El "Facundo" de Domingo Faustino Sarmiento y "Martín Fierro" de José Hernández, siendo textos considerados con asiduidad como ideológicamente antitéticos, conservan sin embargo un punto crucial de anudamiento. Imaginados como sofisticados pero imperiosos manifiestos orientados a torcer en lo inmediato los dramáticos desempeños del país, se fueron sedimentando con el tiempo como dos obras aptas para entregar pistas primordiales sobre los secretos profundos de la patria.

El sanjuanino, recordemos, era un opositor hostigado cuando en Santiago de Chile elabora esa pieza entre analítica y programática destinada a comprender con superior precisión el fenómeno rosista.

Esa pieza táctica, sin embargo, dejó fundada una filosofía de la cultura insoslayable para pensar la trayectoria vital americana. Invariancia conceptual que luego será foco de polémicas con protagonistas tan célebres como José Martí o Ricardo Rojas. Civilización y barbarie ya no fue apenas un ariete político para acorralar a un supuesto déspota sino un arsenal teórico durable para interrogar la idiosincrasia esencial de una comunidad.

José Hernández también escribió en condición de perseguido, solo que no por Juan Manuel de Rosas sino por el propio Sarmiento, que no estaba dispuesto a perdonarle haber acompañado el levantamiento federal en su contra acaudillado por Ricardo López Jordán.

Su éxito editorial fue inmediato e impresionante, poniendo en evidencia la sintonía entre la interpelación desplegada y la latencia cultural de una voz excluida. Sin sobrestimar el influjo de las palabras, es posible percatarse de que aquella literatura litigante hizo mella en el devenir posterior de la Argentina. Si podría así intuir que el paso del tono beligerante de la "Ida" al ánimo integrador de la "Vuelta" se condice con un desarrollo nacional que va progresivamente satisfaciendo los malestares de Hernández y del federalismo alberdiano que en parte caracteriza a su ideario. Los principales exponentes de la vida intelectual y artística argentina han tendido a encontrar en este libro síntomas ontológicos del país.

En ese copioso linaje de hermenéuticas insistentes de la patria, interesan aquí los movimientos del positivismo, corriente filosófica de durable influencia que ingresó con énfasis en las indagaciones caracterológicas. Es curioso lo que ocurre con esta corriente, pues quedando sometida a un progresivo descrédito epistemológico permanece entregando pistas culturales de apropiada vigencia.

Pues bien, al interior de ese paradigma se destaca una obra bien significativa, "La Ciudad Indiana" de Juan Agustín García, que en el preciso año que se inicia el siglo XX abre una línea que en parte remite al sendero ya trazado por Sarmiento. Esto es, establece ciertos núcleos idiosincráticos responsables de un supuesto fracaso argentino. Entre los ecos feudalizados de la hispanidad y las taras raciales de negros e indios la personalidad social de nuestros pueblos desalienta cualquier optimista pronóstico civilizador.

Esa inadecuada disposición de ánimo tenía dos manifestaciones principales, el desprecio por la ley y, esta nos importa especialmente, el culto al coraje. Si en el "Facundo" la "resignación estoica ante la muerte violenta" surge de la batalla existencial entre una naturaleza inhóspita y un gaucho que deviene montonero generando un brutal ética de la supervivencia; en García esa exaltación de una valentía excesiva tiene su origen en las luchas del español recién llegado contra la resistencia enconada de un nativo que se empecina en repelerlo.

En esa misma orientación y apenas unos años después, Carlos Octavio Bunge en "Nuestra América" coincide en puntualizar la potencia interpretativa de ese "culto al coraje". Entre sorprendido y ofuscado por la impertérrita perseverancia de los liderazgos caudillistas, nuestro pensador busca ligar esa nociva remanencia con una psicología de las masas que emana conjuntamente del peso de la geografía y las determinaciones raciales.

De allí extrae los tres disvalores que requieren ser rápidamente extirpados (arrogancia, pereza, tristeza), aunque es en el primero de ellos donde ancla su mirada. Nuevamente la hispanidad le otorga auxilio analítico, pues siendo España un país peninsular con costas desguarnecidas, se vuelve territorio apetecible para el ánimo invasor, exigiendo por tanto de sus habitantes incesantes combates. Y lo que en principio podía catalogarse como arrojo justiciero, luego deviene vanagloria y finalmente una apología malsana del guerrero.

En el caso del positivismo, esa preocupación por una moralidad del atraso es bien entendible, pues por un lado su filosofía del progreso de base naturalista lo invitaba a estar seguro de que la modernización resultaba indetenible, pero por el otro advertía síntomas de un pasado oprobioso renuente a correrse de escena.

No deja de ser significativo que, en estos conceptos, el coraje conlleve rasgos degradantes, pues lejos de asociárselo a la magna entereza frente a contextos de amenazante adversidad, queda adherido a la desmesura, al ejercicio descontrolado de una violencia anómala.

Sin embargo, no creamos que esta centralidad caracterológica queda circunscripta al positivismo, pues Jorge Luis Borges la retoma, solo que dándole otros rumbos. La relaciona por cierto con "Martín Fierro", obra con que a veces simpatiza (cuando siendo un joven filoanarquista lo cautivan las penas de un individuo hostigado por el estado) y otras le disgusta (cuando capturada por el peronismo le parece emblema de una neobarbarie). Pero todo el tiempo elogia en ella el momento en que el Sargento Cruz se pone de parte del gaucho acorralado. Momento de coraje digno el de Fierro, momento insigne de amistad el del jefe de la partida que se solidariza con el débil.

Pero la saga no culmina allí. En 1947, John William Cooke dicta una conferencia ("Perspectivas de una economía nacional"), donde realiza una operación simbólica impactante. Incursionando en la geopolítica en plena revolución justicialista, establece los vínculos entre la llanura y los que denomina "hijos de la tierra", pero con efectos diametralmente opuestos a los sindicados por Sarmiento y los positivistas. Aquí el coraje también aparece; solo que no como sinónimo de belicosidad absurda sino como bravura antiimperialista sabiamente conducida por el General Perón.

Esta reconstrucción que proponemos gira en torno a un debate siempre convocante. Y es el de la lectura esencialista de los comportamientos sociales. Puesto de otra manera, de qué manera y hasta qué punto ciertas fijaciones culturales permanecen inmunes a mutaciones epocales o trastocamientos inficionados por cada coyuntura. Estos interrogantes, siempre dilemáticos, se agudizan en el presente, donde proliferan teorías que enfatizan el control tecnológico de nuestro universo neuronal, el éxito biopolítico de las redes sociales o los efectos invencibles de los expertos en comunicación política. Avance arrollador del capitalismo financiero global, combinado con neoliberalismo existencial y el gobierno de los significantes desencarnados por sobre la experiencia vital de los pueblos. Memorias históricas inermes frente al estricto imperio de la bigdata.

 

Sin embargo, en ocasiones, la voz popular recupera su autonomía y se pronuncia. Como si un subsuelo cultural intocado brotase en los momentos en que la nación se acerca agónicamente a la máxima emergencia. Lo vimos sin dudas el 11 de agosto, cuando frente a la coalición de intereses reaccionarios más vigorosa de los últimos tiempos, se repudió en las urnas al pésimo gobierno de Mauricio Macri. Malestares económicos pesaron por cierto, pero también, nos atrevemos a postularlo, la resurrección de un culto al coraje en el instante de más extremo peligro.