Una siempre recordada escena de Casablanca, el más que célebre film de 1942, con Humphrey Bogart e Ingrid Bergman, nos permite una pequeña reflexión sobre la resistencia y el insondable sacrificio de hombres y mujeres insertos en el barro de la historia, como siempre dijo José Pablo Feinmann. La orquestita del bar de Rick no podía tocar cualquier cosa, pues allí vigilaba la policía que respondía al gobierno de Vichy, la administración títere de la ocupación alemana en Francia. La algo tarambana, pero para el caso realmente amenazante gendarmería colonial de Marruecos, vigilaba la ciudad de Casablanca. Allí llega Lazlo, el militante insumiso, como lo llamaríamos hoy. Quiere actuar a toda costa, manifestar en todo momento su oposición, su justo rechazo al régimen de ocupación. Y en el bar de Rick, parándose frente a la orquesta del Café, delante mismo del jefe policial, comienza a cantar la Marsellesa para que el clarinetista, el pianista, el... el recuerdo se me desvanece respecto a quienes eran los otros instrumentistas, para que los músicos, en fin, lo acompañen. Eso no sucede enseguida, pues los ejecutantes del cabaret, dudan. Es lógico que sientan temor aun si se tratase de tocar el himno nacional, porque también había oficiales nazis en el bar, que estaban cantando sus canciones preferidas. Las circunstancias no parecían propicias en ese sospechoso garito de Marruecos.

Pero los músicos miran a Rick, el dueño del bar -como todos saben, uno de las mejores o por lo menos más recordables actuaciones de Bogart. “Rick”, ese hombre que se declara indiferente a todo, solo absorbido por sus floreos y desdichas amorosas. ¿Y que hace el aparentemente impasible Rick? Con un leve parpadeo, un medidísimo cabeceo, indica que sí, que la orquesta puede desafiar al estrafalario jefe policial y a los eufóricos nazis. El jefe policial francés reportaba al ejército de ocupación, pero se cae de francés pícaro y acomodaticio y en su fondo último también está disconforme con la subordinación de La France. Y suena la Marsellesa; los parroquianos cantan, el militante lo cree obra de su desafío a la fuerza de ocupación, de su presencia de ánimo, de su convicción y de su fe a la redención de la patria. Allons enfants de la patrie... un jour de glorie est arrivé...

Rick no hace ningún esfuerzo para otorgarse el mérito, esa emoción de la jornada, él está en otra cosa. Pero cuando las papas queman, en ese momento culminante donde no es posible estar “au-dessus de la melée”, por encima de todo lo importante que pasa, ese momento que se define por un grano de tiempo minucioso y fugaz, allí Rick expone su figura de aventurero envuelto en su romanticismo subrepticio, algo que nunca lo había abandonado. Mantenía apagadas, puestas en silencio, las virtudes del resistente. La gloria se la deja al militante, cuyo papel no era apenas ingenuo o subalterno. Es cierto que Lazlo, el militante, se creía iniciador de toda la escena. Pero los hechos se habían producido por una señal microscópica de Rick. Sin embargo, sin la mecha ostensible agitada por el militante, Rick tampoco hubiera actuado. Una acción --la del melancólico aventurero desarraigado-- se sobrepone a la otra, la del militante afiebrado y convencido. Ambos se necesitan mutuamente, así como ambos querían a la misma mujer. Los dos eran uno solo.

Es que el par aparentemente contradictorio entre aventurero y militante, propagado pero no inventado por Sartre, sigue teniendo vigencia para pensar las arduas cuestiones de la decisión política. Es cierto que el film Casablanca es una historia de amor al servicio de una propaganda en tiempos de guerra, pero como sabemos, ha trascendido misteriosamente todos sus motivos originales. Por eso no es menos cierto que plantea la cuestión siempre fundamental sobre una pasión íntima en medio de una conflagración bélica general. ¿Entonces qué lado de las emociones básicas triunfa, la memoria amorosa o el sacrificio patriótico? Este es hoy un problema de nuestra actualidad. La palabra aventurero no tiene buena fama en la política, sería el que no aprecia las condiciones que impone la realidad histórica y bordea la gratuidad de su heroísmo personal. No hay que dejar de mencionar su inevitable carga peyorativa, pues al aventurero lo rodea la modesta fama del oportunista. El militante, en cambio, no da pasos inesperados, está integrado a una organización y su libertad la obtiene de la necesidad de su relación con el grupo. La libertad del aventurero es más amplia, pero no conoce su amplitud, pues ella precisa ser siempre contrastada con el ámbito común, con la rutina de las instituciones, de las que Rick está ausente.

Lo cierto es que siempre habrá militantes de tales o cuales resistencias a lo injusto de los poderes que se creen perennes. Aunque no es vano señalar la necesaria aparición de la pepita de oro del aventurero, el personaje inesperado que saca los hechos de su rectilínea y adocenada acumulación. Por eso, una visión sobre el presente momento nacional, en un relámpago apenas perceptible, nos aconseja ver al militante con la chispa del aventurero y a éste con el brillo del militante. Es una fusión, cuanto menos, artística. Un arte de pequeños signos, de rápidas centellas que solo comprende el ojo avezado. Si el militante no se exhibiera en su identidad pública y concreta, no se hubiera iniciado la tensión musical a la que muy pronto se entregaría la orquestita del bar. Sin el invisible guiño del aventurero, esa tensión nunca hubiera estallado en la ejecución vital de la Marsellesa. En el militante habita el ciudadano dispuesto a dar su parte para generar el día de felicidad pública y justicia realizada. En el aventurero reside el deseo de romper la insípida continuidad de los hechos con una inesperada invención artística. Van de la mano el militante, el ciudadano, el aventurero y el artista, cada uno lleva el rostro del otro y todos llevan el rostro de los pobres, los que esperan que ya mismo se corte en dos una historia tenebrosa para apartar el segmento abominable.

El día en que aquí se produzca ese corte ya está próximo, no tendrá la resonancia teologal del oscuro día de justicia sobre el que escribió Walsh, pero en nuestro país posee fecha insigne en el calendario. Será el 27 de octubre de 2019, día en que cantaremos nuestras canciones sobre las demás canciones. Son las mismas que en todo lugar y que en toda historia festejaron esa clase de días, ese memorable e irreemplazable momento donde una página de vileza se da vuelta empujada por el viento de la historia y el aliento de infinitas voces. Se escucharán entre nosotros, como las que se escucharon en ese momento en la lejana y ensoñada Marruecos, en el bar de Rick.