En los últimos tres o cuatro años, los libros que “me llaman” cuando me interno en librerías son, en proporción cada vez mayor, de autoría femenina. Por primera vez en mi vida estoy leyendo a más mujeres que hombres. No fue programático, no me lo impuse: simplemente empezaron a resultarme más nutricios (como a muchas otras personas) los libros escritos por mujeres. Asignatura pendiente, se me dirá, pero asignaturas pendientes tenemos siempre: nos vamos sumergiendo en ellas de acuerdo al rumbo que van tomando nuestras lecturas. La correspondencia entre nuestras lecturas y nuestra vida habla de la relación que tenemos con nuestra época, así que ésta es la influencia de esta época sobre mis lecturas. O, si se quiere, una especie de paseo furtivo por el nuevo canon en construcción.

Quienes hayan flipado con Lucia Berlin y Vivian Gornick tienen que sumarse ya al clamor para que se traduzca pronto al castellano a la rusa Tatiana Tolstaya, en particular su libro de cuentos Aetherial Worlds y su libro de ensayos Pushkin’s Children. Pongo los títulos en inglés como mera referencia, porque en ese idioma los leí (lamentablemente no leo en ruso). Y me apuro a aclarar que cuando digo “cuentos” y “ensayos” debe entenderse más o menos lo mismo, porque el registro de Tatiana Tolstaya se nutre de ambos géneros con extraordinaria soltura. Tostaya empezó a escribir en el Moscú de fines de la era soviética, después de una operación de córnea que la obligó a estar a oscuras durante tres semanas. Los fogonazos de imágenes e ideas que la asaltaban en esas horas interminables en penumbras son el origen de su estilo inimitable. Nadie sigue el hilo de su pensamiento como Tatiana Tosltaya. O quizás es que nadie hace las increíbles asociaciones de ideas que a la Tolstaya le resultan lo más natural del mundo. Joseph Brodsky y Susan Sontag celebraron su forma de escribir, lúcida, irreverente, a veces elegíaca, a veces salvaje, siempre hiperconvincente. Es, junto con Svetlana Alexiévich, lo mejor de la literatura rusa actual, sin duda alguna. 

 Tatiana Tolstaya

Siempre que hablamos de Mercé Rodoreda es por La plaza del diamante y por lo que García Márquez dijo de ella: “Esa mujer invisible que escribió en un catalán espléndido la novela que, a mi juicio, es la más bella que se ha publicado en España desde la Guerra Civil”. Cada vez que se reedita La plaza del diamante (como ha ocurrido en estos días) es motivo de celebración, pero hay otro libro de Rodoreda, menos conocido y reeditado, que la convierte en la perfecta hermana ibérica de Natalia Ginzburg. El libro se llama Espejo roto y Rodoreda lo escribió de vieja, después del exilio y de la muerte de Franco, después de trabajar como costurera en Francia y como jardinera en Suiza, cuando vivía “en una torre con jardín”, en un pueblo del Ampurdán. Según su autora, Espejo roto “es una novela en la que todos se enamoran de quien no deben y quien está falto de amor busca que se lo den a cualquier precio, aunque sea por un momento”. En realidad es la historia de una casa y sus habitantes, que se preguntan una y otra vez cómo pasar al otro lado del espejo sin romperlo, cómo entender de qué están hechas nuestras penas. Pero además, Espejo roto tiene un formidable prólogo en el que Rodoreda ofrece su ars poética antes de morir: “Quise hacer ver los espasmos lentísimos de un brote cuando sale de la rama y la violencia con que una planta expulsa la semilla, pero no llegué a tanto. Escribir verdaderamente bien es difícil. Por escribir verdaderamente bien entiendo decir con la máxima simplicidad las cosas esenciales”. Cuando empezó a imaginar la casa y la familia de Espejo roto, en sus tiempos de penuria, treinta años antes de terminarla, escribió en su diario: “He hecho blusas de confección a nueve francos y he pasado mucha hambre. El abrigo que llevo es herencia de una judía rusa que se suicidó con veronal. En Limoges se quedaron con un ovario mío, pero lo que no dejaré en Francia será mi energía. Quiero escribir, necesito escribir, nada me da tanto placer desde que vine al mundo, me pesan todos estos años inútiles y desmoralizadores, pero me vengaré. Haré que sean útiles, estimulantes, y que tiemblen mis enemigos”.

