Rubios, la última obra del Grupo Krapp, empieza con una pequeña exposición de objetos. De a uno, van dejando en el centro del escenario, sobre una pequeña tarima, una galería de cosas que solo parecen tener en común su escasa o nula belleza y/o valor: un viejo rifle de utilería, una averiada canasta de mimbre, una mochila, un helecho artificial, una raqueta de tenis, un árbol de navidad sin adornos. Una voz en off describe los objetos con precisión, hasta que en un momento, los que se paran sobre la tarima son los propios integrantes del colectivo. Luciana Acuña, Luis Biasotto, Gabriel Almendros, Fernando Tur y Edgardo Castro. Así como antes dotaban de una atención especial a una entidad insignificante, ahora se exponen ellos mismos como objetos, recibiendo epítetos incómodos, duros y hasta infantiles “Él es Edgardo, mitómano, narcisista...” O “Ella es Luciana, cuando se enoja es malísima ¡muy mala! ¡un sorete!”

Ver una obra nueva del Grupo Krapp es cada vez una sorpresa, una caja de pandora, abrir un regalo de cumpleaños sin tarjeta ni dedicatoria. ¿Qué habrá adentro?¿Con qué me encontraré? Llevan veinte años trabajando juntos , esta es su obra número seis y la combustión se mantiene intacta. Krapp es un monstruo camaleónico que muta de obra en obra pero movido desde dentro por los mismos hilos: la experimentación radical, la desfachatez, el humor, la huida de cualquier zona de confort, territorio transitado, o búsqueda de efectividad garantizada. Rubios confirma la vitalidad del grupo justamente por eso: escapa a la idea de mostrar una obra madura, magistral, de una buena factura, una pieza que los coloque en el lugar de privilegio que muchas veces obtienen las formas cerradas o que se presumen indiscutibles.

Es imposible describir una pieza de este grupo desde lo argumental – esto es habitual en la danza – pero en este caso, es más fácil describir lo que no es, que lo que sí: no encontraremos progresión dramática, ni cronología, ni un espacio determinado, ni personajes. Tampoco hay un aspecto central sobre el que se vuelva, un concepto, o metáfora que se intente construir a lo largo de la obra. Escribir un texto sobre Rubios es tratar de rearmar una pieza de cerámica que se estrelló contra el piso y sus partes están tan rotas que perdieron las marcas, el encastre que las unía. Para este grupo la búsqueda parece residir en volver programa esa perplejidad, esa sorpresa, lo que al no repetirse parece ser un error. Y es por eso también que resulta tan inquietante, tan intensa, tan hilarante.

Los personajes – tomemos prestada esta noción de las ficciones clásicas– de Rubios no se quedan ni un segundo quietos. Como si esa inquietud, ese caos creativo que los lleva a buscar siempre formas distintas, se trasladara a los cuerpos. Lo que hacen no es exactamente bailar, pero hay algo de eso. El movimiento que los toma es un temblor continuo, un movimiento espástico, mezcla de esa perpetua agitación de pies propia del cuarteto, con la electricidad maquínica del break dance. Sin repeticiones ni leimotiv, lo que hay es una suerte de inestabilidad duradera en la que los bailarines se mueven como si una enfermedad les machacara las terminales nerviosas. Hay sí, relaciones entre ellos, vínculos infantiles, tontos, de una maldad dadaísta: compiten, se imitan, se corrigen, se pelean a golpes, se tiran del escenario. En un momento se calzan pelucas rubias como si quisieran igualarse, ser miembros de una misma familia. Pero estos movimientos físicos y las dinámicas entre ellos, también se abandonan. Los objetos que se presentaron al escenario al principio vuelven, son retomados, zarandeados, revoleados, hasta que finalmente la luz se apaga, y objetos y personas parecen tele trasportarse a otro lugar. Aquello que por un rato nos divirtió es dejado atrás sin sentir ningún tipo de nostalgia. Una dramaturgia coreográfica que se escribió y se borró a la vez. Con el codo y con la mano.

Y ahí es cuando hace su aparición la pantalla grande. La mayor apuesta de Rubios es la inclusión, dentro de la pieza, de una película. Mejor dicho, un corto de 30 minutos dirigido por Alejo Moguillansky, en el que vemos a los mismos personajes en otro escenario. No es la primera vez que el grupo aborda el cine – recordemos la bella y graciosa El loro y el cisne (2013) , donde los mismos Krapp protagonizaban una extraña historia de amor y danza—pero en este caso la colaboración con Moguillansky se incorporó al escenario. A la experimentación en el lenguaje escénico, esta pieza le sumó una pantalla donde todo el disloque del sentido empieza a suceder en la forma cinematográfica. Una familia que parece salida de Donde viven los monstruos recibe la visita de los personajes rubios, desquiciados y de movimiento perpetuo de la obra de teatro. El devenir violento, cómico y aleatorio de esos sujetos se extiende ahora en el mundo imaginado por esa película. El escenario se abre al cine: entonces el paisaje, sus colores pictóricamente intensos, sus sonidos demenciales, es habitado por estos seres que siguen y siguen moviéndose, imparables, duran en el tiempo, como en un loop de dibujo animado. 

Los rubios de esta obra son seres con cerebro de mosca, con memoria a corto plazo. Inician secuencias que son abandonadas al instante, tocan canciones en piano o guitarra que se interrumpen abruptamente, sueñan con niños del bosque que se dejan en el olvido. Evidentemente para estos personajes la belleza, la inteligencia y la perseverancia, no son lo suyo. ¿Qué vienen a decirnos o a mostrarnos? O quizás sería mejor preguntar ¿Cuál es el ardid por el que no podemos dejar de mirarlos?

Rubios puede verse los sábados a las 21 y domingos a las 19, en el Centro Cultural San Martín, Corrientes 1551. Última función domingo 17 de noviembre.