“Estoy estable, calmo, listo para hacer mi trabajo en la medida de mis posibilidades. Seguiré calmo. Seguiré enfocado”. El mayor Roy McBride repetirá con variaciones la autoevaluación psicológica –casi un mantra de autoconvencimiento– antes de que un complejo sistema de medición de las variables biológicas y psíquicas le dé luz verde para proseguir con la misión. El desafío es gigantesco: viajar hacia los confines del Sistema Solar, cerca del ámbito de influencia del planeta Neptuno, y encontrar al posible responsable de una serie de reacciones de antimateria que amenazan con destruir el equilibrio planetario y, por ende, la vida terrestre tal y como la conocemos. El principal sospechoso de esas alteraciones cósmicas no es otro que su propio padre, una leyenda de los viajes espaciales a quien se había dado por perdido veinte años atrás, luego de perder contacto con el Proyecto Lima, un navío destinado a encontrar señales de vida inteligente en los confines del universo. El viaje hacia las estrellas (“Ad Astra” en latín”) no se avizora ni manso ni sencillo y tendrá dos escalas, una en la Luna y otra en Marte, pero será la travesía interna del astronauta McBride, aquella que ocurre dentro de su cuerpo, su mente y su complejo de emociones, la que interpondrá la mayor cantidad de escollos y retos. El nuevo largometraje del neoyorquino James Gray acaba de estrenarse en el Festival de Venecia y llegará a las pantallas comerciales de todo el mundo, incluidas las de nuestro país, dentro de diez días. No se trata de una típica película de aventuras espaciales al uso, con sables láser y saltos cuánticos hacia otra galaxias. Por el contrario, en su ADN narrativo pueden hallarse rasgos de la ciencia ficción literaria más pura y dura y filiaciones con dos naves nodrizas del sci-fi cinematográfico: 2001, odisea del espacio, de Stanley Kubrick, y Solaris, de Andrei Tarkovsky. A pesar de ello, el director de Los dueños de la noche y Sueños de libertad entrelaza los aspectos más introspectivos y trascendentales de su última película con las excitantes posibilidades de la acción física, ya sea una caída libre desde los límites de la atmósfera o una persecución a campo traviesa sobre la superficie lunar.

Nada nuevo bajo el sol y las estrellas, considerando que su film inmediatamente anterior, La ciudad perdida de Z, operaba de manera similar –aunque firmemente enraizada en nuestro planeta– a la hora de narrar los diversos viajes por el Amazonas del aventurero y científico británico Percy Fawcet. El viaje como descubrimiento y mutación, la odisea como espejo de miedos y anhelos, el Más Allá geográfico y espacial como lugar de encuentro de los límites humanos. Ad Astra comienza con un prólogo diseñado para el asombro: McBride (un Brad Pitt que continúa en la senda de la madurez actoral), con su traje y escafandra espaciales recubriendo la totalidad de su cuerpo, trabaja sobre uno de los pilares de una gigantesca torre que se asoma sobre las capas más altas de la estratósfera. El primer evento cósmico con visos de desastre, origen a su vez del viaje ulterior hacia Neptuno, genera una serie de accidentes en cadena y tanto él como otros compañeros de la particular estación terráquea-espacial son lanzados al vacío e irremediablemente succionados por la atracción gravitatoria. Gray decide comenzar su cuento con una de esas secuencias tan fantásticas como atadas a la posibilidad de los hechos científicos, un poco a la manera de la reciente biopic sobre Neil Armstrong El primer hombre en la Luna, de Damien Chazelle. Aquí, sin embargo, no hay hechos reales como origen del relato, por una razón muy sencilla: la historia transcurre en el futuro. Un futuro que la película intenta, por todos los medios a su alcance, transformar en plausible. En palabras del propio Gray, en conversación con la revista británica Sight & Sound, “lo que intenté hacer, básicamente, fue decir ‘Ok, el futuro cercano no es ni distópico ni utópico. Es ambas cosas’. El futuro, en una película, es simplemente un medio de expresar el presente. Alguna gente, cuando se acerca a la ciencia ficción, se pregunta qué ocurrirá en el futuro. ¿Vamos a manejar autos como George Jetson? O cosas por el estilo. Mi punto de vista es que siempre se trata de una metáfora extendida del presente. Cuando comenzamos a crear esta película, le propuse al equipo que observara todo lo que forma parte del presente e intentara llevarlo unos cincuenta años hacia adelante”.

Gabinetes espaciales

El proceso de producción de Ad Astra, cuyo guion está acreditado al propio Gray y al casi debutante Ethan Gross, no fue nada sencillo. Una serie de artículos publicados a finales del año pasado, en medios especializados dedicados a observar los movimientos de la industria cinematográfica estadounidense, daban cuenta de que la fecha original de finalización del montaje –cercana a mayo de 2019, justo antes del Festival de Cannes– difícilmente iba a ser cumplida. La complejidad de los efectos especiales llevó más tiempo del esperado, una de las causas principales del retraso final, pero la absorción de la empresa productora, 20th Century Fox, por parte del gigante Disney sumó una complicación más a un producto que está a años luz del típico producto diseñado para el entretenimiento familiar. ¿Cómo “vender” una odisea espacial sin monstruos, batallas galácticas ni princesas en peligro? ¿Cómo atraer a un público deseoso de emociones de impacto y escenas de acción constantes hacia un largometraje cuyo tema principal es la travesía por los extensos trechos estelares como metáfora de la relación distante entre un padre y un hijo? En aquel momento de incertidumbre, algunos meses atrás, Gray declaró que era imposible “hacer una película de Ingmar Bergman de 80 millones de dólares” en el contexto del Hollywood actual y que se hacía necesario “abrazar aquello que la audiencia necesita como carnada, el recubrimiento de azúcar de la píldora”. De allí esa escena inicial en caída libre, ostensiblemente destacada en los trailers. En Venecia, donde el film tuvo finalmente su lanzamiento mundial –con un recibimiento por parte de la crítica dividido entre la exaltación, con más de un “obra maestra” esculpido en letras de molde, y las decepciones ligeras –, Brad Pitt declaró que había sido la película que más desafíos le había planteado en toda su carrera. La expresión, sin dudas hiperbólica, tiene un origen posible en la compleja encarnación de su criatura. “La historia es tan delicada”, describió el actor frente a un nutrido grupo de periodistas, “que cualquier uso fuera de lugar de la banda de sonido o de la voz en off podría haber llevado la cosa a un lugar de exceso y obviedad. Fue un esfuerzo constante el hecho de tratar de mantener ese balance y que la historia se desarrollara de una manera sutil y delicada”.

