Cada año, desde 1901, la Academia sueca cumple con una voluntad expresada en su testamento por el químico Alfred Nobel: el galardón que lleva su nombre deberá recompensar “una obra literaria que haya demostrado un poderoso ideal”. Según cómo se lea, la noción de ideal en literatura se presta a diversas interpretaciones. Si se opta por la acepción de una unión simbólica entre creación y ética, ésta ha sufrido algunos vaivenes a lo largo de la historia. En varias ocasiones la congregación de ilustres árbitros ha tenido que hacer equilibrios para arreglárselas con su conciencia. Por citar los más sintomáticos desde un punto de vista europeo, durante los años treinta ningunx escritorx austríacx o alemanx que no fuera del gusto de Hitler recibió el premio, por otra parte suspendido de 1940 a 1943 a petición del neutral gobierno sueco en la segunda Guerra Mundial. Una extraña atmósfera con resabios de violencia sexual-patriarcal y de revisionismo se cierne este año sobre la entrega honorífica, generando una nueva situación insólita respecto del “poderoso ideal”: no se concede un Nobel de literatura, sino dos, ya que en 2018, por primera vez en setenta años, se volvió a suspender la mayor condecoración literaria del mundo. La razón fue el escándalo producido el 21 de noviembre de 2017, cuando el diario Dagens Nyheter publicó un artículo explosivo con relatos de dieciocho mujeres sobre las agresiones sexuales y violaciones ejercidas por el francés Jean-Claude Arnault, figura influyente en el círculo de la Academia, de la cual recibió financiamientos varios, y destacada en el mundo de la cultura. El escándalo reveló a la sociedad sueca el funcionamiento patriarcal y opaco de esa Academia, en un país donde la igualdad de género es muy respetada y donde la transparencia se presenta como un principio fundamental. Dos premios para una ceremonia y dos caras de un ideal europeo con las que se espera, de manera algo paradójica, lavar la reputación de una institución corroída por una cultura de hipocresía y violación. Por un lado, el prolífico y reconocido escritor Peter Handke, originario de la minoría eslovena de Austria que, en el otoño de 1995, pocos meses después de la masacre de Srebrenica, partió hacia Serbia y consignó sus impresiones en un polémico libro, Un viaje de invierno a los ríos Danubio, Sava, Morava y Drina o Justicia para Serbia (1996). Y siete años más tarde, provocó una gran controversia al asistir al funeral del ex presidente yugoslavo Slobodan Milosevic, acusado de crímenes de lesa humanidad y genocidio.Y por otro, la polaca Olga Tokarczuk, de 57 años, autora no menos reconocida de una veintena de novelas históricas best sellers en su país, de cuentos fantásticos, ensayos y poemarios, quien vivió el derrumbe del bloque soviético de 1989 y con él, el fin de la censura. De izquierda, militante ecologista, la escritora se posicionó en contra del gobierno nacionalista y católico tradicionalista Ley y Justicia. Construyó una obra de inspiración mística, muy documentada, en la que la mirada de la mujer desintegra el mito de una única e indivisible identidad nacional. Su flexibilidad refleja el espíritu de la ciudad de Wroclaw, a la que llegaron sus abuelxs a principios de 1945, cuando todavía se llamaba Breslau, último bastión de los soldados alemanes. Devastada por la guerra, sus calles cambiaron de nombre tres veces en las últimas décadas. A lo largo de los procesos de desgermanización, de sovietización bajo la Polonia comunista, y de repolonización después de 1989, fue repoblada por desplazadxs, migrantes que la han transformado en una de las ciudades más dinámicas de Polonia. Los escenarios de sus novelas se sitúan precisamente en la movediza Europa central, que la llamada Europa occidental, en su amnesia, desconoce. Si le preguntan cuáles son las fronteras de aquel territorio, Olga Tokarczuk responde que es difícil trazar límites claros, porque allí todo cambia, todo está en constante movimiento. Para ella Europa Central es Alemania del Este, Polonia, Lituania, los Países Bálticos, parte de Bielorrusia, Ucrania, República Checa, Eslovaquia, Hungría y también Austria. Países que representan los vestigios de la monarquía de los Habsburgo y parte de Prusia, un “mundo de ayer” multiétnico y políglota, anterior a la llegada de los nacionalismos. En un lugar llamado Antaño (1996) pinta con tintes de inspiración barroca el cuadro alucinatorio de una pequeña ciudad rural del sur de Polonia, donde