Como un pez en el agua contaminada

“Esta es una historia sobre el efecto dominó del trauma, y cómo se transmite de generación en generación”, dice la fotógrafa escocesa Kirsty Mackay sobre su serie Fish That Never Swam, ensayo visual en curso que comenzó en 2016, tras enterarse de la “mortalidad excesiva” de su país natal. Y es que, en promedio, 5 mil personas más mueren en Escocia por año que en el resto de Reino Unido. Glasgow, cuenta Mackay, está en el pico de la tendencia: la esperanza de vida masculina en la ciudad es la más baja de toda Europa Occidental, llamativo fenómeno con nombre propio: El Efecto Glasgow. “Más allá de la pobreza y las privaciones, que son las principales causas de mala salud en cualquier sociedad, informes oficiales señalan otros factores responsables, en particular la controvertida política de vivienda de la década del 70”, aporta The Guardian sobre la cuestión. Mackay asiente, advirtiendo que “desmantelar los vecindarios de la clase trabajadora y reubicarlos en las afueras de la ciudad, en zonas periféricas con pocos servicios, sistemas de transporte deficientes y menos oportunidades de empleo, no solo dejó su huella en el paisaje: también en la vida de muchas personas que perdieron sus raíces y tuvieron que empezar de cero. Ergo este proyecto que busca poner rostro a las estadísticas; entre ellos, el de una novia cuya pareja se suicidó hace poquitos años; el de un adolescente sin aspiraciones universitarias; el de una chica en sus 20s diagnosticada con una enfermedad crónica; el de un bebé recién nacido, que absorbe cual esponja las informaciones que el contexto le arrima. “¿Cómo es venir de este lugar, en vez de cualquier otro lugar, y cómo influye en alguien?”, se interroga Kirsty en una serie que debe su título --"Un pez que nunca nadó"-- al escudo de armas de Glasgow, y que evoca además la idea de que, así como un pez no es consciente del agua en la que nada, las personas no acaban de comprender el impacto real que sus entornos tienen sobre ellas.

El inventario de Dickens

El 6 de junio de 1870, Charles Dickens bajó al sótano de su casa de campo en Kent, llamada Gad’s Hill Place, para examinar su bodega, por lo general muy bien abastecida con brandy o ron, entre otras variedades a las que recurría para entretener a los invitados que frecuentaban su finca. El día anterior, los comerciantes de vino de Joseph Ellis & Sons le habían dejado un barril de excelente jerez; y tenía, además, 30 galones de whisky “muy fino” en stock gracias a una compra temprana, realizada en enero. Pero, claro, para cerciorarse de cuán bien avituallado estaba para recibir a sus hijos, prontos a arribar en visita familiar, hizo el escritor inglés un balance de sus brebajes, registrando con pelos y señales con cuantos litros contaba en un inventario casero, de su puño y letra. “Por esos días, Dickens trabajaba aún en su última novela, El misterio de Edwin Drood, que nunca llegó a completar. Había empezado a perder la movilidad; e incapaz de caminar por los jardines, su atención se volcó hacia el interior del hogar”, anota la web Atlas Obscura, dando una posible razón por la que el artista estuviese tan atento a asuntos diarios de comida y bebida. Y es que, tres días después de ese 6 de junio, tras una repentina hemorragia cerebral, Dickens murió. Y así, el humilde inventario devino una de las últimas cosas (sino la última) que escribió en vida. Pues, tras pasar de mano en mano de coleccionistas durante décadas, acaba de ser recientemente subastado el ítem en Sotheby's, Londres, por 15 mil dólares. Una pichincha, considerando los 217 mil verdes que desembolsaron aficionados por una primera edición de Grandes esperanzas, o los 116 mil que pagaron por Un cuento de navidad, otro de sus inoxidables clásicos. Pero fue sobre el mentado inventario se manifestó Gabriel Heaton, especialista en libros y manuscritos de Sotheby’s, recalando en la importancia de esas hojitas amarillentas, entendiéndolas como “un registro conmovedor de los últimos días de uno de los mejores escritores de la historia”. Bajo esa lupa, flor de ganga los 15 mil pavos.

Las cuasimonedas alemanas

Durante los turbulentos tiempos de la Primera Guerra Mundial, frente a la ascendente crisis económica, aprobó el gobierno alemán el uso de notgeld, léase dinero de emergencia o necesidad, para paliar la escasez de efectivo. Esta moneda temporaria, una suerte de vale, era emitida en pueblos y ciudades con el aval de las autoridades locales amén de agilizar el intercambio, aunque limitado su uso al sitio de origen y, en ocasiones, con fecha de caducidad. “Se introdujo como sustituto durante el conflicto bélico, con mensajes patrióticos, a veces subversivos. Pero, popular entre los germanos, pronto se volvió un ítem altamente coleccionable entre numismáticos, para luego -durante los primeros y convulsos años de la República de Weimar, en especial con la hiperinflación de 1923- recuperarlo como moneda alternativa”, anotan desde el British Museum , en Londres, que por estos días inaugura la muestra Currency in Crisis, precisamente dedicada a exhibir ¡cantidad! de ejemplares notgeld. Hace sentido tamaña vidriera para los mentados billetitos, visto y considerando que son auténticas piezas de diseño gracias a sus encantadoras y coloridas ornamentaciones, sus viñetas pintorescas, sus leyendas y visuales de todo tipo, en los más diversos tonos (políticos, moralmente edificantes, humorísticos, etcétera). Tan diversos ellos que se estima que se emitieron miles y miles de versiones distintas en los frenéticos días de posguerra, entre las que –bien se hace en suponer- hay de todo como en botica… Está, por caso, el notgeld ilustrado con un nabo y un sonado lamento por la desastrosa falta de comida, de 1917. Aquellos con mitos regionales y narraciones populares, que remiten a las brujas y los fantasmas que deambulan por las montañas de Harz, al norte de Alemania. Está el que pena la decadencia de la moral cristiana durante la crisis financiera; o aquel de Braunschweig, de octubre de 1918, un mes antes del armisticio, que muestra a un soldado, a un obrero, a una madre y a la propia muerte, con una inscripción que anota: “Yo acompaño en los tiempos difíciles”. Tampoco faltan los billetes que muestran cómo, durante la Edad Media, se castigaban a los especuladores, acaso una amenaza velada a los “cuervos” de 1921. O, cómo no, el notgeld con diseño de la mismísima Bauhaus, de un millón de marcos, impreso en 1923 en Turingia. “Cuanto más bonita era una de estas monedas, más atraía a los coleccionistas, por lo que las ciudades pusieron empeño en hacerlas lo más bonitas, divertidas u ocurrentes posibles, con chistes, poemas o comentarios de actualidad”, cuenta Johannes Hartmann, curador de una exposición que continuará hasta marzo del año que viene.