las plantas y las formas de sanación para el bien comunitario. Sin embargo, esos saberes no tienen el prestigio de los otros, incluso dentro de las propias comunidades. Esto evidencia que las cosmovisiones también entrañan formas patriarcales y que los conocimientos de las mujeres hace siglos que son desvalorizados”, dice. Y agrega: “Nos gustaba cuando las hermanas mapuches decían ‘Somos las nietas de las machis que no pudieron quemar’. La machi como autoridad política y espiritual de pueblo mapuche; la kolliri entendida como autoridad política y espiritual del pueblo aymara y quechua. Si hay algo que nos representa es ser nietas de las machis, las kolliris, las curanderas, las sanadoras”.

También señala cómo los cuerpos devienen en territorio de batallas, algo que vincula su razonamiento con el de Cholett y Federici al momento de explicar por qué las mujeres (brujas y machis) debieron ser exterminadas, tanto como la forma de vida que proponían. “El racismo y la explotación se construyen sobre el cuerpo de las mujeres. Nuestra definición de feminismo consiste entonces en reposicionar la lucha de los pueblos frente al patriarcado. Una vez feministas, nos hemos posicionado también como comunitarias. Entendemos la comunidad como forma de organización de autogobierno, más allá de los estados nacionales. De esa memoria venimos y creemos que la comunidad es la forma de vida que mantiene el equilibrio entre las personas y la naturaleza, de la que también somos parte”, dice Guzmán.

Elisabet Caminos viene de la comunidad tonocoté del monte en Santiago del Estero. Ella ha visto a las kamachéj, líderes de las comunidades, ponerse frente a las topadoras para evitar que el desmonte arrasara también las casas de lxs habitantes nativxs. “Es algo muy cotidiano que aquí no se ve”, dice esta militante feminista que lucha por la recuperación de sus territorios ancestrales y actualmente vive en Berisso.

Ella sabe que los emplastos de eucaliptus sirven para liberar los pulmones. La jarilla cura afecciones de la piel. El ambay hervido con jengibre y miel es remedio contra los resfríos. El diente de león sana afecciones intestinales. “Todo ese conocimiento de las plantas lo aprendí por observación, al ver a mi mamá y mi abuela. Ellas formaron parte además de las comunidades de rezadoras y lloronas que cuando había un velorio, iban a rezar sus novenas para que las almas de los difuntos pasen acompañadas a otro plano”, relata. Elisabet no es católica pero sabe de los sincretismos que habitan los imaginarios populares. También reconoce que las plantas no reemplazan la medicina alopática que impera en las ciudades.

Ella dice que aquí, sin embargo, también crece la menta, la yerbabuena, la lavanda y otras plantas medicinales. A Elisabet le gusta mirar cómo cambian los árboles según las estaciones, cómo fluye el agua que en su canto silencioso dice que nada es permanente, ni lo bueno ni lo malo. La observación de la naturaleza, el momento de detenimiento, el cuidado cotidiano de las compañeras es tan vital como las grandes movilizaciones donde las mujeres llevan pañuelos verdes y se reúnen de a miles al calor de la lucha compartida. Todo es parte, dice Elisabet, de la misma marea ancestral.

De brujas y aquelarres. La resistencia colectiva como práctica ético-política

En el marco de la Bienal Sur, en el Museo del Parque de la Memoria se está exhibiendo “Piras. Historias de brujas” , del grupo Tótem Tabú (formado por Laura Códega, Malena Pizani y Hernán Soriano), curada por Florencia Battiti. En ella, se toma la figura de la bruja como eje para echar luz sobre aquellos conocimientos e ideologías que fueron censurados por la historia, invitando a pensar de qué modo estas temáticas sobreviven en la actualidad. Este texto forma parte de su catálogo.

