En abril de 1949 cayó Nanjing, la capital del gobierno del Kuomintang, y en mayo Shanghai. En septiembre se celebró, ya en Beijing, una conferencia consultiva del pueblo chino y el 1º de octubre Mao Zedong, un líder tan comunista como nacionalista que había derrotado a Chiang Kai-shek, anunció la Nueva China en la histórica plaza de Tiananmen. Hoy, 70 años después, la República Popular China asombra al mundo con su fortaleza y el lugar que ocupa a escala planetaria.

Desde aquellos años tras la guerra civil, la invasión japonesa como capítulo clave de la Segunda Guerra Mundial (poco recordado en general por Occidente) y, más atrás, un largo período de decadencia, sumisión a potencias occidentales y búsqueda de un nuevo orden con y tras la caída del último emperador en 1911, China comenzó a resurgir y buscar el lugar de importancia global que había tenido por siglos.

Desde los albores de 1950 a su pujante actualidad, el PIB (hoy el segundo más grande del mundo, con casi 14 billones de dólares y sólo superado por el de Estados Unidos) aumentó 175 veces, el ingreso nacional bruto llega a casi 10 mil dólares por habitante, la esperanza de vida saltó de 35 a 77 años, de casi 90 por ciento de iletrados se pasó a la alfabetización casi completa, y en las últimas décadas -el Banco Mundial lo define como “record en la historia humana”- unas 800 millones de personas salieron de la pobreza. Para 2020 alcanzaría su meta de un país sin pobreza extrema. Hace unos días, cuando la Embajada china en Argentina anticipó los festejos del aniversario, el embajador Zou Xiaoli informó que su nación aportó 70 por ciento del total mundial de alivio de la pobreza que hace unos años lanzó la ONU como meta, sin muchos logros en casi ningún otro país.

El ciclo del septuagésimo cumpleaños que se celebra estos días tuvo claramente dos etapas, la maoísta hasta 1976 y la de Reforma y Apertura a partir de 1978 liderada por el sucesor de Mao, Deng Xiaoping, y que con diversas renovaciones continúa hasta hoy. Ambos revolucionarios tuvieron luces y sombras. El primero tuvo fracasos notables como el Gran Salto Adelante –una industrialización y colectivización forzosa que hizo colapsar la economía y generó calamidades económicas y sociales- o el oscuro período de la Revolución Cultural, pero también logros sin los cuales el “milagro” de Deng posterior hubiera sido inviable: al momento de morir Mao, el PIB industrial era 38 veces mayor, y la industria pesada, 90 veces más grande, que cuando fundó la República Popular. Y además de los logros en educación mencionados, conquistó un bien intangible pero clave: el recupero del orgullo nacional tras el “siglo de humillación” que le propinaron Occidente y Japón desde las Guerras del Opio de mitad del siglo XIX hasta la mitad del siglo XX.

Si Mao fue el padre de la nueva patria, Deng fue su gran reformista para llegar a lo que China es hoy con todos sus prodigios, por todos reconocidos más allá de las zonas grises, los desafíos, los desequilibrios regionales y sociales y los problemas que el país enfrenta, como cualquier otro. A Deng lo sucedieron Jiang Zemin y Hu Jintao con sus premier Zhu Rongji y Wen Jiabao. Y Xi Jinping desde 2013, con el primer ministro Li Keqiang, le ha dado una nueva impronta y velocidad a los cambios

En pocas décadas, China se desarrolló a un pulso de vértigo: alcanzó metas industriales que a otras potencias les llevó siglos conquistar, al costo de una enorme polución de su territorio contra la que todavía lucha. Hoy China lidera a escala global exportaciones, inversiones y diversas áreas productivas fabriles y tecnológicas, de las cuales la que más preocupa a su rival norteamericano es la aplicada a las informaciones y las telecomunicaciones, como muestra claramente el caso Huawei.

Todo es inconmensurable en la China de 1400 millones de habitantes, en especial su infraestructura, por eso es perezoso repasar cifras. Pero basta con decir que lidera producciones que van desde el maní y los helados hasta las de oro, energía solar, trenes balas, autos o productos electrónicos.

La fase actual de su economía se denomina “nueva normalidad”, en la que el presidente Xi busca más calidad que cantidad, ajustar el rol de las empresas del Estado, innovar siempre y suavizar el vuelo, sin mayores desfasajes, de una economía que hasta hace poco se expandía a tasas de dos dígitos a otra que lo hace a algo más de 6 por ciento. También, consolidar lo que es ya un rasgo evidente del mercado chino: que respira más por su propio dinamismo interno, con una infernal movilización de recursos internos de sus crecientes clases medias, que por exportaciones o inversiones provenientes del exterior, como era al principio de la Reforma y Apertura. Y fortalecer sobre todo la economía digital, otro rasgo esencial del actual proceso.

La guerra que le libra Donald Trump para pincharle el globo del avance tecnológico y económico en general es algo ilusa (si en 2000 el PIB chino era 12 por ciento del norteamericano, hoy ya es 65 por ciento), pero le distrae recursos, tensa el escenario y aletarga algunos avances de China, una civilización cuya dirigencia se ha caracterizado siempre por su paciencia estratégica.

A nivel interno con su plan Made in China 2025, con el que busca alcanzar su gran desafío de liderar la innovación, y externamente con su iniciativa La Franja y la Ruta, una política multidireccional y multimillonaria de conectividad global e inversiones cruzadas en muchos terrenos de transporte y comunicaciones, Xi y el Partido Comunista que él conduce manejan las directrices principales en este primer tramo del siglo que, para muchos, será el siglo de China.

Pero al cumplir estos 70 años de vida, la RPCh enfrenta retos difíciles como los mencionados -menor crecimiento, la cuestión ecológica y la guerra “comercial” con Estados Unidos- y, para algunos analistas, el aumento de la deuda, superior (si se incluyen pública y privada) a los 30 billones de dólares. Otros agregan la internacionalización del yuan: puede verse como una disputa al dólar y una muestra del poderío chino, pero también, advertía en una visita a China poco antes de morir Samir Amín, como una trampa en tiempos de financierización global de la economía.

El economista egipcio murió en agosto de 2018. No era, como tampoco lo fue su colega italiano Giovanni Arrighi, de los que fácil y ligeramente atribuyen a la RPCh un carácter capitalista. Unos meses había visitado Beijing y lo entrevistaron para la Global University for Sustainability. Allí Samir Amín advirtió dos riesgos para el gigante asiático. Uno, cierta auto percepción de que tendrá un “éxito fácil, por su larga historia, su gran nación, su enorme pueblo” en la idea de volver a tener su pasada “posición gloriosa”. Y eso, dice, “es una ilusión que no es fácil de alcanzar, y que veo en vastos sectores de la población, incluso en la creciente y beneficiada clase media china. Eso es muy peligroso”, sostuvo. Dos, vio con inquietud la expectativa china de sumarse al proceso de globalización mundial y en el abordaje que hace, con costos y beneficios, de ese objetivo, por ahora más centrado en comercio e inversiones y afuera de la globalización financiera. “Si en ese camino China insiste en sumarse a la globalización financiera, será un desastre final para China y para todo lo que ha podido exitosamente conquistar en estos 70 años” de República Popular, afirmó.

Como otros intelectuales críticos al curso de la humanidad y su gobernanza, abogó para que si China avanza en lo que Xi llama una “comunidad de destino compartido”, sea con una lógica distinta a la que planteó el capitalismo y, más brutalmente, su actual fase neoliberal.