Pavarotti ríe. Pavarotti habla. Pavarotti ama. Pavarotti (desde luego) canta. El documental de Ron Howard recorre y desglosa vida y obra del tenor nacido en Módena, desde sus primeros pasos en el mundo operístico hasta su consagración como superestrella internacional, condimentando el núcleo hagiográfico con pinceladas de ligera oscuridad. En tanto homenaje a la figura del cantante lírico más famoso del mundo –junto a Enrico Caruso–, el mismo equipo de producción responsable de la reciente The Beatles: Eight Days a Week tira la casa por la ventana a la hora de ofrecer material de archivo, tanto el público y reconocido como el íntimo e inédito.

Pero Pavarotti, a lo largo de casi dos horas, no sólo destaca las más que evidentes dotes vocales de su protagonista y sus logros artísticos a lo largo de los años, resumiendo una carrera que supo alejarse, por elección propia, de los claustros de la ópera para lanzarse a los escenarios de la música popular. También destaca los picos y mesetas de la vida privada, haciendo hincapié, en más de una ocasión, en el incomparable carisma del hombre a la hora de ser entrevistado o, simplemente, dar un apretón de manos.

El mismo Howard, director de títulos como Apolo 13, Una mente brillante y El código Da Vinci, ha destacado en entrevistas periodísticas ese aspecto particular, describiendo un fugaz encuentro con el cantor en un evento promocional de los Globos de Oro, a comienzos de los años '80. Siguiendo la estructura tradicional de la cronología, las imágenes de un joven Luciano –en la playa, con su primera esposa y sus hijos; sobre el escenario, con ropajes y maquillaje a tono–, y la descripción de su crianza y entorno familiar le ceden el espacio al primer hito profesional: la presentación de La bohème en el teatro Romolo Valli de Reggio Emilia en 1961.

A partir de allí, el documental avanza rápidamente en la enumeración de presentaciones alrededor del mundo hasta su consagración definitiva como excelso practicante de las artes del tenor, incluido un destacado segmento donde se describe su capacidad para llegar al do sobreagudo sin esfuerzo ni caer en el falsete, en varias ocasiones y en una misma velada. De allí, desde luego, su mote de “Rey del do de pecho”.

Más allá de la técnica excelsa y las performances antológicas, tal vez la mayor virtud de la película sea la descripción, sin subrayados, de algunas de las contradicciones de su vida pública y privada. Aunque era un católico confeso, los amoríos fueron apilándose con el correr de los años y su último romance (y posterior casamiento) con una joven tres décadas más joven que él se transformó, previsiblemente, en un escándalo mediático.

Por otro lado, la búsqueda de una masificación de la ópera lo llevó, primero, a la realización de los muy populares conciertos de Los Tres Tenores –junto a Plácido Domingo y José Carreras–, para poner luego en marcha una serie de recitales con fines caritativos junto a figuras del rock y el pop como Sting, Stevie Wonder y U2, un corrimiento al mainstream de la música popular que muchos amantes de la ópera nunca le perdonaron.

Resulta extraña la ausencia de algún fragmento de Si, Giorgio, de Franklin J. Schaffner, su única actuación en un film de ficción, aunque su constante deseo por ser tratado como una vedette es referida por algunos excolaboradores. Sobre el final, dejando de lado ese inglés que el cantante nunca logró pulir del todo, las tiernas palabras en la lengua materna, dedicadas en video a su joven esposa, destacan al hombre detrás del mito. En ese mortal enamorado a los 70 años, el brillo de sus ojos señala, indisimulablemente, una edad interior mucho menor.