La noticia habló de un joven de 20 años ejecutado en Platón y Flor de Nácar, en Las Flores. Algunas notas incluyeron referencias a un “ajuste de cuentas” o incluso al “barrio de Los Monos”. La muerte de Mirko Ivan Cabrera llenó de dolor a quienes lo conocieron: en su breve vida dejó su huella poética en el Irar (Instituto de Recuperación del Adolescente), adonde ingresó a los 16 años y también en la cárcel, donde participaba del taller de narrativa y rap hasta que salió en libertad, en noviembre pasado. Nunca hay “un pibe más” para las coordinadoras del colectivo La Bemba del Sur, que trabaja en las cárceles del sur de la provincia. “Vas leyendo las noticias y Mirko aparece como un nombre más y siento que nos hacen creer que la vida de los pibes no vale nada. Ese es el dolor más grande”, expresa Valentina Roldán, integrante de ese colectivo. “Reponer a Mirko tiene que ver con pensar las singularidades, pensar de modo situacional”, apunta otra integrante, María Chiponi. “Lo primero que nos pasa es que nos llenamos de preguntas y de desazón. Ante la muerte pareciera que todo se paraliza y decís cómo, por dónde seguimos”, agrega para subrayar que en un escenario de “tanta imposibilidad y arrasamiento subjetivo” como los lugares de encierro, “aparece algo de lo posible, que es el taller de rap, el taller de cumbia”. Lugares donde estos pibes pueden decir lo suyo y vislumbrar nuevas posibilidades.

En Mirko se desplegó con poesías, improvisaciones de rap y letras de canciones. “Hay algo cíclico vez en cómo se dan estas situaciones de violencia, o de muerte. Porque tal vez los chicos que mataron a Mirko eran pibes de 15 o 16 años que tal vez uno después los encuentre en Irar y que empiecen a transitar los mismos talleres y que tal vez puedan construir otras potencias. Por eso, esto no te genera la violencia de la justicia, de quién fue que lo mató”, suma su mirada Estefanía Invernizzi, también coordinadora del taller de Narrativa y Rap. “Los medios de comunicación generan un distanciamiento o una justificación, el ajuste de cuentas parece que ya tranquiliza, porque parece una muerte que merece ser así”, sigue el razonamiento y convoca a pensar términos de “cómo nos hacemos cargo como sociedad de esa situación de violencia, de empobrecimiento”.

La limitación en las expectativas de vida de esos jóvenes dista mucho de ser cosa de ellos. “Pensar en términos del ajuste de cuentas y estos territorios siempre signados por la violencia, donde se desdibuja toda la otra producción de lo comunitario que cotidianamente sostiene a los barrios, también habilita que no esté el estado. Es un ajuste de cuentas y no solo es un sentido que construyen los medios de comunicación y que instalan, y que se instala en todo el entramado social, sino que también el estado aprovecha eso. No es agenda del estado hoy pensar una política pos-penitenciaria”.

Mirko salió de la cárcel con ganas y convicción de terminar la escuela, pero le fue difícil conseguir los certificados que debían darle en la Unidad 3, y que eran su derecho. Incluso, le propusieron que fuera a rendir las materias adeudadas a la prisión, como si esa vuelta fuera un trámite. Mirko quería terminar la secundaria y volver a la cárcel, sí, pero desde otro lugar. Quería ir a dar talleres. “Tal vez si hubiese habido algo… algo que esté presente. El taller estaba, pero no estaba garantizada la movilidad, no podía llegar. ¿Por qué todo tarda tanto? ¿Por qué el Estado tarda siempre tanto?”, pregunta Estefanía con el dolor en los ojos.

En el reclamo de políticas públicas que permitan a estos pibes salir de ese destino marcado no hay una mirada ingenua o romántica. “Todo lo que pensamos tampoco quita la responsabilidad del hecho por el cual ya hubo un proceso penal, una pena, una cárcel que está gestionando la ejecución de la pena, no caemos en desresponzabilizar sino que tratamos de pensar la responsabilidad colectiva”, suma Chiponi. Dos pibes que pasaron por los talleres en las cárceles hoy estudian trabajo social. Su objetivo es “volver al barrio para acercarles a los chicos otras posibilidades, para que no pasen por lo mismo”. Esa potencia, justamente, se trama en las posibilidades que dan los talleres donde ellos –y ellas en el caso de la Unidad 5- son sujetos que pueden habilitarse para escribir otra historia. Las dificultades al salir son concretas. No podrán ser docentes secundarios ni formar parte de una comisión directiva de una cooperativa por tener antecedentes penales, el estado no garantizará su derecho al trabajo o la vivienda. Serán –es difícil salir de eso- los “ex convictos”.

Y justamente, por eso consideran “muy importante alojar otros discursos, otro régimen de visibilidad”. La muerte de Mirko les reactivó a las integrantes de La Bemba del Sur el dolor que provocó otra, la de Fernando Gutiérrez, asesinado en junio de 2016. “El titular de Fernando fue: ex convicto muere acribillado. Fue tan fuerte que lo único que recuperaba esa nota era no sólo que fuera ex convicto, sino que era merecedor de esa muerte. Se borraba toda posibilidad subjetiva en relación a un montón de otras cosas que sí era Fernando”.

 

Los relatos hegemónicos tienen efectos concretos. “Se instalan en el sentido común, construyen y legitiman las políticas más punitivistas”, considera Chiponi. Y en esa operación, hay preguntas que faltan: “Pensar en la complejidad de todo esto, ¿qué pasó previamente con ese pibe que a los 14 años tuvo un arma en la mano? ¿qué pasó antes? ¿por qué instituciones circuló? ¿qué pasó con su familia? ¿qué pasó con el derecho al trabajo de sus padres? ¿tuvo para comer todos los días? ¿cuál es su vivienda? ¿fue a la escuela? ¿la maestra que lo alojó en la escuela, lo acompañó en su trayectoria de preguntarle por qué no iba? ¿tuvo zapatillas? Todas esas preguntas previas que nunca aparecen”, postula Chiponi.