Desde que me volví a vivir a Formosa he recibido sólo una visita de Buenos Aires. La Eli, mi amiga bailarina y coreógrafa, lesbiana feminista que vive en Lanús y milita hace muchos años en la villa del Bajo Flores. La única que se animó a venir a la frontera. Mientras organizábamos el viaje por WhatsApp, me hablaba de lo sorprendida que estaba por la cantidad de comentarios que recibió al estilo ¿qué mierda te vas a hacer a Formosa? Ni bien llegó, me contó que el padre le dijo “te vas a la provincia que Menem calificó de inviable”. Adoro la potencia política de los recuerdos anecdóticos. Inviable. 

“Bueno existir, existimos” le dije, mientras lanzaba la soga alrededor del árbol del patio, para colgar la hamaca paraguaya. Estuve averiguando y me contaron que fue Cavallo el que utilizó el término, tan poco feliz. Fue en el boom del ajuste de los `90, parece que los muchachos venían tan embalados con el vaciamiento del estado, que ya estaban planeando unir provincias. Inviable. Hay una forma muy particular de sentir cómo las categorías, cuando se filtran en el cuerpo, comienzan a jugar con la cabeza. A mí se me enciende como un calor en el cuerpo, incontrolable, sobre todo cuando escucho ese tono condescendiente que utiliza mucha gente para tratarme, cuando les digo que soy de Formosa. Viajo poco a Buenos Aires, porque siento que si me expongo mucho tiempo a eso, una parte mía empieza a pensar que a lo mejor es posta que, por más que escriba mucho, que labure doble jornada, que lea, que insista. Eso de hacer cine y de escribir está muy lindo, pero en Formosa es medio inviable.

La Eli me notó mambeada después de la anécdota, e hizo lo que cualquier buena amiga haría en esa situación, me invitó a tomar una birra. Los 25 grados de la noche invernal formoseña, la ameritaban. Yo estaba preocupada porque se aburriera y no sabía bien donde sacarla a pasear. No sé si es porque leí Stone Butch Blues y me quedé medio prendida en esas tabernas, que describe tan hermosamente Leslie Feinberg, refugio para las travestis, las drags y las lesbianas en Estados Unidos en los 50. O si es porque me acordé de que ese era el lugar al que nos llevaba mi viejo, a mí y a mi hermano cuando éramos chicxs, la cosa es que la llevé a un pool.

Le decimos el pool del Maxi, porque está encima de un supermercado llamado Maxi. El lugar seguía igual que en mi adolescencia, a juzgar por el tamaño de las telarañas en el techo (hablo de un par de metros de longitud), ni se gastaron en darle una manito de pintura. La entrada es por una puerta estrecha, que da a una escalera empinada. Subir es como entrar a una nube hecha de humo de tabaco y vapor de transpitación. Atonta un poco, pero te pone a tono. Las mesas azules que están al lado de la barra son las más caras, las verdes del fondo las más baratas. Nos fuimos para el fondo, obvio. Prendí un pucho mientras mis ojos se acostumbraban a la penumbra, y llamé al muchacho que vendía las fichas.

Saber jugar al pool es muy de lesbiana butch. No tengo pruebas pero tampoco tengo dudas. Me acerco al taco doblando la espalda (como si fuera a susurrarle un secreto), y tenso el cuerpo para dirigir la potencia de mi brazo. Tiene que ser la fuerza justa, si es mucha la bola rebota y si es poca no llega a tocarla. Y si entra, si entra es una sensación inigualable. Mientras abríamos la primer cerveza, pensé en una nota que salió en las 12, en la que Malena Pichot hablaba de disfrutar ser una intrusa en los espacios masculinos, de la necesidad de disputarlos y de ganarlos.

A mí me copa salir con La Eli, entre otras cosas porque le gusta el reggaetón como a mí, y no tengo que andar inventando excusas académicas insoportables y enroscadas, para disfrutar el flow. El pool no es un lugar para bailar, pero entre turno y turno podés entregarte un poco al ritmo y tomarte una cerveza. Ayuda bastante tener el taco para apoyarte, porque es como si bailaras con alguien, pero sin sentirle la mano transpirada. Comenzaron a acumularse los envases vacíos y ya medio en pedo, le contaba a mi amiga que desde que leí Stone Butch Blues, no paro de pensar en por qué las chongas hablamos tan poco de nuestra experiencia colectiva, de lo difícil que es conseguir relatos como esa novela de Leslie Feinberg, en los que encontrarse y pensarse. ¿Como está configurada mi masculinidad? ¿Cuáles fueron las referencias que utilicé para soñarme, desearme y finalmente, construirme? No se si es porque nunca leí a Buttler pero me encuentro con pocas herramientas para pensar en todo esto. Y me animo a decir, que si teóricas argentinas como Valeria Flores o Fabiana Tron, no hubieran existido, creo que no tendría ninguna.

Una lesbiana butch bien gringa y una lesbiana fem con bastante conurbano encima, es una dupla que llama bastante la atención en un pool de Formosa, así que mientras observaba el lugar, asegurándome de que no haya alguna mirada que anticipe bardo, intentaba imaginarme a mi yo de 9 años, jugando con mi viejo y mi hermano, en un lugar como ese. En la Formosa de los años ‘90, la que según dicen, era inviable, las ofertas para que un hombre heterosexual divorciado saque a pasear a sus dos hijxs, eran escasas. En Las Lomitas, el pueblo en el que vivía mi viejo, eran aun menores.

Miraba el pool con el mismo asombro con el que miraba, de niña, a los pibes que disfrutaban exhibir sus cualidades de jugadores natos. La visera en la cabeza y los músculos de los brazos bien marcados, sosteniendo el pucho con la misma mano tatuada con la que empujaban el taco. Los observaba largo rato porque ver una partida de pool, es como ver un duelo. Atención que el pool no es lo mismo que el billar, en el pool compiten dos o más personas, lisas vs rayadas, y si la partida se pone picante, el bar entero se detiene en el momento del desenlace. Mientras imitaba los movimientos de los wachos, ya no parada en una silla para llegar a la mesa, sino intentando enseñarle a la La Eli que no embocaba una, me reía pensando en la ironía de que justo en un pool perdido, del pueblo en el que Menem estuvo “preso” durante la última dictadura militar, una lesbianita butch, disfrutando de la licencia otorgada por su padre para habitar ese espacio no como una intrusa, sino como una futura dueña, gestara una identidad que pareciera ser inviable, pero que existe, como la provincia calurosa que le curtió las patas.