Carta al padre 

(“Surrealismo y revolución”, Miércoles 26 de febrero de 1936)

Participé en el movimiento surrealista de 1924 a 1926, y lo acompañé en su violencia.

Hablaré de ello con el espíritu que tenía en aquella época y voy a intentar resucitar ese espíritu para ustedes, que quiso ser blasfemo y sacrílego, y que alguna vez logró serlo.

Pero ustedes dicen que ese espíritu ha quedado atrás; que pertenece a 1926 y que, si lo despertaran, no despertarían más que en 1926.

El Surrealismo nació de una desesperación, una repugnancia, y nació en los bancos de escuela.

Mucho más que un movimiento literario, fue una revuelta moral, el grito orgánico del hombre, la coz del ser en nosotros contra toda coerción.

Y en principio, la coerción del Padre.

El movimiento surrealista en su totalidad fue una insurrección profunda, interior, contra todas las formas del Padre, contra la preponderancia invasiva del Padre en las costumbres y las ideas.

El Surrealismo sostiene contra la última orientación estalinista las objetivos esenciales del marxismo, es decir, todos lo puntos virulentos por los cuales el marxismo se apega al hombre y quiere alcanzarlo en sus secretos; y debemos reconocer, en esta violencia obstinada, la vieja actitud surrealista, que no puede vivir más que exasperada.

Pero el misterio del Surrealismo fue que esta revuelta, desde su origen, se sumergió en el inconsciente.

El movimiento natural del Padre hacia el Hijo, hacia la Familia, es el odio; ese odio que la filosofía de China no puede separar del amor.

Y a partir de esta verdad general, cada padre en particular también busca adaptarse a su ser.

Yo he vivido hasta los veinte años con el odio oscuro hacia el Padre, hacia mi padre en particular. Hasta el día en que lo vi fallecer. Así, aquel rigor inhumano al cual yo acusaba de oprimirme, cedió. Surgió otro ser de aquel cuerpo. Y por primera vez en la vida, aquel padre me tendió la mano. Y yo, que me incomodaba en mi cuerpo, comprendí que también él había estado incómodo en su cuerpo toda la vida, y que existe una mentira del ser contra la que hemos nacido para protestar.

La revuelta por el conocimiento que el Surrealismo quiso ser, no tenía nada que ver con una revolución que pretendía desde un principio conocer al hombre y hacerlo prisionero en el marco de sus necesidades más burdas.

El punto de vista del Surrealismo y el marxismo eran irreconciliables. Y poco tardó en quedar en evidencia, cuando algunos de los surrealistas notables decidieron afiliarse al partido. Es decir, a la sucursal francesa de la Tercera Internacional de Moscú.

“¿Es usted surrealista o marxista?”, me preguntó André Breton, “y si usted es marxista, ¿qué necesidad tiene de ser surrealista?”.

Se trataba en suma de que el Surrealismo descendiera al nivel del marxismo; pero habría sido lindo ver que el marxismo quisiera elevarse al nivel del Surrealismo.

La verdadera cultura ayuda a explorar la vida, y la juventud, que quiere restablecer una idea universal de la cultura, piensa que hay lugares predestinados para hacer surgir fuentes de vida. Toda cultura verdadera se apoya en la raza y en la sangre. La sangre indígena de México guarda un antiguo secreto de raza, y antes de que la raza se pierda, creo que hay que pedirle la fuerza de ese antiguo secreto. Allí donde el México actual copia a Europa, es la civilización europea la que debe pedir un secreto a México. La cultura racionalista de Europa está hecha trizas, y yo vine a la tierra de México en búsqueda de las bases de una cultura mágica que aún es capaz de extraer fuerzas del sol indígena.

Contra el arte europeo 

(“La pintura de María Izquierdo”, agosto de 1936)

Vine a México en búsqueda del arte indígena y no de una imitación del arte europeo. Pero bien, si las imitaciones del arte europeo abundan bajo todas sus formas, no hay aquí arte propiamente mexicano.