Clifford McBride, Papá McBride, el astronauta encallado en algún lugar de la órbita de Neptuno, es un prócer de los viajes espaciales, como le recuerdan a su hijo todas las personas que se cruzan en su camino. El encargado de darle vida, a través de una serie de grabaciones del pasado, restos de la bitácora de viaje antes del naufragio, es otra leyenda, pero del cine: Tommy Lee Jones. No es el único veterano de la pantalla en compartir escenas con Brad Pitt. Donald Sutherland interpreta a un coronel y viejo amigo de McBride padre, portador de consuelo pero también de ansiedades, veedor de protocolos y custodio del secreto sumario de la misión. Roy repite que está calmo y en control por enésima vez antes de subirse al cohete que lo trasladará a la Luna, una travesía comercial tan estandarizada como el vuelo de Pan Am en la película de Kubrick. Para James Gray “la exploración es de gran valor. Además, las sociedades sobreviven y prosperan gracias a los mitos colectivos, y eso es algo que no se puede negar. El aspecto aspiracional del viaje a la Luna de 1969 fue tremendamente importante para el mito nacional y eso tiene un gran valor. El problema es que no puede verse como panacea, incluso aunque sea relevante, porque la construcción de esos mitos tiene un límite. En el comienzo de Las sirenas de Titán, Kurt Vonnegut escribe que el hombre se lanzó hacia el cosmos y que lo único que halló fue espacios desiertos, comedia de bajo nivel, un vacío sin sentido, y que la verdadera terra incognita es el alma humana, algo que me pareció hermoso cuando lo leí. Lo que deseo hacer con la película es ciencia ficción que no dependa de la idea del mito de los dioses, sino del mito del hombre”. Esa es la delgada cornisa sobre la cual camina la historia central de Ad Astra. Al eliminar de la ecuación la posibilidad de la trascendencia religiosa o espiritual y la chispa de la evolución psíquica, y concentrar todas las armas en un buceo por las emociones humanas, Gray parece trastabillar un par de veces con la trivialidad y la cursilería, elementos que vuelven con fuerza en la coda final, luego de llegar al mojón más extremo de su viaje interplanetario. “¿Cuánto necesita viajar un hombre para (re)encontrarse a sí mismo y (re)plantearse si aquello más cercano no era acaso lo más importante?”, parece ser una de las preguntas centrales que movieron a Gray a la hora de disponer las fichas en el tablero de juego.

La presencia de Edipo

La belleza, de todas formas, está presente y de maneras muy diversas. Hay en Ad Astra dos o tres escenas inolvidables: el comienzo, ya citado, la persecución sobre coches lunares cerca del punto en el cual el satélite natural de la Tierra deja de recibir la luz solar, la más inesperada y peligrosa de las presencias luego de abordar una nave que ha pedido auxilio en el espacio, el ballet que vuelve a enlazar el cordón umbilical con la manguera de oxígeno del traje espacial, aunque aquí no haya bebés flotando en líquido amniótico estelar. Lo simbólico en el cine de James Gray nunca es icónico, en el sentido más visual de la palabra, aunque la presencia de Edipo se siente en la piel desde el primer hasta el último minuto de proyección. “Las cosas no están bajo el control de nuestro héroe”, describió el realizador en la entrevista ya mencionada. “La lucha, la deriva, la fuerza del destino, del caos y del estado del mundo –en este caso, el universo–, todo eso está fuera del control del protagonista. Mi punto de vista filosófico es que, a pesar de que la raza humana tiende hacia el progreso, nuestra mirada y actitudes, incluso la cosmovisión, no ha cambiado demasiado en los últimos dos siglos. Estamos cableados de una manera determinada y creo que, a pesar del progreso, siempre está presente una serie de impulsos casi atávicos”. Y hacia allí va el Mayor Roy McBride, en busca de ese padre que lo abandonó mucho tiempo atrás, posible punto de origen de las soledades y frialdades emocionales que surcan la superficie del alma del astronauta. Hacía allí va, en busca de esa figura legendaria que podría estar escondiéndose en algún lugar secreto del espacio, en el corazón de las tinieblas azules de la órbita neptuniana, como ya lo había hecho el coronel Kurtz, primero en el papel y luego en la pantalla. Es allí, por vía del relato de Conrad y su célebre adaptación cinematográfica, que Gray regresa al territorio de la exploración (en busca de una ciudad mitológica o de un hombre ídem, da lo mismo) como primer trazo de la cartografía de las emociones humanas. Ad Astra es un drama cósmico de descubrimiento, una película de ciencia ficción que alterna lo minúsculo con lo infinito y una aventura sobre la soledad y la alienación del ser humano. Sólo cuando el mayor Roy pierda el control que se ha impuesto como continuación de un legado cuyo peso es inconmensurable, infinito, recién entonces comenzará a encontrarse con aquello que desconocía poseer o que había olvidado por completo.