Desde la perspectiva que ofrece la sociología urbana, las travestis son sobrevivientes itinerantes, desplazadas perpetuas, empujadas desde el centro hacia los márgenes de la ciudad animal. “A diferencia de los vecinos que ven la vereda como una extensión de su propiedad y se sienten con autoridad para decidir sobre el barrio; ellas necesitan el espacio público como escenario laboral, en un contexto nacional que no les brinda oportunidades”, señala Martín Boy, doctor en Ciencias Sociales (UBA) e investigador del Conicet. Y continúa: “La primera institución que las expulsa es la familia, luego la escuela. La segregación las empuja a migrar hacia las grandes ciudades a una edad temprana”, dice. No obstante, “como Buenos Aires no es ningún paraíso”, tejen redes en que las más experimentadas les explican a las novatas cómo sobrevivir. De manera repentina, las vulnerabilidades se acumulan de manera acelerada; a las primeras experiencias de sexo se suma el consumo prematuro de sustancias peligrosas y la negligencia de un Estado que, en todos sus niveles, las acorrala mediante vías explícitas y no tanto.

La oferta de sexo callejera constituye un conflicto urbano que las enfrenta contra los “vecinos legítimos”. Un caso paradigmático, a mediados de la década de los 90’, se desencadenó en Palermo. “Donde –paradójicamente– hoy se halla el Polo científico-tecnológico y el edificio del Conicet (calle Godoy Cruz al 2000), décadas atrás se ubicaban las travestis. En 2005 fueron desplazadas hacia los bosques por iniciativa de los vecinos que impulsaron la sanción de una norma que preveía que su actividad debía realizarse como mínimo a 200 metros de viviendas, establecimientos educativos o templos. Aunque no era el único barrio en el que se ofertaba sexo –ya que en Constitución, Once y Flores también sucedía– solo los habitantes que residían en la zona lograron desplazarlas. Administrar las distancias termina siendo un privilegio de clase. No cualquier grupo logra la expulsión”, explica Boy. ¿Por qué? Porque la capacidad de lobby y la red de contactos que tienen, por su nivel socioeconómico, es mucho mayor para incidir en la agenda política. En definitiva, gente de clase media y media-alta que reunía el capital simbólico suficiente y se autodenominó bajo el nombre de “Vecinos sensibles”.

“Siempre me interesó estudiar cómo el género y la sexualidad construyen ciudad. La oferta de sexo puede explorarse muy bien desde la perspectiva del conflicto urbano que establece qué usos del espacio público son legítimos y cuáles no lo son”, ensaya. Durante el período, este Investigador del Conicet también advierte cómo los medios masivos se hicieron eco del asunto y se produjeron audiencias públicas que visibilizaban a los palermitanos indignados. Incluso, no faltó la misa de Héctor Aguer, arzobispo de La Plata, que pretendía defender “las buenas costumbres, la moral familiar y la inocencia de los hijos”.

En el campo donde Boy se especializa, este fenómeno se denomina “gentrificación” y permite entender cómo el mercado inmobiliario avanza –con acción u omisión del Estado– y acompaña el desplazamiento de algunos grupos mientras que sostiene a otros. El conflicto es constitutivo de las ciudades; implica un rasgo inherente de las coreografías urbanas que, lejos de constituir una foto, más bien se parecen a una película. “Cuando se reformó el Código Contravencional los vecinos solicitaron mano dura. Sin embargo, en la práctica, en vez de arrestarlas los policías preferían cobrar la coima. Entonces, como no se solucionaba el ‘problema’, empujaron tanto la situación que desencadenó finalmente en la creación de una zona roja al año siguiente”, narra.

