La chica, oriunda de un pueblito de Arizona, cándida pero entusiasta y decidida, estudia el último año de periodismo en la Universidad de Yardley, institución ficcional cuyos edificios señeros y caminitos serpenteantes rodeados de verde marcan un parentesco con las facultades más eminentes de los Estados Unidos. Su novio es estudiante de otra carrera, un muchacho nacido y criado en Manhattan en cuna de oro. Un tipo educado, culto, viajado, pianista y cantante amateur, conocedor del arte y la música y quién sabe cuántas cosas más. También –quizás por una rebeldía cultivada luego de años de acatamiento a reglas ajenas, como si fuera un personaje salido de la pluma de Salinger– es un amante de los dados y el póquer, juegos de apuesta practicados en lugares poco luminosos, llenos de whisky y humo, de donde suele salir ganador. 

La posibilidad de la chica de entrevistar a un gran director de cine, un artista reacio a caer en las trampas del comercialismo de Hollywood, empuja a la pareja a realizar su primer viaje juntos. Una mezcla de turismo, negocios y placer que le permitirá al joven mostrarle a su chica la ciudad de Nueva York, los sitios inevitables y los pasajes secretos, y a la futura periodista encarar la escritura de su primer artículo profesional, gracias al encuentro con uno de sus ídolos personales. Nada, absolutamente nada saldrá según lo planeado y acordado y esa visita a la Gran Manzana será el punto de partida para una gran cantidad de encuentros y reencuentros, casualidades y golpes del destino, además de un espejo especial cuya imagen es capaz de reflejar, por primera vez, rasgos y siluetas presentes pero esquivos a los ojos. Un día lluvioso en Nueva York, la última película de Woody Allen, se rodó hace más de dos años en la ciudad natal del realizador, pero poco antes de que estuviera lista para ser proyectada entró en un bucle de invisibilidad que impidió su lanzamiento comercial, aquí o en cualquier otro lado. Todavía sin fecha de estreno en su país –ni siquiera en la amada N.Y.–, la película comenzó a circular comercialmente en varios países de Europa y del resto del mundo y llegará finalmente a la Argentina el próximo jueves 7 de noviembre.

“Soy un afortunado y nada ha obstaculizado esa fortuna; tampoco todo esto que ha pasado, que es un error y una injusticia. Es una situación que está fuera de mi alcance, así que procuro concentrarme en mi trabajo y en mi familia. Pero eso no me impide pensar que la vida es una experiencia triste”. 

La respuesta de Woody Allen al periodista del diario español El País llega cerca del final de la entrevista, realizada hace algunos meses, luego del cierre de rodaje de su próximo largometraje, rodado por completo en la ciudad de San Sebastián y cuyo título tentativo es Rifkin's Festival. Antes de eso, la conversación gira –previsible, lógicamente– alrededor de su filmografía, intereses artísticos y posible legado, pero en cierto momento la pregunta acerca de las acusaciones de abuso sexual de una menor contra su persona, que tomaron renovado ímpetu a la luz del movimiento #MeToo, se cae de madura. Para muchos espectadores, algunos de ellos fans de toda la vida del creador de La rosa púrpura del Cairo, Hannah y sus hermanas y decenas de otros títulos, la escisión entre artista y obra resulta imposible de llevar a cabo. Incluso a pesar de que las denuncias y querellas nunca tuvieron un correlato de condena legal y las palabras de su expareja Mia Farrow y su hija adoptiva Dylan entran en contradicción con los dichos de otros miembros de la familia y allegados. Es de suponer que la vida personal de Allen no ha sido sencilla en los últimos veinticuatro meses. La profesional, en tanto, ha sufrido más de un vaivén inesperado: luego de producir la miniserie Crisis in Six Scenes y aportar el capital para la realización de Un día lluvioso en Nueva York, el gigante Amazon decidió desentenderse de los derechos de exhibición, tanto en salas de cine como en su plataforma Prime Video, “devolviendo” a su creador la posibilidad de distribuirla de manera independiente. Las razones deben buscarse en una serie de declaraciones del neoyorquino sobre los alcances y límites de la situación de denuncias de abuso en la industria del cine a partir de las nuevas declaraciones de Dylan Farrow a la prensa. La principal consecuencia legal es una demanda de casi 70 millones de dólares del autor a la plataforma de streaming por romper un contrato que incluía la financiación y distribución a futuro de cinco proyectos de largometraje, conflicto que amenaza con continuar indefinidamente hasta que las partes lleguen a alguna clase de acuerdo. La máquina creativa, sin embargo, no se detiene y el realizador está cada vez más cerca de celebrar el medio centenar de títulos, todo un récord en estos tiempos.

