Hasta los 18, Eduardo Nieva sólo había pisado su Amaicha del Valle natal y Santa María de Catamarca, donde hizo el secundario. Sin embargo, la sabiduría del cacique Raymundo Silva, quien lo crió desde los 9, lo impulsó a viajar a Buenos Aires. Conseguir la personería jurídica de la comunidad diaguita era una gran preocupación para el cacique y allí no podía intervenir el derecho ancestral: se necesitaba un abogado.

Con un pasaje de tren y la plata para vivir un mes, Nieva dejó su pueblo a fines de los 80, pero lejos de lo que aconseja el padre de León Gieco no fue directamente donde están los presidentes, sino a una pensión de Remedios de Escalada que le consiguió un amigo.

Por cercanía eligió a la Universidad Nacional de Lomas de Zamora (UNLZ) y aunque el primer cuatrimestre fue “muy malo y triste” por el choque cultural y por su timidez, se cruzó con “gente buena” con la que el estudio se hizo ameno mientras combinaba sus lecturas en la biblioteca popular del barrio con el trabajo en una fábrica de caucho.

Se recibió a mediados de los 90 con la cabeza puesta en volver a Amaicha, no obstante, una beca del Fondo para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (FILAC) lo llevó al Instituto Interamericano de Derechos Humanos y como se cumplían 50 años de la Organización de los Estados Americanos (OEA) recaló en las pocas manzanas de Washington donde se define gran parte del futuro del mundo.

“Aprendí a tener una mirada más general de la situación, de política a nivel internacional, del derecho internacional”, remarcó en una charla con el Suplemento Universidad.

Allí formó parte de un equipo “exigente y sumamente profesional” con el que defendió los derechos originarios hasta llegar a la ONU, donde fue parte del grupo que forjó el borrador de la Declaración Universal de los Derechos Indígenas (uno de los grandes “orgullos” de su vida) y se enfrentó a organizaciones como el FMI o el Banco Mundial y llegó a los presidentes. Hasta se peleó por la “S” de originarios, símbolo de la diversidad cultural de las comunidades.

“Me enriquecieron mucho las discusiones, los debates. las posiciones de esos gobiernos eran muy duras, nosotros buscamos el derecho colectivo, ellos el derecho individual”, aseguró.

Tras 15 años de trabajo con la OEA y en Argentina, decidió volver a su pueblo para despedirse de sus seres queridos. “Volví pensando lo peor, que no iba a aguantar mucho tiempo más”, era ese asma que lo aquejó toda la vida y que ya no lo dejaba caminar. Dejó los corticoides, se encomendó a la medicina tradicional y a base de leche de burra superó la crisis casi al mismo tiempo que los resabios del 2001 se reconvertían en nuevas esperanzas

Recuperado, trabajó por reunificación de una comunidad que se dividió al calor de peleas internas con la realización de talleres de Derecho Indígena como herramienta. Su liderazgo le fue reconocido y a los 38 se convirtió en cacique, el más jóven de la historia de su pueblo. “Fueron 3 años durísimos porque recién ahí logré la personería jurídica”, dice.

Detrás se sucedieron y suceden una variedad de proyectos para el crecimiento de la comunidad: la red de agua potable, la radio comunitaria, la bodega comunitaria, los sistemas de riego y un centro de salud infantil, entre otros. Al final, el cacique Silva tenía razón.

Mientras transita el último año de su tercer mandato, Nieva trabaja con el Poder Judicial provincial en la creación de un juzgado de paz intercultural que articule entre la Justicia tradicional y la del Estado, y además es profesor en la Escuela de Gobernanza Indígena de la Facultad de Derecho de la UNLZ, que se da en Amaicha desde 2015.

Aunque una vez que termine el cazicazgo quiere ir por más: “Los pueblos indígenas tienen su propio derecho no escrito, ese derecho de la vida comunitaria que tiene valores sumamente importantes que rescatar para ver cómo se aporta al sistema estatal. Hace falta más diálogo entre pueblos indígenas y gobierno. Se tiene que promover un consenso intercultural para que se puedan promover políticas públicas”.