Por Malena Nijensohn*

La bruja es una figura que despierta tanto fascinación como espanto. ¿Existen? ¿Tienen poderes sobrenaturales? ¿Comen niñxs? ¿Curan enfermxs? ¿Viajan en escobas? ¿Son viejas y gruñonas? ¿Jóvenes y hermosas? ¿Pervertidas sexuales? ¿Completamente asexuadas? ¿Fracasos sociales? ¿Son malas o buenas? ¿Son herejes? Encontramos a lo largo de la historia una multiplicidad de relatos sobre las brujas, discursos sumamente heterogéneos, incluso contrapuestos y de estilos muy variados: películas de Disney, series de televisión, tratados que hacen las veces de manuales para la Inquisición, reivindicaciones feministas, grabados y pinturas, por nombrar sólo algunos. No hay un único relato sobre las brujas y acaso allí resida también algo de su potencia política, en esa insistencia de las figuraciones que piden nuevas escrituras y re-escrituras, especialmente al contener, como sostiene Donna Haraway, algún tipo de desplazamiento que pueda cuestionar certezas e identificaciones problemáticas[1] . Así, cada iteración es capaz de instaurar nuevos sentidos, dislocar los viejos, abrir posibilidades semánticas en la gramática de lo dado. ¿Qué nuevas inscripciones adquiere hoy en día –en tiempos de gobernanza neoliberal, como ha señalado Michel Foucault[2] – la figura de la bruja o, debiéramos decir, de las brujas, acaso de lxs brujxs?

Ya sea la caza de brujas del incipiente capitalismo, instrumental a la construcción de un orden patriarcal, que construye la figura de la bruja en torno a mujeres cis “salvajes, mentalmente débiles, de apetitos inestables, rebeldes, insubordinadas, incapaces de controlarse a sí mismas”[3] , o todas las figuras que se originan a partir de este punto: la que busca la juventud eterna, la que pacta con el Diablo o destruye la divinidad, la que vive en una cueva apartada, la que nadie visita sin algo de miedo, lo que enlaza a todas estas brujas es que, de una manera u otra, están en los márgenes de los roles esperables y desde allí desafían algún aspecto del orden instituido.

Pero la carga negativa, el espanto, se agrieta con fascinaciones: identificaciones feministas que adoptan a las brujas como símbolo, torciendo el destino de las figuraciones instauradas. Desde el colectivo W.I.T.C.H (Women's International Terrorist Conspiracy from Hell) de los años setenta en Estados Unidos hasta el actual canto popular “somos las nietas de todas las brujas que nunca pudieron quemar”, algunxs feministxs se reconocen en la figura de la bruja, pero no unívocamente en la “bruja buena” o la “bruja mala”, ya que lo que las transfiguraciones contemporáneas ponen en jaque es, justamente, las tablas del Bien y del Mal. Y aunque ya no creamos en la descendencia legítima, crear una ficción de linaje sin un ancestro único nos permite inscribirnos en una historia colectiva que nos antecede, produciendo lazos e identidades sociales. Acaso esta conjugación en plural (“somos las brujas…”) de lugar a lo colectivo como práctica ético-política de resistencia.

Aquelarres feministas se multiplican exponencialmente de un tiempo a esta parte. Asambleas, movilizaciones, espacios de discusión, por nombrar algunos, se dan cita, como sostiene Judith Butler, de forma plural y concertada[4] : cuerpos y subjetividades de lo más heterogéneas se encuentran, no ya para producir un Sujetx de la resistencia (único y “ontológicamente” predestinado), sino para hallar en la multiplicidad una práctica colectiva que pueda pensarse como resistencia política. Mujeres, lesbianas, travestis, trans, bisexuales, no binarixs, gordxs, indígenas, afroargentinas y negras, ocupadxs y desocupadxs, asalariadxs, trabajadorxs de la economía popular, trabajadorxs sexuales, migrantes componen una lista constitutivamente fallada y abierta (una de las virtudes del feminismo: la capacidad de revisarse y transformarse a sí mismo). Brujxs y no tanto, con o sin magia, se reúnen en el aquí y ahora, un aquelarre político sin retorno y que se produce, performativamente, en cada ocasión.

*Dra. en Estudios de Género.
Parque de la Memoria: Av. Costanera Norte Rafael Obligado 6745


[1] Cfr. Donna Haraway, Testigo_Modesto@Segundo_Milenio. HombreHembra©_Conoce_Oncoratón®. Feminismo y tecnociencia. Barcelona: Editorial UOC, 2004.

[2] Cfr. Michel Foucault, Nacimiento de la biopolítica. Curso en el Collège de France (1978-1979). Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2007.

[3] Silvia Federici, Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria. Buenos Aires: Tinta Limón, 2010.

[4] Cfr. Judith Butler, Cuerpos aliados y lucha política. Hacia una teoría performativa de la asamblea. Buenos Aires: Paidós, 2017.