La noche del 13 de junio de 2018, horas antes de que el proyecto de legalización del aborto recibiera media sanción en la Cámara de Diputados, Juan Solanas decidió salir a la calle con su cámara y filmar. Fue un impulso, todavía no sabía en qué dirección, pero sí que había algo que se debía registrar. El trabajo de registro del movimiento de mujeres en las calles de Buenos Aires continuó durante varios meses, hasta la votación en Senadores en agosto y después; eventualmente se completó con testimonios de varias de las caras visibles en la lucha por la legalización, como la investigadora Dora Barrancos, la escritora Claudia Piñeiro, la periodista Mariana Carbajal, la actriz Muriel Santa Ana y Martha Rosenberg, integrante y pionera de la Campaña por el Derecho al Aborto Legal, Seguro y Gratuito. Estrenado en la última edición de Cannes, Que sea ley acompaña la lucha por la legalización del aborto en las calles y reproduce, muy resumidamente, lo que fueron los debates en las cámaras de diputados y senadores, con testimonios como el de Silvia Lospennato, Pino Solanas o Silvia Elías de Pérez. A esto se agregan las voces de curas a favor de la legalización del aborto y del derecho de las mujeres a decidir, o de médicos como el obstetra Mario Sebastiani. Este es el tercer largometraje de Juan Solanas, hijo de Pino Solanas, quien se crió en Francia, actualmente vive en Uruguay, y concibió Que sea ley como un medio para dar a conocer la lucha del movimiento feminista por el aborto legal a otra escala.

Para las que vivimos de cerca todo el proceso, Que sea ley ofrece algo así como un repaso muy comprimido de lo que fue el 2018, sostenido muy fuertemente en lo emocional. Se trata de un documental militante y de propaganda, como bien dijo su director; también hay argumentos, por supuesto, y son los mismos que sustentaron los votos a favor de la ley de la mayoría de lxs políticxs: que el aborto existe de modo clandestino, que eso pone en riesgo la vida de miles de mujeres, especialmente las de bajos recursos, que no se trata de un tema moral o de un asunto de creencias sino de salud pública. Del otro lado, en los testimonios de los representantes de los pañuelos celestes y "Salvemos las dos vidas", lo que se escucha, como se escuchó durante meses, es la ignorancia, la imprecisión, el chapuceo. Pero no basta, como no bastó el año pasado, con demostrar lo poco que se sustentan las opiniones de los antiderechos, cuando la votación final en Senadores demostró que hay una profunda interconexión entre religión y política que excede el voluntarismo de los que cargan una virgen o un bebé gigante en una marcha. Que sea ley no ahonda en las razones por las cuales el proyecto de ley no se aprobó en Senadores; sí ofrece, en cambio, una mirada valiosa de lo que ocurre en el interior del país, y de la distancia insalvable entre esos cuerpos de mujeres que murieron víctimas de un aborto casero, o de la desatención criminal en centros de salud pública, y los discursos que desde el Congreso pretenden decidir sobre la vida o la muerte de esas mujeres, el destino de sus familias, de lxs hijxs que dejan.

Efectivamente, Juan Solanas no se limitó a registar la militancia en Buenos Aires: hizo 4000 kilómetros a través del país para recoger los testimonios de las víctimas de la clandestinización del aborto, cuyo denominador común es la pobreza y la falta de recursos. Allí están los padres e hijes de Ana María Acevedo, que murió en Santa Fe en el 2007 de una manera atroz: tenía cáncer maxilar que no se trató porque estaba embarazada. La familia pidió un aborto terapéutico, que estaba contemplado por ley, pero desde el hospital nunca lo autorizaron. En lugar de eso esperaron a que el embarazo estuviera avanzado y alrededor de la semana 22 le practicaron una cesárea. El bebé de Ana María sobrevivió 24 horas, ella murió unas semanas después. Los tres hijos de Ana María Acevedo crecen sin madre, y los médicos que intervinieron en el caso están procesados. Norma Cuevas, su madre, es la que lleva adelante el relato y en un momento se alcanza a ver detrás de ella una foto de la hija, tendida en una camilla de hospital, con la cara hinchada a más no poder. Toda la monstruosidad de un sistema de salud que somete a las mujeres a semejantes torturas por motivos religiosos, incluso incumpliendo la ley, se pone de manifiesto en esa imagen.

También aparece, entre sombras, Belén, la chica que pasó tres años presa porque en 2014 llegó a un hospital de San Miguel de Tucumán con un aborto espontáneo en curso y se la acusó de homicidio. A Belén la condenaron a 8 años de prisión y, aunque fue liberada, la manera en que se quiebra frente a la cámara habla de una vida interrumpida por una experiencia que dejó huellas, entre ellas la de soñar con el momento en que se despertó en una camilla rodeada de policías que miraban sus partes íntimas, como cuenta. La historia de Liliana Herrera forma parte de la misma lógica pero ella no está para contarla, lo hace una pariente suya: el año pasado, poco antes de que la Cámara de Senadores decidiera que se seguiría penalizando a las mujeres que abortan, Liliana llegó a un hospital de Santiago del Estero con una infección muy avanzada, muerta de dolor, pero tuvo que esperar toda la noche para que se le realizara una histerectomía al día siguiente, cuando ya era tarde. Murió como consecuencia de esa infección. Tenía dos hijas y una hermana mayor que había muerto en condiciones similares. La violencia extrema sobre el cuerpo de las mujeres aparece en otros testimonios donde, por ejemplo, un médico reconoce la formación punitivista que recibió durante su carrera en relación al aborto, o donde varias mujeres repiten historias similares en cuanto a cómo se las juzga moralmente, se las censura y maltrata física y psicológicamente cuando llegan a un hospital con un embarazo en curso: salvarles la vida está en segundo plano, lo primero es castigar. Que sea ley le pone cuerpos y rostros a relatos que de otro modo son noticias en el diario, casos, ejemplos sobre los que otrxs, desde situaciones privilegiadas, opinan y legislan.