GATSBY BAJO LA LLUVIA

Allen está a punto de cumplir 84 años y A Rainy Day in New York es una sumatoria de momentos inmediatamente reconocibles para la audiencia familiarizada con sus temas y estilo. A su vez, el protagonista masculino –un joven llamado Gatsby Welles, interpretado por Timothée Chalamet– resume muchas de las características de los alter ego allenianos, tanto los interpretados por él mismo en tiempos pasados como por aquellos otros encarnados por actores como John Cusack, Jason Biggs, Jesse Eisenberg, Kenneth Branagh y Owen Wilson en épocas más recientes. La fotografía de Vittorio Storaro, colaborando por tercera vez consecutiva con el cineasta, remite con su paleta y, sobre todo, el uso de los filtros de difuminación, a un tiempo que supo ser mejor, al menos en el recuerdo idealizado. El resto de los detalles –la tipografía blanca sobre fondo negro de los títulos, los temas de jazz clásico, las metrallas verbales, intelectuales o no– terminan de conformar un territorio de confort para el habitué. 

No, definitivamente no se trata de una sus mejores películas, ni siquiera si se tienen en cuenta exclusivamente los últimos tramos de su obra (esa distinción podría adjudicársele a Café Society), aunque en sus mejores pasajes esa lluvia literal y metafórica que comienza a empapar a los personajes logra conjurar una dulce melancolía. La misma que moja los rubios cabellos de Ashleigh Enright, encarnada por Elle Fanning, la universitaria de pueblo chico que llega por tercera vez a Nueva York (la dos primeras era apenas una niña), testigo de cómo esas gotas de lluvia amenazan con desestabilizar convicciones y anhelos en cuestión de horas. La misma lluvia que hace que Gatsby se pregunte, por enésima vez, si lo que está haciendo es lo que realmente desea. 

La construcción “director prolífico” siempre ha sido una especie de pleonasmo cuando se habla de Allen y los últimos años de su carrera no han sido una excepción. No cabe duda de que las ideas se repiten, pero resulta difícil no hallar en esa obcecación por seguir contando historias la evidencia más flagrante de una pasión genuina. Una vehemencia que, de un tiempo a esta parte, lo ha llevado a abandonar repetidamente la ciudad de sus amores –algo imposible de imaginar apenas un par de décadas atrás– y abrazar las calles, edificios y plazas de sitios como París, Londres, Barcelona, Roma y San Sebastián. Pero en Un día lluvioso en Nueva York algunas zonas de los cinco boroughs neoyorquinos vuelven a ser trasfondo y centro de irradiación, musa y marco, telón y forma.

Muchas de las reseñas publicadas por medios norteamericanos se han ensañado de una manera furibunda, en más de un caso ponzoñosa, con el último Allen. El tono de la película es abierta y conscientemente anacrónico, pero muchas de las críticas describen esa elección como un síntoma de la falta total de contacto con la sensibilidad de esta época, en particular la de los jóvenes. Al mismo tiempo, como si ello fuera una novedad en su obra, no se han escatimado párrafos para destacar con malicia que el interés de una serie de hombres maduros hacia el personaje de Ahsleigh no es otro cosa que un reflejo directo de sus “predilecciones” reales. En una columna de opinión publicada recientemente, el escritor y guionista español Daniel Gascón (El fumador pasivo, La vida cotidiana) definía así esta práctica corriente desde tiempos inmemoriales, pero de creciente presencia en estos días: “En nuestro clima inquisitorial, de mentalidad literal y puritanismo de Starbucks, la ficción –que en las películas de Allen aparezcan relaciones entre hombres maduros y mujeres jóvenes, por ejemplo– es un elemento delator y los chistes sexuales son la prueba definitiva de la perversidad”. Cruza de actividad policíaco-cultural con neo puritanismo de manual, los textos más crueles se animan a afirmar que hubiera sido mejor que la película quedara “guardada”, lejos de la mirada de los espectadores. Respecto de la primera de las acusaciones, aquella ligada a la construcción de una sensibilidad alejada del supuesto zeitgeist, de una nostalgia por algo que tal vez nunca fue, Allen es muy claro cuando afirma, en la mencionada entrevista, que “Camus habla de la nostalgia como una trampa seductora, y yo caigo en ella constantemente, sobre todo cuando hablo de Nueva York. De niño, era una gran ciudad. Yo diría que lo fue hasta finales de los años cincuenta. Entonces empezó a modernizarse de un modo que no me gusta mucho; ya sabe, lugares nuevos y feos ocupando el sitio de lugares antiguos y deliciosos, tiendas de caramelos que desaparecían, el tráfico que empezó a empeorar. En fin, que Nueva York no es lo que era”. 

Allen no le canta a la ciudad que es sino a la que fue (al menos, en su memoria) y a la que, quizás, quisiera que fuera aún hoy. Las referencias indirectas a El guardián en el centeno y a El gran Gatsby forman parte, desde luego, de esa misma condición nostálgica. Para mal y para bien, ya que la edificación de su nuevo héroe muestra una clara consciencia de esa condición anacrónica. Una condición irónicamente reaccionaria. ¿O acaso Gatsby no está revestido de una gruesa capa de ironía cuando acepta, con una sonrisa a medias, que prefiere sentarse a tomar un coctel en un bar de hotel, con pianista a tono, que acercarse a cualquier actividad “moderna”, entendida como propia de un veinteañero del siglo XXI?

