Uno

Desde hace un tiempo apunto postales sueltas de mi mapa imposible, empeñado en una cartografía desordenada que es tanto de la memoria como de su revés -lo que no se recuerda, a veces, también parece gritar a la vuelta de una esquina-. Y aunque nunca tuve pretensiones de totalidad, es un texto que crece, se desvía, se desborda, se multiplica. Supongo que, de algún modo, intento una especie de álbum de recortes personal en el que a veces aparecen las esquinas y rincones de la ciudad que supo ser. Y donde en ciertas ocasiones otros leen, o vislumbran, el mapa de su propia historia con las escenas de su mitología personal. Y sueñan con desplegar sus propias brigadas para recorrerlo.

Dos

El marido de mi madre, por ejemplo. Tiene una memoria meticulosa y fotográfica que almacena con precisión los detalles visuales. Cuando alguien hace referencia a algún sitio de la ciudad, en lugar de registrar la intersección más cercana o el cuadrante que delimita la zona, bucea en su memoria visual para reconocer la casa o local del que le están hablando. "Zeballos y qué. ¿Y Entre Ríos? ¿Del lado que estacionan los autos o del otro? Hay una rotisería en la esquina, de color naranja o algo así. Después una casa antigua, el edificio azul de la UTN, la cochera de un edificio, un kiosco, una reja… ¿Ahí?".

Sus listas pueden ir de la enunciación meramente representativa -"una ferretería"- a una descripción detenida -"una casa de dos plantas, con un balcón corrido del que cuelgan helechos y geranios, con el frente revestido en piedra"-. Pero lo que en otros puede estar limitado a un puñado de lugares específicos que se conocen de memoria, en él parece tratarse de una capacidad que se expande hasta abarcar el trazado urbano completo, como si en su memoria se escondiera una especie de Street View personal. Como el borgiano Funes, que recordaba cada hoja de cada árbol de cada monte, él quizá recuerde cada fachada de cada cuadra de cada barrio. Y tal vez todavía más, porque también recuerda las antiguas casas que hubo donde hoy se alzan algunas otras casas nuevas.

Y en esa memoria visual superpuesta de la ciudad y su fantasma, como no podía ser de otra manera, aparecen los cines que fueron y ya no son.

Tres

Pero lo interesante es que sueña con desplegar una brigada de la memoria o de la nostalgia que los mantenga vivos. Una brigada de los sueños, podríamos decir: un puñado de hombres y mujeres, plenos de pasados y cicatrices, que recorran la ciudad para revelar frente a una fachada abandonada o un templo religioso, sus viejos tiempos de esplendor como sala de cine. Guardianes secretos del mapa imposible que aborden de repente a los transeúntes para hacerles ver, más allá de la pátina del tiempo, la marquesina luminosa que anuncia la película en cartel. Decir por ejemplo, en la peatonal San Martín, frente al viejo cine Heraldo, disculpe señorita pero ahí, amparado en la penumbra de ese cine, durante la proyección de una de Buster Keaton, besé a una chica que amé. Parar a alguien en Corrientes 425, frente a los carteles publicitarios que esconden los vidrios rotos y la fachada ruinosa del viejo Imperial, y decirle acá me trajo mi abuelo a ver la última de Bud Spencer y Terence Hill porque le gustaban las películas de tiros y los sopapos que repartían ese flaco escurridizo y el barbudo fortachón. Tomarle la mano a alguien y decir, frente al viejo cine Broadway, acá vinimos con mis amigas y mis primas a ver Mujer Bonita, con Julia Roberts y Richard Gere, cuando salimos solas al cine por primera vez. Una brigada que recorra las calles para sacarle el polvo a las viejas noches de gloria del Radar, el Palace o el Gran Rex. O el Echesortu Palace, el Madre Cabrini y el San José, el América y el Coliseo. Hasta que el telón del tiempo se corra y la sala se llene otra vez de voces y fantasías. Acá besé, acá lloré, acá reí, acá soñé.

Traer a la vida no sólo aquellos viejos cines sino a los fantasmas de esas salas, espectros en blanco y negro o en Technicolor. Y otro montón de fantasmas convocados por la emoción.

Cuatro

Porque después de todo, si hay un vínculo afectivo que nos une a esos espacios ya desaparecidos, una especie de cariño con el edificio que lo albergaba, es porque en ellos persiste la memoria de un momento íntimo, vital. Una experiencia acaso mínima pero siempre entrañable.

"Compartir una película que a uno le gusta con gente que uno quiere es como prestar un libro y saber que el otro va a entrar en la historia, descubrir a los personajes, transitar el mismo recorrido que nos marcó", escribió mi compañera alguna vez, a propósito de la proyección de Julieta en un ciclo que presentaba. "Es, de algún modo, compartir la posibilidad de una emoción. A veces eso se cumple. Y cuando la película hace vibrar las mismas cuerdas, es como establecer un vínculo silencioso que perdura, como un hilo invisible. Una experiencia secreta de intimidad."

Supongo que tiene algo de razón. Y supongo también que, aunque no la veamos, la brigada de los sueños del marido de mi madre recorre en secreto las calles de la ciudad, tirando de esos hilos invisibles que todavía nos conectan, a pesar del tiempo y de las ruinas.

No hay más que detenerse en silencio frente a alguno de los viejos cines y contemplar su fachada lejana para sentir cómo el hilo se tensa y algo, inesperado y remoto, se pone en marcha otra vez. Cada uno sabrá -o descubrirá- qué cuerda suena, qué cuerda vuelve a vibrar.

nunez.javier.e@gmail.com