Habían terminado de ver Wakolda un día que parecía domingo pero que no lo era. Habían logrado reconvertir los días, alterar íntimamente la semana y hacer de un lunes, un sábado; o de un jueves, un domingo. En la pantalla, una sucesión de nombres anunciaba los créditos de la película. Mientras, él leía en voz alta sobre Mengele. No lo podía creer. Necesitó buscar la evidencia. La certeza del dato histórico le resultaba aún más extraña que la versión cinematográfica. Ella pensó: la tragedia siempre es menos trágica cuando es compartida. Pero no se lo dijo. Ante semejante hecho, la reflexión resultaba vacía, estúpida.

Él se levantó y apagó el parlante que les había permitido algo que la computadora vieja de ella ya no podía: reproducir los sonidos con nitidez. Ella siempre había pensado el sonido en oposición a la ausencia: el silencio. Pero ahora, en la recuperación de una historia universal en la voz de él, el sonido volvía como un eco de ese silencio, como un modo de la memoria. Recordó el murmullo del viento helándole los pies, remarcando el espacio completo de vacío. Como un resto de humanidad, a un costado cerca del ingreso al Campo de Concentración de Sachsenhausen, una cabaña recreada para no olvidar. En medio de un barrio familiar rodeado de jardines delanteros: Sachsenhausen. Sintió el hilo fino del sol que no podía con la inclemencia del tiempo. Pensó cuántas veces el sol había sido insuficiente, cuántas veces los cuerpos agonizantes habían buscado, como ella una veta de luz que les recordara el viento, la respiración, la vida que habían tenido alguna vez.

El viento, ahora, afuera de su casa. Recluido, alejado de su cuerpo. A diferencia del viento del Campo que le golpeaba una y otra vez la cara, como si quisiera expulsarla de ese lugar plagado de muertes. Olvidó que él seguía ahí después de la lectura, del asombro, de la película, lejos de todo eso que ella recordaba.

-La puerta del campo decía Arbeit macht frei, "El trabajo libera"- dijo ella.

-¡Qué ironía!

-La única foto que pude tomar fue esa: la puerta de entrada. Un detalle de la muerte.

Se quedaron en silencio. Como si necesitaran velar un dolor que no habían conocido pero que sentían real, cierto. El dolor nunca es del todo ajeno. Nos hermanamos en la alegría pero también en la tristeza. La muerte es una advertencia, un modo brutal que aparece, al que no escapamos, a la que conocemos con anticipación, que siempre llega de sorpresa, a destiempo para recordarnos la vida, su inmediatez. El único momento que existe: el presente.

Afuera llovía, se escuchaba pasar de vez en cuando algún auto. Era una noche tranquila. El movimiento de la ciudad ya estaba adentro, bañándose, viendo qué comería, haciendo las tareas escolares para el día siguiente. Hacía días que llovía parejo, sin pausa. La lluvia había traído un frío incómodo. Pero no llegaba a ser el frío de Sachsenhausen. Ella no había vuelto a sentir nunca más ese frío intenso. Se recordaba abrigadísima: campera y botas para nieve, dos pares de medias, una térmica; can can, calza, pantalón, gorro y bufanda. Nada había sido suficiente. El frío calaba, picaba los huesos con paciencia, sin apuro.

Volvió a escuchar la voz de la audioguía que había alquilado en un español original. El relator ubicaba y recuperaba los testimonios. Ella hubiese muerto congelada el primer día. Intentó pensar cómo se sobrevive al frío, al maltrato, a la deshumanización, al hambre, a la soledad absoluta, a no saber dónde están los tuyos, si es que están vivos. ¿Cómo se sobrevive rodeada de muerte? ¿Cómo vivir en medio de una epidemia devastadora y no ser exterminada?

Por la calle pasó alguien cantando en bicicleta, a los gritos, abajo de la molesta lluvia: "El presente es lo único que tengo/ El presente es lo único que hay/ Quién nos dice que la vida nos dará el tiempo necesario". Julieta Venegas, el video, la canción. La guerra "recordando" la vida. El contraste, la ilusión pedagógica de recordarnos la vida en los extremos, en el momento final. La vida sin ropa, desnuda, rasguñando para no irse, a la intemperie, pidiendo un hueco, un espacio mínimo para recostarte, tomar fuerzas y volver a hacerle frente a la muerte.

Se recordó bajando al paredón de la muerte, sola, en el silencio inmenso de los cuerpos que habían estado allí pero que ya no estaban. Apoyarse en la pared y llorar hasta casi secarse. Llorar aliviada por haber llegado tarde a esa parte de la historia o por vivir recordando para no ser parte de una humanidad que repite vorazmente y sin pudor, la atrocidad. Pensó en los suyos, en qué estarían haciendo en ese momento, si del otro lado del mar estaban almorzando, trabajando, discutiendo. Si se acordaban de vivir.

Una planta guacha la acercó al presente, un domingo, un fin de semana atrás, en un casa infinita, lejos de la ciudad. El cielo de brocato verde, los cuerpos al sol, espaciados en la distancia exacta que marca el afecto. La caricia tímida del viento sobre las hojas de los árboles. El murmullo de una pareja besándose cerca. La perra saltando los cuerpos, acurrucándose al sol. Él confesándole un secreto: "la lengua del viento, como el presente, nunca dice lo mismo. Siempre dice otra cosa".

 

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