Desde París

 Uno de los hombres más reprobados y luego más queridos de la historia política de Francia de los últimos 50 años recibió hoy un último homenaje que lo incluyó en la eternidad de la memoria nacional. Durante todo el día, de manera constante, en las estaciones del Metro y de los trenes un anuncio invitaba a los pasajeros a respetar un minuto de silencio a las tres de la tarde en homenaje al fallecido presidente Jacques Chirac. 

Responsables políticos franceses, jefes de Estado y de gobierno de varios países del mundo, reyes y príncipes y miles de anónimos asistieron a la misa celebrada en Saint-Sulplice en honor de quien acumuló peripecias que hubiesen acabado con la carrera de cualquiera: presidió Francia entre 1995 y 2007, fue el primer jefe de Gobierno que protagonizó una cohabitación con un acérrimo adversario político, el ex presidente socialista François Mitterrand(1986-1988), logró sobrevivir a todas sus contradicciones, sus pecados políticos, el rechazo y la derrota para pasar, al fin, a ocupar un lugar mágico en el corazón de la sociedad, incluidos aquellos que, en algún momento, vieron en Chirac la encarnación de lo que más detestaban.

Chirac, el hombre inquieto, el tipo flaco y nervioso, dotado de un carisma proporcional a su ambición política, es uno de los dirigentes más singulares de la Europa de finales del siglo XX y principios del XXI. Cien veces se lo dio por muerto políticamente, cien veces regresó al primer plano hasta conquistar, en su tercer intento, la presidencia de Francia gracias una de las líneas invariables de su trayectoria política: la tramoya, la suerte, el encanto y la traición. Jacques Chirac fue el último aliento de la derecha que reivindicada la herencia del general de Gaulle hasta que, en 2007, el ex presidente Nicolas Sarkozy liquidó ese legado sobre el cual se apoyaba el imaginario nacional desde finales de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945).

 Chirac es un misterio sabroso. El ex jefe del Estado creció bajo la sombra del general de Gaulle, el hombre que salvó a Francia del oprobio y el aislamiento y restauró la dignidad de la nación en la escena internacional. Chirac fue el espejo opuesto de su rival más encarnizado, el socialista François Mitterrand. Chirac era acelerado, impulsivo y áspero allí donde Mitterrand era aristocrático y contenido. El socialista tenía imagen de humanista, hombre de cultura y de libros y Chirac, que era un verdadero aristócrata, exhalaba un aura hostil y amenazante. Sin embargo, el difunto presidente era tan amante de la cultura como Mitterrand y, sobre todo, un verdadero republicano que jamás aceptó pactar con la extrema derecha cuando la brisa de la historia lo conducía a ello. Su tradición gaullista lo mantuvo fiel a la posición de soberanía acuñada por el general de Gaulle. Ello lo encaminó a volverse un innegociable antagonista de la segunda Guerra de Irak (2003). Se opuso al presidente norteamericano George W. Bush con un empeño metódico, incluso antes de la guerra. Los periodistas que hemos compartido la intimidad de los viajes presidenciales de Chirac fuimos testigos directos de la constancia con que, ya desde 1998, cuando surgieron las primeras controversias en torno a los inspectores de desarme de la ONU en Irak, Chirac se consagró a cortarle a Bush sus ansias intervencionistas.

Allí donde Mitterrand era solemne, torcido y escurridizo, Chirac era directo y caluroso. Mitterrand daba por terminadas las entrevistas cuando las preguntas no le convenían. Chirac asumía el reto con una caradurez monumental. Antes de uno de sus viajes a la Argentina (1997), PáginaI12 lo entrevistó en el Palacio del Elíseo. Cuando llegó el momento de la pregunta sobre los desaparecidos, incluidos los franceses, el presidente pareció no dar con la respuesta adecuada. Buscó entre las fichas que le habían preparado y no encontró el dato sobre el que debía pronunciarse. En vez de saltar la pregunta o ausentarse un momento, llamó a un asistente, le recriminó la falta de la ficha y le exigió la información exacta. Recién entonces dio su posición.