Al mudarlas, el primer lugar escogido fue el Rosedal. Sin embargo, allí tampoco estarían tranquilas. Un funcionario de Jorge Telerman, por aquel entonces Jefe de Gobierno Porteño (2006-2007), gestionó una ordenanza alegando que se trataba de un espacio para la familia, el deporte y el turismo. Por lo tanto, también se tornaba incompatible con la oferta de sexo. Como resultado, se concluyó que el mejor lugar para ellas sería la Plaza Florencio Sánchez, entre el Lawn Tennis y GEBA (Gimnasia y Esgrima de Buenos Aires). “Aquí también hubo resistencias. Pese a que no había vecinos, ambos clubes se opusieron. Sin embargo, un juez dictaminó que la normativa no incluía a los clubes deportivos por lo que las travestis podían quedarse y realizar su trabajo allí”, comenta. Esa fue la última batalla, aunque la contienda sigue abierta. El año pasado, durante los Juegos Olímpicos de la Juventud, la infraestructura se planificó justo en aquel sector y las mudaron transitoriamente a unas cuadras. Lejos de la vista, de la moral y de las buenas costumbres.

La posibilidad de ejercer su trabajo no es el único derecho cercenado. Desde la Universidad Nacional de José C. Paz, Boy también indaga sobre las condiciones de acceso a la salud, tras la aprobación de la Ley de Identidad de Género de 2012. “José C. Paz corresponde al tercer cordón del conurbano; allí se advierte muy bien cómo la desigualdad se expresa a partir de las distancias geográficas. Como los profesionales de la salud no están preparados para atenderlas de manera digna tal cual estipula la legislación vigente, deben trasladarse hasta la Ciudad de Buenos Aires y tardan unas dos horas”, advierte. Los itinerarios terapéuticos, describe, “se vuelven tortuosos”, por eso, como los desplazamientos hacia los centros urbanos consumen dinero y tiempo emergen las prácticas de automedicación. La imposibilidad de tratar a las personas de acuerdo a su autopercepción se experimenta como violencia. Una mirada farmacológica y biologicista que continúa siendo hegemónica y que olvida que detrás de los diagnósticos hay personas.

Martín Boy vivió una experiencia estimulante en Montevideo. Antes de cruzar el charco estaba motivado porque sabía que aquello que en Argentina se concebía como prostitución, en Uruguay se definía como trabajo sexual y estaba legalizado. “Se trata de un marco normativo tan distinto que le da otro condimento al conflicto; al ser legal la policía no puede intervenir. Participé de debates que reunían a representantes de diversos espacios entre vecinos que querían expulsarlas, funcionarios que mediaban y trans que reclamaban su derecho a trabajar; y pude proponer ideas que fueron tomadas”, subraya. Así, a partir de su moción, las reuniones dejaron de hacerse durante el día y en la Secretaría de Diversidad. Las trans trabajan de noche y, como si fuera poco, su relación con el Estado, históricamente, había sido conflictiva. “Las empezamos a hacer en el barrio y nunca hubo tanta convocatoria. Debíamos convencerlas, darles confianza, seducirlas”, argumenta.

Ello se complementó mediante encuentros periódicos con funcionarios y vecinos hasta que un día fueron convocados todos los sectores. “Venía de la experiencia de Buenos Aires donde se armaban intercambios fuertes; en Uruguay no fue tan así. De hecho, se regalaron humor e, incluso, hubo manifestaciones de ternura. Cada grupo sabía mucho del otro: ‘Vos sos el vecino que pasea la perra viejita todas las mañanas’; “Vos sos la señora que llega de trabajar por las noches con la camioneta gris”; ‘Vos sos la trans que una noche aprendía a andar en bici y festejaba con los brazos en alto”, recuerda Boy. El diálogo modificó el pulso de la negociación y el consenso dio como resultado tres propuestas: la colocación de cestos especiales para que pudieran arrojar sus preservativos usados, el empleo de baños químicos para que hicieran sus necesidades y la construcción de garitas para que se cubrieran cuando lloviese. A pesar de que, después de algún tiempo, el proyecto se truncó el proceso de coparticipación “representa un paso enorme hacia adelante”. Las historias de la desdicha no deben clausurar los logros conseguidos, ya que también existen familias que se organizan para luchar por los derechos de sus hijos e hijas. Y la ciencia también está ahí, para documentar y para aportar lo suyo en esto.

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