Las pruebas no hablan: sollozan por sí mismas

“Desde chica, siempre he compartido con amigos curiosidades como, por dar un ejemplo, que los conejos no pueden vomitar; hasta que me di cuenta que era una forma espantosa de entretener a personas en fiestas. Entonces comencé a compartirlas online”, relata la autora y dibujante Brooke Barker sobre la génesis de Lamentables datos animales, breviario ilustrado sobre el reino animal que reúne los infortunios -por muchos desconocidos- que padecen animalillos por doquier. “Asumimos que están felices de vivir en la naturaleza, de volar y nadar, pero es un poco gracioso enterarse que tal vez tengan vidas tan complicadas como las nuestras”, ofrece la muchacha oriunda de Pittsburgh, Estados Unidos, que ha publicado su propuesta en formato libro con tanto éxito que ya ha sido traducido a distintos idiomas, editado en diferentes países (en Argentina, vía editorial Planeta Cómic). Pasadas por pátinas de melancolía y de humor, las sustanciosas páginas de Barker reúnen “trivia triste sobre cantidad de animales del planeta Tierra, desde peces a reptiles a cetáceos (mamíferos marinos) y pinnípedos (una palabra sofisticada para referirse a las focas y sus primos)”, conforme introduce la artista en sus hojas. Para luego iniciar su vasto gotear de datos lamentables, emparejados con la posible reacción del bicho en cuestión. “Las víboras tienen sensores de calor en su boca”, escribe Brooke; y su serpiente remata “pero nadie va a besarme jamás”. “Las salamandras de fuego se comen a sus hermanos”, anota; y el anfibio confiesa “ser hijo único tiene un dejo muy amargo”. “Los gatos no pueden percibir el sabor dulce”, ofrece; y el micifuz pide “cuéntame más acerca de ese helado del que tanto hablan”. “Hay animales que se comen sus propias colas, que no pueden reconocer su cara en los espejos, que se obligan a sí mismos llorar”, recuenta la artista, y agrega: “todo el mundo está al tanto de que los chanchos son rosados y tienen colas rizadas, pero ¿sabías que no pueden ver el cielo? ¿O que los pulpos no tienen amigos, las medusas no tienen corazón y las cebras no pueden quedarse dormidas si están solas?”. Un bajón, la verdad…

Chapa patente neoyorkina, bajo la lupa

Hasta mañana, lunes 2 de septiembre, tienen los residentes de Nueva York la no especialmente grata tarea de elegir entre un manojo de diseños que impactarán en sus calles los venideros años. Y es que en los vecinos ha recaído la labor de decantarse por uno de los cinco posibles reemplazos para las patentes de autos que reemplazarán la placa actual, a las que las une: el fin -obvio es decirlo- de identificar, una paleta mínima (en amarillo, azul, blanco) y el hecho objetivo de no ser muy bonitas que digamos… “Solo un voto por persona”, es el disclaimer que arrojan las autoridades pertinentes al electorado, aunque -de cara a las alternativas en carta- difícilmente alguien se muera de ganas por participar. Después de todo, conforme advierten voces críticas, “si NY representa para muchos un vértice global de arte y cultura, esta última competencia creativa se ha quedado corta, cortísima para su fama global”. Independientemente del artisteo (o la faltad de, en este caso), muchos le han echado la bronca al gobernador Andrew Cuomo porque, de los cinco diseños, cuatro presentan a la Estatua de la Libertad. Y para los que no son fanáticos de Lady Liberty, ni patente con el Brooklyn Bridge ni con el Empire State Building, íconos de NY. No, no: la (única) alternativa es el puente Mario Cuomo, bautizado por Andrew en honor a su papá, exgobernador. Chantada aparte, tampoco ha caído en gracia que, escudado tras vagas razones tecnológicas que no han convencido a nadie, el funcionario dijese que a partir de abril 2020, las patentes con más de 10 años tendrán que ser cambiadas obligatoriamente por la nueva versión. Ardid para juntar platita, según sus detractores, que ven con malos ojos que la patente feúcha cueste 25 dólares (más 20 extra, de querer mantener la persona el número anterior). Si al menos fuesen bonitas, pero ni siquiera, qué va.

¿Es, no es, se hace…?

De Bielefeld, al noroeste de Alemania, se halaga su gran estilo urbano que convive armónicamente con tranquilísima vida rural; se destaca su pintoresco distrito histórico que data del siglo de su fundación (el 9 para más precisiones); se echan loas a sus numerosos parques y zonas verdes, a sus castillos, a sus fuertes medievales, a su reputada universidad. Viven allí a razón de 340 mil personas, y la urbe es hogar de unos de los mayores productores de alimentos del país teutón (Dr. Oetker). En Bielefeld, nació el cineasta expresionista Friedrich Wilhelm Murnau, aka el papá de Nosferatu, y el escritor y jurista Bernhard Schlink, autor de la exitosa novela El lector. Así y todo, desde hace exactamente 25 años, existe una teoría conspirativa que remacha y remacha que la ciudad no existe, es una farsa, pura ficción. Aún más: hipotetiza el viejo chiste -que se originó cual temprano meme de internet, en 1994- que todo el país finge que la ciudad sí es real ¡Incluida Angela Merkel!, que añitos atrás, en un discurso en Berlín, contó que había visitado Bielefeld, rematando el comentario al son de “Entonces sí existe; bueno, al menos, es la impresión que estuve estando allá”. A modo de génesis, vale decir que la broma la inició un tal Achim Held, a la sazón estudiante de informática, que en una fiesta en la ciudad portuaria de Kiel, se topó con un muchacho de Bielefeld, sitio que él desconocía. Preguntó a otros amigos si sabían del lugar, pero nada: ni noticias. Al día siguiente, publicó el muchacho un breve mensaje online: “¿Bielefeld? No existe tal cosa”, y se desencadenó la viralidad (con menos alcance que la actual, sobra decir, siendo 1994). El chiste devino rumor; el rumor, leyenda urbana. Y dado que la mayoría de los consultados respondían negativamente a dos preguntas bobaliconas (¿Alguna vez estuviste ahí o conocés a alguien que sí haya estado?), se desencadenó la teoría conspirativa de que, en verdad, la ciudad era una patraña creada por la CIA o, cómo no, por alienígenas. Blanco de una broma nacional que no pareciera mermar, no siempre los vecinos del lugar se tomaron a bienes ser target inoxidable de un chiste absurdo por demás. Al menos, hasta ahora, que el mismísimo Bielefeld se ha unido a la joda, y celebrando el 25 aniversario del nacimiento de la leyenda, ha anunciado un (aún más absurdo) concurso, a tono con la sinrazón: ofrecen las autoridades del sitio 1 millón de euros a quien demuestre con evidencia inapelable que la ciudad no es real. Dicen estar 99,9 por ciento seguros de ser capaces de rebatir cualquier prueba que presenten los alemanes mayores de edad (tales son las condiciones para participar), y enterrar así, de una buena vez, tan pava teoría. Con todo, a esta altura de la bizarreada, quién sabe qué pueda pasar…