La ficciones lesbianas desde principios del siglo XX, son una constante en nuestra literatura, celebratorias y feministas, voyeuristas o morbosas, producto de los miedos o de la experiencia, sus tonos varían pero están ahí, dispersas e intermitentes como faros que nos guían hacia tierras retiradas de la heterosexualidad (y sus fantasías edípicas y amorosas). 

Es cierto que puede resultar difícil encontrarlas: las prácticas pedagógicas y críticas, las censuras históricas e, incluso, el mercado las mantuvieron ocultas. Pero el esfuerzo vale la pena. No sólo porque ofrecen entretenimiento para nuestro ocio –reflexiones filosóficas, momentos hilarantes e, incluso, potencialmente onanistas– sino porque, ante todo, son políticas. Ficciones valientes que se animaron a poner en cuestión éticas y moralinas, que le hicieron frente a cánones e, incluso, que se opusieron a la misma Historia. 

Corrían los años veinte, en muchos lados locos, acá no tanto. Pero la irrupción de las mujeres como nuevo actor social, la aparición de una literatura de izquierda y la renovación propia de las vanguardias se palpitaba. La mujer nueva –esa que se manifestaba en contra de la opresión de género, que luchaba por el sufragio, por estudiar y por trabajar, por el aborto e, incluso, por el amor libre– desordenaba las formas de vida y proponía nuevos modos del deseo y de las relaciones entre los géneros. En este contexto, Salvadora Medina Onrubia –madre soltera, maestra, periodista, dramaturga y poeta–, la esposa feminista, ácrata y bisexual de Natalio Botana, escribió “El quinto” (La casa de enfrente, Buenos Aires, Mate, 1926). Este cuento, que articula literatura amorosa con ideas anarquistas, dice, en primera persona: Yo, Salvadora, soy mujer y deseo y fantaseo. Así, la primera persona del relato socializa, de modo desviado y arriesgado para la época, la vida privada de la autora o, por lo menos, uno de sus deseos: el que sentía por la piel femenina, por las curvas. Como ya sabemos, son los hombres quienes se constituyeron, históricamente, como portadores de la mirada. Son sus ojos los que en una economía sexual, dieron forma al cuerpo femenino. Sin embargo, Salvadora –por primera vez en nuestra literatura– subvierte la expectativa y se hace cargo de su antojo. Su mirada, lentamente, recorre el cuerpo de otra: la falta de corsé, el perfume, el rostro y sus detalles. Le siguen pies, piernas y tobillos. Una vez que todas las zonas erógenas fueron recorridas la mirada vuelve al vestido ceñido para concluir, atrevida: “Solo puede ir vestida así una mujer que sabe desnudarse”. La narradora detiene su marcha y se retrasa. Suspira –muy principio de siglo– al mirar las nalgas de la observada: “Ven –te diría– mi sofá azul es lo bastante ancho para las dos. Es cómodo, mullido, hospitalario, con grandes almohadones para tus perezas. Yo soy una maga que sé bellos conjuros de palabras. Más tarde, en mi cama demasiado ancha, demasiado baja, dormiremos abrazadas, como dos inocentes”. En 1926 los amores lesbianos todavía no podían configurarse sino como resquicio de desposesión. El cuento termina: “No pude. No fue. Jamás sabrás”. Pero esta frase es un engaño: el saber –el placer– ya fue producido y reconocido. No hay debilidad ni caída en esta fuerza erótica que presenta “El quinto”. De ahí en adelante sólo habrá futuros.

En Ficciones lesbianas (Madreselva Editorial) Laura Arnés hace un recorrido por las relaciones lésbicas en la literatura argentina. Se presenta el jueves 9 de marzo a las 20 en Auditorio-Bar La Tribu, Lambaré 873. Participan: Virginia Cano, María Luisa Peralta, Vanesa Guerra.