Mercé Rodoreda

WISLAWA

A Wislawa Szymborszka la conocemos todos pero hay un libro sobre ella llamado Trastos y recuerdos que es mucho más que una biografía: es un pasadizo para acceder al modo en que Wislawa escribía sus poemas en la Polonia comunista de posguerra. Trastos y recuerdos, escrito a cuatro manos por Anna Bikont y Joanna Szczesna, pertenece a la misma familia que ese Diario que escribió Lydia Chukovskaya sobre su amiga Anna Ajmátova o las memorias que escribió Nadezhda Mandelstam sobre su marido Ossip, el gran poeta muerto en el gulag: testimonios invalorables sobre lo que es vivir al lado de un poeta, respirar el aire que respira, asistir al momento en que una vibración interna pone en movimiento su voz y no cesa hasta que el poema encuentra sus palabras definitivas y se desprende de su creador. “La imaginación crece con la persona, el dolor y el sufrimiento la abren a otras dimensiones. De niña yo no estaba tan encantada con el mundo como ahora”, escribió Wislawa y este libro muestra todas las etapas de ese itinerario: la inocencia comunista de posguerra, la lucha posterior contra la censura y contra el desdén de los hombres por lo que escriben las mujeres, el infinito tiempo perdido haciendo colas en las sociedades comunistas, la certidumbre cada vez mayor en “tratar con distancia las grandes cosas y tratar de cerca las cosas pequeñas, ver lo nuevo en lo viejo y lo viejo en lo nuevo” para escribir. Los poemas de Wislawa fueron traducidos al ruso nada menos que por Anna Ajmatova y al inglés por Czeslaw Milosz. Hay unos pocos grandes poetas que tienen el privilegio de ser traducidos por grandes poetas. Y a veces, muy raras veces, el motivo de celebración es doble, cuando alguien muy cercano a una gran poeta nos da milagroso acceso al mundo privado, secreto, esencial, de esa poeta.

Y MARY ANN

Por último voy a hablarles de un objeto volador no identificado, una tetralogía compuesta de cuatro nouvelles muy breves (todas juntas caben en un libro de 294 páginas) titulada Cuando asedien tu faz cuarenta inviernos, escrita por una tal Mary Ann Clark Bremer, ciudadana suizo-americana que se salvó de milagro, a los quince años, del ataque de un submarino nazi que hundió el barco en que escapaba a Inglaterra con sus padres. Rescatada del hospital donde trataban su amnesia y su ceguera temporaria, por un tío que es su único pariente vivo, vuelve a quedar huérfana poco tiempo después, en la casa que hereda de ese tío en un pueblito francés. Sólo hay buenos libros en esa casa y los nazis quemaron la biblioteca del pueblo, así que Mary Ann convierte su casa en biblioteca pública y de a poco y a regañadientes inicia su camino de retorno al mundo de los vivos. “Cuando sentí que podría quizá vivir en compañía sentí miedo, miedo a no estar ya nunca suficientemente sola”.

Cada una de las cuatro nouvelles trata de ese resplandor que apenas resplandece, como escribió Baudelaire, el “ansiado momento en que no tengas sueño al despertar ni miedo al dormir”. Como quizá se habrá notado, hay algo extrañísimo en el lenguaje del libro: como si estuviera traducido del francés y no del inglés en que supuestamente escribía la Clark Bremer. Hay algo más que llama la atención: las cuatro nouvelles de la Clark Bremer no existen en ningún otro idioma. Ni en inglés ni en francés, ni en Estados Unidos ni en Suiza ni ningún otro país de Europa. Sólo existe la traducción al castellano, pero incluso su supuesto traductor, un tal Hugo Bachelli, es también una entelequia inexistente hasta en los más bajos fondos de internet. La respuesta a este dilema sólo la tenía Julián Rodríguez, el editor del libro y director de la pequeña editorial española Periférica (llamada así porque tenía sus oficinas no en Madrid sino en la pequeña ciudad de Cáceres, en la Sierra de Segovia). Pero, lamentablemente, el gran Julián Rodríguez murió hace cuatro meses, a los cincuenta años, llevándose consigo el secreto de la identidad de Mary Ann Clark Bremer, de manera que es poco probable que su nombre ingrese alguna vez al nuevo canon.