Tres mujeres a bordo de un carro conducido por un hombre tuerto inician una travesía por la pampa para dar cumplimiento a la última voluntad de una finada: ser enterrada en el cementerio de Villa Evangelina. Ese es el tranco inicial de Bajo lluvia, relámpago o trueno, novela de Fermín Eloy Acosta (Olavarría 1990). Acosta trabaja como docente e investigador en áreas ligadas a la teoría queer, las disidencias sexuales, los feminismos y las imágenes e integra, además, el equipo de Micropolíticas de la Desobediencia Sexual en el Arte de la Universidad Nacional de La Plata.

PERSONAJES: LAS MUJERES

La Rudes, hermana de la mujer muerta y una suerte de Vieja Vizcacha que sigue las conversaciones ajenas incluso en sueños, es la que toma las decisiones a la hora de emprender el viaje. “Desde la muerte de mamá, lo único que hacía Rudes era dar órdenes, hablar mal del resto de la familia, de mis hermanas, las muertas, de la gente del fortín, maldecir a todo lo que le descansara en la vista más de lo esperado”. Como signo de esa excitación, que no es sólo verbal, Rudes viaja con una escopeta debajo de la falda.

La otra pasajera en tránsito es Elena, “hermana paga” de la hija narradora. “Había venido a vivir con nosotras desde chica. Un día mamá dijo: vino a ayudar, que se les junte y que aprenda, una más de ustedes, se le da casa a cambio de trabajo”. Elena, que está embarazada de padre desconocido, comparte la misma idea que la narradora acerca del singular cortejo fúnebre, al que escoltan perros raquíticos, chimangos y nubes de moscas. “Todo esto era un sueño largo. ¿Y qué no era un sueño largo en ese lugar donde el paisaje da calambre?”.

A lo largo de la novela, fluye la voz de la hija de aquella que viaja en un ataúd de madera entre alimentos, ropa, faroles, leña, papagayos y “una carta de recomendación del arzobispo firmada de puño y letra”. Porque aun sin vida, los cuerpos de las personas son propiedad de ciertas instituciones. Esta hija, la única sobreviviente de varias hermanas, y que tal vez no ha querido tanto a la madre, es la que debe cumplir la promesa. Para darse valor, la huérfana improvisa un lenguaje: “Silbé melodía sencilla que había inventado mirando el paisaje, hacía muchos días y cuando por primera vez había visitado el campo, después de su muerte, orfanato al que de poco todos, tarde o temprano, nos toca ir entrando”.

Lucio Pedernera, el hombre que conduce el carro, conversa con los caballos e interpreta las presencias del paisaje (casi siempre como signos de mal agüero), intenta llegar a destino con la ayuda de un mapa provisto por Rudes. “Lo había conseguido ella en lugar del campo abierto donde se apostaban los baqueanos y los borrachos, al otro lado del fortín y del saladero”, cuenta la narradora en su estilo por momentos tan desconfiado como telegráfico, con frases que parecen despoblarse de algunas palabras. Pese al detalle de los pormenores del viaje, asociados en directo libre con el pasado de las protagonistas, la novela de Acosta tiende de forma paulatina al mutismo.

“Me interesaba ubicar el relato en torno a un grupo de personajes muy particulares, en su mayoría mujeres, que atraviesan un territorio hostil, inexplorado, polvoriento; una caravana que siguiera las órdenes de una voz del más allá –grafica el autor-. Para eso tomé géneros de los que soy muy lector y que albergan un montón de posibilidades creativas, como el fantástico, el terror y la novela gótica”. El proceso del libro tuvo un desarrollo de dos años y medio. “Si tuviera que señalar un inicio, lo encuentro hace tres años entre un verano que pasé en Olavarría y un puñado de lecturas de literatura argentina y norteamericana que me acompañaron en aquellos meses. También me marcaron mucho las lecturas que me recomendó en aquel entonces Leopoldo Brizuela en torno de autoras estadounidenses que exploraban ciertos límites del lenguaje e incorporaban un repertorio de palabras y formas de hablar ligadas al territorio rural”, cuenta. Esas “damas sureñas” destacadas por Brizuela eran Carson McCullers, Willa Cather, Katherine Anne Porter, Flannery O'Connor y su amada Eudora Welty.

En principio, Acosta trabajó su texto con Julián López y, luego de ser seleccionado con otros participantes para la Bienal de Arte Joven, en un taller con Hernán Ronsino. “En mayo la envié al concurso cerrado de la Bienal y fue una gran sorpresa cuando me anunciaron que Selva Almada, Félix Bruzzone y Entropía la habían elegido para ser editada”, dice el autor de Bajo lluvia, relámpago o trueno, que toma su título de una línea de Macbeth.

No obstante, el territorio elegido como escenario para su primera novela no es isabelino ni norteamericano. Constituye un emblema de la literatura argentina desde el siglo XIX: la pampa. Como en una novela de terror donde los muertos no terminan nunca de morir y los vivos enloquecen ante el horizonte que arde, la llanura se convierte en tumba y la novela, en una coreografía de espectros que presagian (o aguardan) la llegada de la tormenta final.

Bajo lluvia, relámpago o trueno

Fermín Eloy Acosta

 

Entropía