Antes de su aparición en un programa de talentos de MTV que lo convirtió, primero, en una pequeña celebridad local y, después, en un referente silencioso y esquivo de los fans de las canciones grabadas en dormitorios a nivel mundial, antes de que gente como Beck, Eels o The Flaming Lips hicieran discos homenajeando sus canciones, antes de que sus dibujos de globos oculares arrancados, frankesteins, boxeadores sin cerebro y ranitas terminaran en el Museo Whitney de Nueva York, y antes de que un documental que buscaba hacer justicia a su obra subterránea ganara en el festival de Sundance, Daniel Johnston era un adolescente luchando con una serie de enfermedades mentales severas, que acababa de mudarse a la ciudad de Austin –algo así como la catedral de los outsiders de Norteamérica– una ciudad que enarbola con orgullo su propio slogan: “mantengan a Austin extraño”.

En el sótano de sus padres, ese chico diagnosticado con esquizofrenia y depresión maníaca, se pasó la juventud, y luego el resto de su vida, tocando canciones en un pianito barato, grabándolas en su radiocasetera, filmando pequeños cortos en Super 8, o dibujando personajes tan coloridos como solitarios que acumuló por torres en un cuarto perpetuamente infantil: rodeado de sus historietas y sus figuritas de Beavis and Butt-head. Alguna vez, Daniel Johnston dijo que su sueño siempre había sido ser dibujante de cómics –cosa que logró en su edad adulta–, mucho antes de pensar en la música como oficio y necesidad, o de saber que esa música podía interesarle alguien realmente. Incluso, interesarle a miles al punto de elevarlo a objeto mesiánico.

A principios de los años 80, en una era primigenia del concepto de low-fi como consigna filosófica, al menos, antes de que fuera algo deseable como estética indie, o apenas un gesto, las canciones de Daniel Johnston deben haber sonado shockeantemente crudas, casi imposibles de escuchar para un oyente común. Grabadas en sus cassettes caseros, distribuidas a mano, decoradas con sus diseños infantiles, tan festivos como taciturnos, mientras los avances tecnológicos con sus sintetizadores y sus juguetes se apoderaban del rock, o la rebeldía ante las corporaciones, irónica y listilla, avanzaba en el under. Por más perezoso que pueda parecer este término, el de la honestidad, –ahora, que con toda la artillería de producción a mano la honestidad pareciera ser una especie de artificio que se busca y se desea–, la inocencia de sus canciones sobre desamor y aislamiento, la sinceridad profunda de su tristeza, la ausencia total de cinismo que capturó una época con toda sensibilidad, su voz cruda e infantil de hombre-niño alumbrando toda esa oscuridad con flashazos de buen humor, aun parecen un evento revelador. Un evento inquietante, casi nuevo y sorprendente, cuando se revisitan 30 años después, ahora, que a los 58, Daniel Johnston lleva muerto una semana.

Junto a esas canciones de pop críptico, dolorosas y sinceras, y los personajes recurrentes de sus historias –el mismo demonio, o el fantasmita Casper, los Beatles o, Laurie, la chica real que no podía conquistar y que se casó con un funebrero, otro de los villanos de sus canciones, claro– Daniel Johnston dibujó su extraña y melancólica reversión de la cultura pop norteamericana, una producida en un pueblo pequeño, al costado del éxito: héroes tristes o débiles, desfasados en el tiempo, animales antropomorfos cumpliendo misiones extrañas, coloridas e inusuales. Un extraño Capitán América peleando con demonios, un Hulk taciturno, demasiado grande y verde para gustarle a cualquier chica de tamaño común, un clan de Patos Espaciales combatiendo el mal -siempre encarnado en el demonio bíblico que lo obsesionaba y había sido parte de su educación- e incluso una ranita alienígena llamada Jeremías, tan simpática como extrañada, que solo pregunta: “¿Hola, cómo estás?”. Esa última, también tapa de uno de sus cassettes –diez en total, editados por su propio sello Stress Records– fue la que terminó en la remera de Kurt Cobain, que lo admiraba y que posó con ella en una de las fotos más icónicas de los años noventas. Ahí, gracias a la efervescencia de Nirvana y la desesperación por abarcar cualquier cosa que creciera a su alrededor, la industria se rindió brevemente a los pies de Daniel Johnston. Favor o condena para él, el guiño le valió un contrato con el sello Atlantic, que lo firmó para grabar Fun –con algunas de sus hermosas canciones como "Life in Vain" (“Es tan difícil solamente estar vivo”) y "Silly Love" (“Tengo un corazón roto y no puedes romper un corazón roto”)– y lo desechó después de su fracaso comercial.

La colección de tragedias que contribuyeron a construir al personaje de Daniel Johnston es también tan colorida e inquietante como sus canciones y sus dibujos, ya lo sabemos: atacó a Steve Shelley de Sonic Youth, provocó un accidente de avioneta del que él y su padre salieron vivos por milagro, rechazó un jugoso contrato con Elektra por ser la discográfica de Metallica –a sus ojos, una banda de satanistas– y se pasó algunos años de psiquiátricos a giras tan felices como accidentadas, incluso en Argentina, donde firmó sus dibujos y tocó sus canciones para una legión de fans. Su complejidad como personaje –un artista genio, sí, luchando efectivamente con una enfermedad severa y para nada romántica, también– siempre habilitó una serie de discusiones sobre la explotación de la industria y también, sobre la condescendencia en el consumo. Por ahora, lo que queda son sus canciones y sus dibujos, su honestidad festiva, dolorosa y brutal iluminando un presente que parece cada vez más cínico, su voz para siempre carraspeando en una cinta de cassette. Y la esperanza para quienes nos conmovimos con sus canciones de que Hulk pueda conseguir a una chica de su tamaño, o que el amor verdadero nos pueda encontrar al final.