El principal problema estructural de la economía argentina es la restricción externa, es decir, la falta de dólares para incentivar o sostener el crecimiento económico, cuya presencia se corrobora a lo largo de nuestra historia económica moderna. Para sortear este problema, Argentina tiene sólo tres modos para generar dólares: por la vía del endeudamiento, por el ingreso de inversiones y por las exportaciones, siendo esta última la forma más genuina de las tres.

El Gobierno de Alianza Cambiemos adoptó una política de endeudamiento continuo, que implicó la masiva entrada de capitales: pasó de una deuda bruta de la administración central de 240.665 millones de dólares, que representaba el 52,6 por ciento del PIB en 2015, a 337.267 millones de dólares, llegando casi al 100 por ciento del PBI al finalizar el segundo trimestre. 

Este proceso de endeudamiento fue acompañado por el arribo de capitales especulativos atraídos por las enormes rentabilidades disponibles fruto del retorno de la valorización financiera que aseguraba tasas de interés únicas en el mundo y la libertad de movimientos de capitales. La otra apuesta fallida fue la lluvia de inversiones directas o productivas que nunca se concretó.

Las exportaciones representaban, según el imaginario del actual Ejecutivo uno de los principales motores del crecimiento que se suponía iban a expandirse fuertemente a partir de una mayor integración al mundo. Los dos últimos presupuestos presentados por esta Administración dan cuenta de ello.

Con el objetivo de fomentar las exportaciones, el Gobierno redefinió la política comercial externa, intentando dejar atrás el proteccionismo vigente en el kirchnerismo, dando paso a la presumida “inserción inteligente”. Ya en el primer año de su gestión, Macri señaló que: “El mundo nos está abriendo las puertas y tenemos la oportunidad de transformar todo lo que tenemos para dar en posibilidades concretas para que más argentinos puedan crecer; para pasar de ser el granero del mundo a ser el supermercado del mundo…”.

En el mismo sentido, a través del Decreto 1177/2018 se denomino el 2019 como año de la Exportación. Entre los considerandos de la norma se señala ”que la exportación de nuestros productos y servicios es la vía para la construcción de una economía próspera, dinámica e integrada al mundo, que genere empleos de calidad y sustentables para los argentinos”. Asimismo, indica que “las propuestas y medidas que promuevan el desarrollo económico constituyen una de las premisas del Estado Nacional”.

Los datos publicados por el Indec del Intercambio Comercial Argentino (ICA) muestran resultados que no son alentadores. Las exportaciones del 2016 aumentaron sólo 1,9 por ciento y en 2017, 1,3 por ciento (solo unos 1837 millones de dólares más que en 2015). En 2018 mejoran 5,1 por ciento, empujadas por las ventas de combustibles. Asimismo, el Presupuesto 2019 indicaba que las exportaciones crecerían 20,9 por ciento y se convirtieran en el componente más dinámico del PIB luego de la sequía del 2018, pero nuevamente la realidad indica que se incrementarán apenas 8,4 por ciento. Es decir, 60 por ciento menos de lo esperado.

Para el 2020, el mensaje que acompaña el Presupuesto espera que las ventas al exterior crezcan 7 por ciento. En el mismo se reconoce que en los primeros siete meses de 2019, las cantidades exportadas crecieron el 12 por ciento interanual y estuvieron concentradas en el sector primario exportador con una mejora del 27,5 por ciento para el mismo período. También, crecieron las exportaciones de manufacturas agropecuarias y las energéticas con subas del 17,6 y 14,5 por ciento, respectivamente. Pero, en consonancia con la destrucción industrial interna, las exportaciones de este sector se contrajeron un 5 por ciento y se explican por la menor demanda externa del sector automotriz por parte del principal socio industrial: Brasil.

Pero entonces, ¿por qué falló el proyecto exportador del macrismo? Las respuestas pueden ser varias, pero sobre todo hay dos motivos que prevalecen: el fuerte apego al dogmatismo ortodoxo y un severo error de diagnóstico en un contexto global que cambió a partir de 2012, el mundo entró en un proceso de retracción del crecimiento. El caso más paradigmático fue el de China, que en 2015 tuvo el menor crecimiento de los últimos 25 años. Los años posteriores siguieron en esa tesitura, donde las principales economías del mundo mostraron menores niveles de crecimiento en el marco de una guerra comercial entre los Estados Unidos y el país asiático. De hecho, las expectativas son negativas para los próximos años a partir de la contracción del PIB de Alemania y del Reino Unido y del menor registro mensual de la producción industrial chino en 17 años.

En este contexto, los desafíos son muchos y complejos, no sólo por la necesidad de aumentar las exportaciones como fuente genuina de divisas sino también porque se debe repensar la política comercial externa, con el objetivo de diversificar la cartera exportable. Para ello hay que pensar e implementar un conjunto de políticas industriales, tecnológicas, tributarias y logísticas que sean acordes a una estrategia de promoción de las exportaciones que potencie a los sectores productivos y que permita exportar bienes con el mayor valor agregado posible. Por supuesto que los sectores con ventajas comparativas como el agro o las posibilidades de ampliar la exportación de hidrocarburos a partir de Vaca Muerta son importantes, pero es menester lograr elevar el valor agregado de las exportaciones para que el proceso sea sostenible en el tiempo.

Desde ya, para ello se necesita una macroeconomía estabilizada y con capacidad de crecimiento, así como un Estado que tenga entre sus objetivos el diseño e implementación de instrumentos y recursos apoyando esta política económica para incrementar las exportaciones y así se alcance el crecimiento con inclusión social.

* Integrante del Centro de Economía Política Argentina (CEPA).

** Conicet/UNQ. Integrante del Centro de Economía Política Argentina (CEPA).