Sólo la pintura de María Izquierdo es evidencia de una inspiración verdaderamente indígena. Es decir que, entre las manifestaciones híbridas de la actual pintura mexicana, la pintura sincera, espontánea, primitiva, inquietante de María Izquierdo, ha sido para mí una especie de revelación.

Sin embargo, se impone una aclaración: esta pintura es espontánea, pero no es completamente pura; podemos reconocer aquí y allá, en ciertas obras, una influencia directa del arte europeo moderno. Y en eso está el peligro: diríase que, a medida que se desarrolla, la actividad pictórica de María Izquierdo está cada vez más influenciada por las técnicas modernas de Europa e, incluso, en ciertas telas, por su espíritu. Y eso es aún más lamentable.

El espíritu indígena está perdiéndose, y mucho me temo que haya venido a México para asistir al final de un viejo mundo, cuando yo creía ser testigo de su resurrección.

Mi emoción fue aún más grande al ver, en las aguadas de María Izquierdo, personajes indígenas temblando entre las ruinas. Ejecutan allí una especie de danza de espectros: los espectros de la vida que se ha perdido.

Y no es sólo la técnica europea la que se trasluce tan a menudo en el arte de María Izquierdo, es también la civilización mecanicista de Europa. Pero el empleo que ella hace de las máquinas y de los aviones europeos es de lo más extraño. Es conocido el procedimiento jeroglífico de los indígenas que consiste en ubicar delante de la boca de un orador o de un cantante el signo imaginario de la voz, de la palabra. Se asemeja a una espiral a la inversa, a una madeja circular de líneas. Ahora bien, en un óleo de María Izquierdo, una indígena desnuda canta delante de una ventana abierta; y el humo de una fábrica cercana que se eleva en espirales por el aire pareciera formar círculos a partir de su boca. Las volutas, en esta tela, son la respiración misma, el aliento animado de la cantante.

Sin dudas, María Izquierdo no escapa al reproche del esteticismo; encontramos en ella, aquí y allá, suficientes vírgenes desnudas lamentándose delante de un crucifijo. Y allí el costado amalgamado de la civilización actual de México; una forma de catolicismo pagano que, detrás de la cruz latina del Cristo, se empeña en encontrar la cruz de brazos iguales a la de los viejos palacios geométricos de Uxmal, de Mictlán, de Palenque o de Copán.

María Izquierdo, siempre que se tome la molestia de apreciar sus propias fuerzas, está capacitada para hacer renacer, delante de una caravana de indígenas desnudos, de rostro cobrizo, la cruz natural, la cruz científica de la antigua cultura solar que lleva a sus dioses como estandarte.

 

Enfermedad social y progreso

 (“Lo que vine hacer a México”, 5 de julio de 1936)

Vine a México en búsqueda de políticos, no de artistas.

Y esta es la razón:

Hasta ahora yo era artista, eso quiere decir que era un hombre conducido. En efecto, no es improbable que, desde el punto de vista social, los artistas sean esclavos.

Pero bien, digo yo, esto ha de cambiar.

Hubo un tiempo en que el artista era un sabio, es decir, un hombre culto que se desdoblaba en un taumaturgo, en un mago, en un terapeuta e incluso en un gimnasiarca, eso que llamamos, en el lenguaje de la feria, un “hombre orquesta” o un “hombre proteo”. El artista reunía en sí todas las facultades y todas las ciencias. Luego vino la época de la especialización, también la de la decadencia. Es innegable. Una sociedad que hace añicos la ciencia es una sociedad que se degenera.

Existe una enfermedad en las regiones polares que consiste en una alteración esencial de los tejidos: esta enfermedad es el escorbuto. Las células del organismo, a falta de un principio vital esencial, se resecan. Y al igual que existen enfermedades en los individuos, existen enfermedades en las masas. Así, la generalización de las cosechas industriales ha hecho nacer en los organismos de Europa una forma colectiva de escorbuto.

Es el precio que tuvo que pagarse por el progreso.

El México actual, que se ha dado cuenta de las taras de la civilización europea, debe reaccionar contra esta superstición del progreso.

 

Y puesto que los políticos han reemplazado a los artistas en la conducción de los asuntos públicos, esta tarea les incumbe a ellos, y no a los artistas.