Se reconocen trabajadores excluidos, un nombre que eligen y los pone en un mapa incómodo. "No tenemos educación pero tenemos respeto", dice Kini, mientras habla de las veces que les cierran las puertas cuando van a pedir a la ciudad. A la municipalidad también, la que tiene el poder y de la que siguen esperando ayuda.

A 100 de ellos el Gobierno municipal capitalino les cambió obligadamente los carros por motocargas. No era lo que esperaban y reniegan sobre lo que perdieron con la imposición del cambio. Conformarse o agradecer no va a sacarlos de donde siguen estando. Ahora, desde hace poco más de un año, los carreros también ocupan el tiempo en ollas populares por cuatro barrios que eligieron entre la necesidad que encuentran mientras recorren los márgenes.

Cuatro ollas por mes, todos los lunes, desde la mañana ellos y al mediodía con la gente que se acerca con fuentes, tapers, envases vacíos de helados, jarras, botellones, bidones cortados, fuentones.

Uno de esos lunes es en una esquina entre el barrio y el asentamiento Santa Mónica. La comunidad es una manera de vivir y sobrevivir y los carreros son mayoría en el Movimiento de Trabajadores Excluídos (MTE) que convoca a la olla. Forjados en la calle, heredaron el oficio de padres y abuelas, en familias que se volvieron militancias, en las que se criaron y compartieron.

La comunidad los mueve y contagia. La cocina se arma sobre un fuego de tarimas y ramas, de troncos encontrados, dos ollas de 100 litros se revuelven con remos, casi siempre llena con guisos con legumbres, con carne, verduras y arroz. La tercera es para el postre y huele a leche, azúcar quemada, arroz y canela.

"Recaudamos fondos para poder comprar lo que se necesita", dice Elsa Vizcarra, 11 hijos, heredera, madre y abuela de carreros. Sonríe, organiza, ordena a media voz y entiende que una porción para muchos lleva dos cucharones de los más generosos.

Elsa está al frente de las ollas en Santa Mónica donde cada lunes reparten almuerzo para unas 200 personas. "De cualquier lado vienen a retirar. No hay condición. El que viene puede llevarse su plato de comida", cuenta Kini Fernández, cuerpo de oso. "Cada vez hay más necesidad, más hambre. Desde temprano hay gente haciendo cola. Nosotros llegamos a las ocho y media y desde las nueve ya hay gente esperando. La necesidad obliga".

Nada se pregunta y nada se explica. El silencio es otro nombre del respeto entre iguales que se cuidan. "Como somos carreros, lo hemos sufrido y pasamos muchas necesidades. A los 11 los crié con el carro", sigue Elsa. "Fue una idea de nosotros", pronuncia y cuando llena los cuencos que le acercan no hay un solo gesto que espere agradecimiento porque después del hambre, dar de comer ya no puede ser un intercambio.

No queda otra

La vaquita para las ollas se arma con lo que se junta cada semana con la venta de comida en el barrio 9 de Julio. Lo recaudado va primero a la carne, el resto para lo demás. Son unos siete mil pesos cada lunes y cada lunes alcanzan para menos. "El gobierno no nos da nada", dice Kini. "No nos queda otra. Hay mucha hambre en Salta capital. Lo que hacemos es a pulmón, nos tenemos que dar un tiempo para ayudar a la gente que lo necesita", sigue el carrero. "No nos queda otra", repite.

Piden pan y no les dan. O les dan poco, porque en la asistencia social colaboran con dos bolsas de 100 pancitos cada una. Un pancito por familia si los que van son 200. Cuando hay más, la olla se multiplica, pero los panes nunca. "¿Cómo le vas a dar un pancito solo a una familia con cinco hijos?" se pregunta Kini, pero es lo que hay, y se comparte.

Militar en la carencia

Desde hace tres años el MTE milita su propia causa, dar de comer a los que tienen hambre, ocupar un lugar en un mercado que los excluye, vivir de lo que hacen. Salta no es linda en la pobreza y los carreros hace mucho tiempo comprobaron que su presencia era parte de lo que nadie quería ver.

"Cada vez que hemos ido a golpear las puertas de la intendencia nos han cerrado las puertas, nunca tienen fondos para nada", se queja Delia. "Nadie quiere venir a recibir un plato de comida. Usted quiere tener un trabajo y darle de comer a su familia", siguen.

Gauchito Gil, Virgen de Urkupiña, Santa Mónica y San Rafael se turnan en el recorrido de las ollas cada mes. Los destinos se eligieron entre "la gente más carenciada", explica Kini y en el gesto resume la dificultad de elegir.

Casi 20 personas ocupan roles distintos cada lunes. "Mucha gente no tiene para cocinar y le puede dar a sus hijos, como yo, que no trabajo y a veces salgo a vender", cuenta Lucía. Tiene tres hijos y su marido perdió las dos piernas en un accidente haciendo albañilería. "Hacé de cuenta que tengo otro hijo más", dice y sonríe.

La venta ambulante, las changas, limpieza, buscar en la basura y salir a vender chatarra. Los almuerzos se buscan en comedores comunitarios, a la noche se cocina cuando hay y es para los chicos.

"Hay días que la gente no tiene y esto es una gran ayuda", dice Ariel, tiene 22 años y vende en la peatonal. Una nena de pocos años lo sigue de cerca mientras carga dos bidones con guiso y arroz con leche. La fila se acorta y las ollas pasan del fuego a la zona de lavado para volver a las motocargas.

No queda pan y sobró guiso para los voluntarios. Hacemos guiso porque llena y rinde. Hacemos guiso por el hambre que hay. "Color, jugo y sabor", canta uno de los que estaba haciendo el fuego y después apagándolo, como si tuviera que venderlo, mientras espera con su fuente en la fila de los que esperan su ración. La olla alcanza hasta que ya no queda, hasta que vuelva a empezar.