Ser extranjero e ir con una cámara fotografiando edificios públicos en el Estados Unidos del macartismo podía traer algunos inconvenientes. Robert Frank lo descubrió por las malas en el estado de Arkansas. “¿Quién es este tal Guggenheim que lo patrocina? Suena extranjero”, le preguntaron, y no había carta de recomendación que los convenciera de lo legítimo de su trabajo. Al final la tradicional revista económica Forbes lo sacó del apuro, cuando pudo mostrar en sus páginas algunos de sus trabajos. Igual, la policía local le pasó al FBI todos sus datos, cosa de que le hicieran un seguimiento apenas cruzara las fronteras estatales.

Lo notable del incidente es que esa obsesión reaccionaria contra presuntos comunistas y sentimientos “anti-americanos” no hizo más que incentivar la mirada crítica del fotógrafo suizo. Así, The Americans, el libro que estaba produciendo dejó de ser sólo un retrato de la norteamerica cotidiana para pasar a ser una mirada crítica de la sociedad que exploraba. Y, de paso, cambió la fotografía documental del siglo XX.

Frank, protagonista de esa historia, falleció hoy martes por la mañana en el pueblo del noroeste canadiense en que se había refugiado de una fama que no le interesaba gran cosa. Tenía 94 años, decenas de miles de fotos en su haber, algunas películas (incluyendo Cocksucker blues, literalmente, “blues chupapija”, un documental en torno a una gira de los Rolling Stones con consumo de drogas y sexo grupal explícitos) y el respeto de la comunidad fotográfica mundial.

Nació en Suiza y agarró la cámara -contaba- para eludir las obligaciones familiares. Concretamente, para no hacerse cargo del negocio que llevaban los de su apellido desde hacía un buen tiempo. Los registros de esos primeros tiempos lo muestran plantando su trípode, algo que dejaría tiempo más tarde, ya instalado en Estados Unidos. De hecho, lo del trípode es curioso porque uno de sus rasgos estilísticos más distintivos como fotógrafo era lo que los especialistas llaman su “gestualidad”. Inclinaba con frecuencia la cámara, por ejemplo. Ese gesto lo separaba del registro aséptico que caracterizaba la fotografía documental de mediados de la década del ’50, cuando con 31 años ganó la beca Guggenheim, se compró un auto usado y se largó por la ruta a retratar Estados Unidos. Y aunque otros ya usaban la sobreexposición, el granulado y una cuota de desenfoque al tomar sus imágenes, Frank hizo de eso más que un estilo. Los convirtió en elementos indispensables para decir sobre aquello que fotografiaba.

Desde luego, The Americans fue inicialmente un fracaso. No hubo ni un crítico especializado que rescatara el valor de su obra. Desde lo formal, le criticaban justamente esas supuestas “fallas” técnicas. Algunas podían ser aceptables en la fotografía artística (el surrealismo ya las había usado treinta años antes, por ejemplo), pero de ningún modo entraban en los cánones documentales de la época. Y el contenido, que reflejaba la discriminación, el profundo racismo que persistía en la sociedad norteamericana, las dificultades de integración, los conflictos sociales latentes, tampoco caían muy bien. A diez años del fin de la Segunda Guerra Mundial, con el frente coreano aún fresco en el recuerdo y la Guerra Fría en pleno auge, no había crítica que valiera. La más mínima sombra de duda se pagaba con la acusación de antiamericanismo, o liso y llano comunismo. The Americans fue revalorizado recién una década más tarde, con la aparición de nuevos modos de concebir el arte y la cultura, en sintonía con el auge de distintos movimientos por los derechos civiles.

Los artistas beats adoraban a Frank. Jack Kerouac -¡quién otro!- amó ese trabajo hecho en las carreteras de su país y lo llenó de elogios en un prólogo hermoso. “Tienes ojos”, escribió sobre Frank y debe ser uno de los halagos más sentidos para un fotógrafo de raza. Kerouac mismo lo filmó luego, en algún momento. Y hasta sus últimos días protagonizó documentales en torno a su obra, tan grande fue su influencia. En uno de ellos, Leaving home, coming home: a portrait of Robert Frank, por ejemplo, el suizo aseguraba que “si tenés cabeza para la gente, para los sentimientos, vas a ser un buen fotógrafo”.

En un pasaje de otra entrevista elegía sus trabajos favoritos y mostraba dos escenas diametralmente opuestas. Una tomada en un parque, en la cima de una colina, con dos negros sorprendidos por su presencia y la ciudad de fondo. La otra en un subte o un tranvía, con oficinistas blancos, también sorprendidos. “Soy un intruso en estas, los molesté”, recordaba. Sus colegas, en cambio, recuerdan que si entraban junto a una tienda, enseguida lo perdían de vista. “Tenía una capacidad increíble para mezclarse en el ambiente”, contaban.

Para The Americans tomó más de 28.000 fotos. Usó apenas 83. No sólo las seleccionó cuidadosamente, también las recortó de modo tal que “dijeran” algo por sí mismas, aun si en la edición del libro el texto que las acompañaba estaba reducido a lo mínimo indispensable (y menos también), para que el lector/ espectador pudiera adentrarse en el sentido con sus propias herramientas. Con esas 83 tomas, Frank demostró que la fotografía no sólo debe retratar el mundo, sino que reflejarlo debe ser también decir algo sobre él. Y ser parte.