lxs habitantes, campesinxs sedentarixs, viven sumidxs en un mundo que se deshace, evoluciona y desaparece con el transcurrir de las generaciones.Sostenido por las fuerzas sobrenaturales del cuerpo de la mujer, de la madre, de la prostituta, de la bruja, Antaño es un paisaje de invierno envejecido, que el encantamiento va abandonando poco a poco, devolviendo a sus personajes a la nada ontológica. La alternancia entre ruralidad y nomadismo tiene un lugar central en la escritura de Olga Tokarczuk, que dedicó la novela Los corredores (2007) al peregrino que el ser humano trae consigo, una memoria del tiempo que precede la sedentarización. Los relatos entrelazados en el libro recorren la identidad fluida del viaje como un desplazamiento físico que produce un movimiento interno, trascendiendo la idea de frontera. El sentido de sus peregrinaciones siempre es el encuentro con otrx peregrinx, un viaje dentro del viaje que asume imágenes de universos intemporales y difracta la frontera entre vivxs y muertxs.En la que se considera como su obra maestra, Los libros de Jacob (2014), una novela histórica de mil páginas, la escritora nos sumerge en el corazón de la Polonia del siglo XVIII, un reino en decadencia llamado a desvanecerse. Un riguroso trabajo de ocho años de investigación, sin precedentes en la literatura polaca contemporánea, condujo a Olga Tokarczuk a rastrear los pasos de Jakob Frank (1726- 1791) y de sus discípulos, los frankistas, una secta mística judía calificada como hereje por las ortodoxias de las tres religiones monoteístas. Heredero del movimiento del místico Sabbathai Tsevi (1626-1676), en el que un gran número de judíos creían con intenso fervor considerándolo el Mesías, el movimiento frankista creó una escisión del judaísmo del siglo XVIII por la radical disidencia -religiosa, política y sexual- de sus prácticas. También marcó durablemente una identidad cultural negada por la historiografía polaca oficial, ya que remite al oscuro papel desempeñado por la Iglesia católica durante los pogroms antijudixs que constituyeron un contexto sociopolítico decisivo para la emergencia de aquella fiebre mesiánica.Más aun, los frankistas se convirtieron al catolicismo y al islam para escapar de las persecuciones y seguir practicando el culto en secreto. Olga Tokarczuk insiste con ironía en esas conversiones, que ponen en jaque la fantasía de una identidad polaca inmutable y monolítica. El éxito de la novela, que vendió en 80 mil ejemplares, irritó a los círculos católicos y nacionalistas que la acusaron de difamar al país e incluso llegaron a amenazarla círculos de un antisemitismo secular fuertemente arraigado y de una tenaz negación de la Shoah, como se vio durante el proceso del gobierno de Polonia a Página12 por “ultraje a la nación polaca” cuando este diario denunció la quemazón de judíxs llevada a cabo en 1941 por vecinxs polacxs del pueblo de Jedwabne. Para poder construir esa epopeya sobre la memoria, la emancipación y el deseo, e ilustrar la lucha contra la opresión, especialmente de las mujeres y de lxs extranjerxs, pero también contra el pensamiento fijo, ya sea religioso o filosófico, la autora tuvo que llenar los vacíos dejados por la historia. Según sus declaraciones, lo hizo inspirándose en “el método de conjeturas” empleado por lxs archivistas ante un documento “con agujeros”. En la novela, el espectro de una mujer llamada Ienta, que muere al inicio del relato, viene a paliar esos vacíos con su mirada. La autora explicó que su personaje nació en respuesta a la ausencia de nombres de mujeres en las fuentes históricas. Al crear ese personaje indispensable, buscó restablecer el rol de las mujeres en una historia de disidencia de la que fueron parte activa. Eva Frank, la hija de Jakob Frank, también fue líder del culto místico y la única mujer en siglos que ha sido considerada como Mesías. La desenfrenada imaginación y el rigor con los que Olga Tokarczuk convoca los trasfondos tabúes de las identidades abre un visión múltiple de la alteridad: “Ser un extraño es ser libre. Tener detrás de sí un gran espacio, una estepa, un desierto. Poseer su propia historia, una narrativa propia escrita con las huellas que hemos dejados atrás.” Según como se lea, desde la mirada indomable de una narradora espectral hasta las heroínas que pueblan los inframundos de Olga Tokarczuk, su obra trae consigo un poderoso y refractario ideal de herejía en relación con los muros de contención de la pureza nacional.