Un test de alcoholemia positivo allá por 2009 la consolidó oficialmente como “la borracha”. Las 1206 muertes por represión estatal en 1110 días (según la Correpi) no le generaron un nuevo título. Este récord como ministra de seguridad supera las estadísticas de todos los gobiernos democráticos desde Alfonsín. Pero que sus hipotéticos brindis le valgan un estigma que los ciudadanos muertos con un balazo en la espalda no, habla menos de ella que de una sociedad que disfruta del punitivismo a toda escala.

Escala bullying: la señora Bullrich castigada por señora y porque el vino en dama nunca fue chic. Escala violencia de Estado: el grupo de “los otros” que no aplican para timbreo ni entran en la categoría de “vecinos” fueron un slogan de campaña (“pobreza cero”) y ahora son otro (“el que la hace las paga”).

Si la vida en común en Argentina llegara a ser como la ministra sueña –según la resolución 956– las fuerzas de seguridad podrían disparar (¡nos!) sin dar la voz de alto y sin que medie agresión directa previa. Por lo pronto instaló 300 cámaras escaneadoras de rostros en estaciones de trenes y subtes, detectoras de prófugos, con un margen comprobado de error que llega al 80 por ciento, y que responden a una búsqueda facial programada por discípulos de Lombroso.

La inconsciente colectiva

La gestión Bullrich podría resumirse como la ejecución literal de esta cita de Goethe: “los peligros de la vida son infinitos, la seguridad es uno de ellos”. Pero la ministra ofrece mucho más que seguridad. Cumplirle los sueños de exterminio a una ciudadanía devaluada: que sin extranjeros latinoamericanos viviríamos mejor, que la droga la traen y la consumen los otros y que los que protestan en la calle están ocupando el espacio de los que no protestan.

Aunque la oratoria no sea su fuerte y su megalomanía pueda llevarla a usar a su nieto como coartada, sabe escuchar la voz del algoritmo, que es el pueblo (virtual) según Cambiemos. Para esta evangelizadora de la violencia de Estado, la mano dura sería una mano protectora y el gatillo no es fácil, lo que es fácil es el blanco. En la misma semana en que enfrenta los reclamos de una emergencia alimentaria regenteando el vocabulario con “la gente no pasa hambre sino necesidades”, Miguel Angel Pichetto, otro pastor en campaña, reza lo mismo: “puede ser que algunos sectores tengan dificultades, pero no hay hambre en la Argentina”.

Es así. Cuando cotizan en baja las consignas elementales –“profundizar el cambio”, “no volver al pasado” y “defender la República”– la ministra vuelve de su retaguardia donde el mismo algoritmo que la convoca de urgencia, tarde o temprano la termina confinando.

Ahora, por ejemplo, ante los números ingratos de las PASO que desataron una ola de periodismo panqueque, funcionarios arrepentidos y hasta el megacanje de responsabilidades del ex presidente del Banco Central, Federico Sturzenegger, la Bullrich arremete con tuiteos cargados de toneladas de droga incautada (cocaína, y marihuana para ella da lo mismo).

Pero su legado incluye una herida social: la habilitación de un vocabulario de guerra que no circulaba desde el recuperación de la democracia. “Organización criminal”, “cabecillas”, “secuaces”, “sospechosos”, “insurgentes”, “agitadores”, “imputabilidad” volvieron al discurso de sobremesa. La apertura de una timba popular para decidir qué muerte es más muerte, si la de Santiago Maldonado o la de Rafael Nahuel, la de los adolescentes que salieron a andar en auto, el señor que recibió una patada mortal o la del ladrón ejecutado por Chocobar. Sus declaraciones, muchas veces interpretadas como bloopers –“Gendarmería es la institución más valorada, mucho más que la educación pública”– se ejecutan en políticas reaccionarias, como la reposición de la colimba en formato light de “Servicio Cívico Voluntario para reincluir a los jóvenes fuera del circuito educativo y laboral.”

La doctrina no es Chocobar, es Cambiemos

Bullrich representa el brazo armado de una política cultural de alguien que se levanta chinchudo y castiga a la economía del país que no lo votó. Un Presidente que habla de “caer en la educación pública”, una gobernadora que sentencia “nadie que nace en la pobreza llega a la universidad”, un periodista que intenta conquistar a los ahorristas con que el verdadero peligro está en “una mucama, un chofer, un taxista, lo que fuere”. (¡Alerta “lo que fuere”). Narrativa compartida con líderes exterminadores y bocones del mundo, como Bolsonaro, Johnson o Trump, que instalaron una “fake ética” en la que conviven mitos urbanos (la gente que está durmiendo en la calle serían actores de la Cámpora) con la ignorancia más delirante (Bullrich en su cruzada de la limpieza llegó a calificar a Holanda de narcoestado).

¿Quién es Patricia?

Si nos ajustamos al retrato que traza Ricardo Ragendorfer en su flamante biografía Patricia. De la lucha armada a la seguridad podríamos conjeturar que la señora ha llegado a destino. Cambiemos es el espacio ideal para un chambón/a eficiente, sin ideología pero con voluntad. El libro comienza con el bautismo de muerte con el que abrió el gobierno de Macri. Los 42 gendarmes que la Ministra enviaba a Jujuy para apoyar al gobernador Gerardo Morales y desalojar un acampe de la Organización Barrial Tupac Amaru desbarrancaron en el camino. También la ubica tras la oreja de Alberto Nisman presionándolo para que se mande con una denuncia que el mismo fiscal juzgaba inconsistente. La vemos en el exilio chapeando como cuñada de Galimberti en los 70, repetidora de discursos contrarios según la orden recibida y más de una vez. El capítulo final se concentra en el esqueleto su brazo armado: los principales funcionarios de su cartera tienen un CV que incluye secuestros extorsivos, apología de la dictadura, defensa a represores y pensamientos como éste: “Un enemigo no convencional exige protocolos atípicos”.

El autor describe un recorrido que empieza con una prosapia que incluye al general Roca y sigue con puestos varios donde la capacidad para el error resulta inagotable a tal punto que invita a preguntarse... ¿No para nunca? ¿No la para nadie?

Napoleón aconsejaba al respecto: “Nunca interrumpas al enemigo cuando se está equivocando”. Pero Napoleón ya no es buen consejero. Vivía en un imperio, en otras latitudes y pensando siempre en estado de guerra.