"La poesía, que no son los versos, es a la literatura lo que el pudor es a las mujeres." L.V. Mansilla

£Un enigmático contrapunto anima cada año la llegada de la primavera. Al estallido del color y la belleza se suma el anhelante aire de los suspiros. Es como si el goce estético se habilitara en la nostalgia de un imposible. La irresistible atracción de lo erótico se apoya en este mensaje oculto en la naturaleza. Un eco, quizás, de la propia finitud, traducido en arrebato amoroso, más melancólico o pasional, según los casos. La flor, dama preciada de los poetas, encarna mejor que nadie esta turgencia que consigo arrastra la estación de los suspiros. Su carácter efímero redobla el atractivo que la hace eterna en cada instante siempre, ese renacer que convoca a la celebración. Quizás por eso, fiesta y primavera respiran del mismo polen apenas el deseo roza los cuerpos. No en vano, se suele homologar la llegada de la primavera con el despertar de la sexualidad adolescente: ese todo o nada que estrecha la vecindad entre el goce, el amor y lo absoluto. En esta frontera la seducción juega todas sus cartas ¿Cuál es el velo que nos permite sentirnos vivos al bordear las faldas de la finitud?

Por empezar, el origen cultual de la fiesta indica que lo celebrado no es otra cosa que la porción de goce que hemos cedido a cambio de postergar la muerte: la entrega que se le ofrenda a la divinidad a cambio de un nuevo pacto de convivencia. Durante un cumpleaños, la reunión de amigos o en la rave, lo que nos convoca es el acceso a un renacimiento entre otros. "La fiesta es comunidad, es la presentación de la comunidad misma en su forma más completa", dice Gadamer en La actualidad de lo bello. De allí el desenfreno o la euforia que suele suscitar la re-unión. En efecto, si se liberan impulsos y se da rienda suelta a los excesos, es porque toda primavera esconde una sombra, y el enmascarado en la fiesta es el duelo. ¿Cómo transitar ese delicado borde erótico? ¿Sólo belleza es la respuesta?

Al respecto, existe un privilegiado articulador social que media entre el perentorio empuje a la satisfacción y el deseo, entre la saciedad y la degustación, entre el espectáculo y la contemplación: el pudor, esa "única virtud", según Lacan. Lejos de responder a moralinas mojigatas, el pudor articula las coyunturas del ser social, porque "el impudor de uno basta para constituir la violación del pudor del otro". El campo de lo femenino es especialmente sensible para distinguir entre la mirada que hace de la primavera un hecho social, y la torpeza que apaga el encanto de la flor. No debe ser casualidad, entonces, que en su Prefacio a El Despertar de la Primavera, Lacan plantee que el semblante por excelencia es La mujer como versión del padre, esa instancia que resguarda la intimidad del goce en el lazo social. Quizás ahora estemos en condiciones de completar la respuesta a nuestra pregunta: No es sólo belleza lo que nos permite transitar la frontera entre amor, goce y finitud. El fetiche de la imagen, por ejemplo, no facilita el desasimiento y la disposición necesarios a la contemplación. En cambio, por estar más ligado a la carencia propia del deseo, el pudor nos habilita a registrar, en cada primavera, ese imposible que retorna en la flor.

*Psicoanalista.