Jacques Chirac es también una incógnita por su relación republicana con las urnas. Construyó un partido que funcionó como una máquina para ganar elecciones (RPR) pero ha sido el presidente que, en Francia y en el mundo, más protestas callejeras levantó. En 1988, cuando era primer ministro de Mitterrand, se puso en contra a los estudiantes. En 1995, con sus reformas de las jubilaciones y de la protección social, desencadenó la huelga más extensa que haya existido en el siglo XX y uno de los movimientos sociales más poderosos del país. El mismo año, la reanudación de los ensayos nucleares decidida por Chirac provocó manifestaciones en todo el mundo. Dos veces consultó a su pueblo y perdió estrepitosamente. Ya presidente, en 1997, quiso afianzar la enfrentada mayoría que le era infiel en la Asamblea Nacional y convocó a elecciones legislativas anticipadas. Las perdió y restableció con ello una nueva fase de cohabitación política, ahora al revés: el era un presidente de derecha y su primer ministro, Lionel Jospin, un socialista. Cinco años después, ayudado por la repetición de las listas de izquierda que dejaron a Jospin fuera de la segunda vuelta, Chirac enfrentó al jefe de la extrema derecha, Jean-Marine Le Pen. Lo arrasó en las urnas, pero volvió a perder en 2005 cuando convocó a un referéndum sobre la Constitución europea.

¿Puede un dirigente político conquistar el poder gracias a su peor enemigo ?. Chirac y Mitterrand son la respuesta afirmativa. En mayo 1981, François Mitterrand accedió a la presidencia de la República. Su hazaña fue tal que a partir de allí lo apodaron “Dios”. Pero en 1986, Mitterrand perdió las elecciones legislativas y tuvo que nombrar a Chirac como primer ministro. Hasta las elecciones de 1988, fueron dos años de humillaciones constantes para Chirac. Mitterrand fue el león y Chirac el gatito. Mitterrand revalidó su mandato en el 88, donde derrotó a Chirac. Pero los socialistas volvieron a perder las legislativas en 1993. Esta vez, Chirac se negó a ser el muñequito de Mitterrand. El presidente nombró a un liberal aburrido, Edouard Balladur, que se pasó dos años diciendo “Francia va mejor”. Balladur no tardó en volverse el rey de los sondeos, el niño mimado del electorado de cara a las elecciones presidenciales de 1995. Tenía la presidencia asegurada hasta que cometió un error: rompió el pacto con Mitterrand en virtud del cual el presidente se ocupada de política internacional, sobre todo de la construcción europea, y el primer ministro de los asuntos internos. En 1994, confiado en su aura y decidido a reforzar su imagen de estadista, Balladur escribió un artículo en el vespertino Le Monde sobre política exterior. Mitterrand jamás se lo perdonó. Desde entonces, el presidente eligió a Chirac. Hizo de su gran adversario de tantas batallas un aliado al que ayudó a ganar las elecciones presidenciales de 1995. En esa consulta, donde le ganó a Lionel Jospin, Chirac construyó su retórica electoral con un concepto que le hurtó a la izquierda: “la fractura social”.

Para la gente, Chirac es le “mec sympa”, el tipo simpático que compartía con el pueblo platos populares, tomaba cervezas, daba apretones de manos y abrazos a quien se le acercara y pasaba horas y horas en el Salón de la Agricultura hablando sobre vacas y girasoles. Era una aristócrata que sabía conectarse con el mundo popular, apegado a su terruño, La Corréze, un político feroz y al mismo tiempo un (de verdad) enamorado de las culturas antiguas, muy especialmente las precolombinas. Jacques Chirac fue el último peldaño del siglo XX antes de las transformaciones del XXI: Nicolas Sarkozy le robó su partido y luego transformó y diseminó a la derecha, el socialista François Hollande sepultó al socialismo y Emmanuel Macron, el actual presidente, vino a recuperar todas las semillas dispersadas en un campo de ruinas políticas sembrado por Sarkozy y Hollande. 

Francia recordará a Chirac porque fue un hombre cuya simpatía le sirvió para reescribir su propia historia. En estos homenajes hay algo noble, más allá del mismo Chirac. Francia no destruye su memoria. Los adversarios no están condenados al oprobio o al olvido. Han sido, como los demás, un eslabón de la construcción de un país. A favor o en contra de ellos se les da el lugar que ellos, gracias a los electores, supieron ocupar en la historia.

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