LA MÁGICA LLUVIA

“No quiero obtener ganancias de mi trabajo en la película”. Las palabras de Timothée Chalamet hace casi dos años, a comienzos de 2018, cuando la película comenzó su período de permanencia en un limbo comercial –del cual sólo logró salir hace pocos meses–, fueron las primeras en abrir el juego del arrepentimiento. La joven estrella daba a conocer de esa manera que su intención era donar todo el salario a Time’s Up, entre otras fundaciones caritativas, y que se arrepentía de haber trabajado con el realizador. Ejemplo perfecto de efecto cascada, en la misma línea le siguieron Selena Gómez, una de las actrices secundarias del film, y Rebecca Hall, quien sin embargo aclaró que, a pesar de que la donación de su cachet era un acto deliberado, “debo decir que esa elección no implica hacer un juicio, de una forma u otra. No creo que nadie en el público deba ser juez y jurado en un caso tan complejo”. Jude Law, que interpreta a un guionista apesadumbrado por el descubrimiento de la infidelidad de su esposa, afirmó en cambio que era una vergüenza que la película fuera archivada sin ser estrenada y Cherry Jones, la madre de Gatsby en la ficción, declaró que “en el fondo de mi corazón, no creo que haya sido culpable. Están aquellos que se sienten cómodos con su certeza. Yo no. No sé la verdad, pero sí sé que si condenamos por instinto, la democracia comienza a estar en una pendiente resbaladiza”. 

Fanning terminaría apostando por un término medio en sus declaraciones públicas, al concluir que lamentaba “si mi decisión de haber trabajado con él lastimó a alguien en el camino, porque ésa nunca fue la intención”. Durante un tiempo, la impresión de que el gran comediante, guionista y realizador había llegado al final del camino cinematográfico llegó a dominar la escena, pero el anuncio a comienzos de 2019 del rodaje de Rifkin's Festival en Donostia –la ciudad balnearia que todos los meses de septiembre es testigo del único festival clase A de España– volvió a encarrilar una filmografía que ya suma 48 largometrajes. Sentado en uno de los amplios salones de conferencia del Centro Kursaal de San Sebastián, Allen afirmó que nunca había pensado en jubilarse y que, dado que no le gusta demasiado alejarse de su casa, había decidido buscar “un lugar donde estar cómodo durante el verano con mi familia. Por eso escribí una historia basándome en el Festival de San Sebastián”. Poco se sabe de la trama de la película cuya filmación convulsionó la ciudad durante varias semanas, aunque el director de Vicky Cristina Barcelona adelantó que “girará en torno a una pareja americana cuya vida cambia durante una visita al prestigioso festival: ella tiene una aventura con un director de cine francés y él se enamora de una española residente en la ciudad”. El reparto del film, que ya ha entrado en proceso de montaje, está integrado por un reparto internacional encabezado por los españoles Sergi López y Elena Anaya, el francés Louis Garrel, los estadounidense Gina Gershon y Wally Shawn y el austríaco-alemán Christoph Waltz.

 

De vuelta en Nueva York, el primer mediodía de su breve estadía, Gatsby y Ashleigh deben separarse durante poco más de una hora, sesenta minutos que comenzarán a estirarse hasta atravesar finalmente la frontera de la medianoche. La chica entrevista a Roland Pollard (Liev Schreiber), un cineasta que está atravesando una crisis creativa si no terminal, al menos de cierta envergadura. Aunque los nervios la traicionan al comienzo de la conversación, terminará como invitada de una función privada para ver el primer corte de la nueva película de Pollard. El chico, mientras tanto, recorre algunas calles de la ciudad y se reencuentra con viejos conocidos, entre ellos un joven estudiante de cine que está dirigiendo su cortometraje de tesis, en el cual termina apareciendo como extra. También se topará con Shannon (Selena Gómez), la hermana menor de una ex y otra socialite renegada de Manhattan. A partir de ese momento, Allen apuesta a la comedia ligera con toques asordinados de screwball, al tiempo que Ashleigh recorre microcines, restaurantes y cócteles con diferentes hombres (Pollard, el guionista Ted Davidoff, una estrella del cine interpretada por Diego Luna) y Gatsby intenta evitar el encuentro con sus padres, quienes ese fin de semana ofrecen una fiesta en su departamento, suerte de gala lujosa a puertas cerradas. 

Fanning y Chalamet están realmente bien y le aportan carisma y consistencia incluso a esos momentos –que no son escasos– en los que parece que la película está a punto de descarrilar. Mientras tanto, afuera llueve y no para de llover. Algunos se empapan y otros toman el recaudo de cubrirse con un paraguas. El sol no volverá a salir, ni siquiera en la última escena. Para Allan Stewart Konigsberg, el “pequeño genio” que muchos en la industria y en la platea han tachado de su lista de personas deseables, en los días lluviosos “la luz es más bonita. Creo que en esos días las personas piensan más desde su interior, desde su alma. La mía es un poco triste y si abro la ventana por la mañana y hace sol, me resulta desagradable. En cambio, encuentro que las ciudades son hermosas bajo la lluvia. París, Londres, Nueva York, San Sebastián son muy bonitas, pero si llueve son mágicas”. Un pensamiento melancólico, triste, pero no final.