Hoy pasa las noches y sus días metido en una cama de una casa del sur de la provincia de Buenos Aires. Como un náufrago en una balsa, desde ahí se pertrecha para tirar petardos en Facebook que rebotan en la manada que, aún, lo reconoce alpha. Al fin al cabo hablamos de alguien que, entre otros títulos, ostenta el de El rey del under (una de las coronas más compartidas de la Argentina).

En la más anacrónica de las redes sociales, Sergio Marcelo De Loof tiene una marcada tendencia hacia la incontinencia verbal: escribe y escribe, en una mezcla de asociación libre y provocación premeditada. Dicen por estos días que se lo ve inquieto, nervioso, ansioso, frágil: está frente a la primera exposición en un museo oficial que recorrerá su singular legado, esa obra en parte intangible que convoca el más diverso y antagónico cotorreo en el mundillo del arte. La muestra que inaugura el jueves 28 en el MAMBA se titula ¿Sentiste hablar de mí? y recorrerá treinta años de desfiles, diseños y espacios, con salas especialmente ambientadas.

Pero, ¿quién es realmente Sergio De Loof? ¿Un megálomano, un esnob, un ególatra, un artista entregado al vicio, que pide a los cuatro vientos whisky y cocaína? ¿Un redentor de los feos, los sucios y los malos? ¿Un esteta de la pobreza? ¿Un déspota? ¿Un mero excéntrico? ¿Un cultor del cirujeo de arte? “Mi padre, descendiente de inmigrantes, me enseñó que todo sirve. Él junta por la calle pedazos de cable, tornillos, arandelas, clavos que luego endereza. Es un gran secreto, una filosofía de guerra, de supervivencia”, dijo alguna vez.

Su nombre y apellido hace eco en emblemas contraculturales de los ’80, gente como Omar Chabán o Batato Barea. De hecho, vivió un tiempo con Luca Prodan en la casona de la calle Alsina. Pero De Loof es bien noventas. Luego de su paso por Bellas Artes, irrumpió en la Bienal de Arte Joven de 1989 y consolidó su leyenda de gueto en la creación y apertura de sitios clave de la alta noche: Bolivia (1989), El Dorado (1991), El Morocco (1993), Ave Porco (1994)… El menemismo imponía su rancia y arrasadora cultura y, entre el ominoso remate de empresas públicas y el espejismo del uno a uno, De Loof dejaba levar la masa de su propia pizza con champagne. Todo lo mezclaba: la miseria y la riqueza, el tecno y la cumbia, la revista Vogue y las decoraciones con antigüedades compradas en cambalaches, en el Cotolengo Don Orione de Pompeya y en los depósitos del Ejército de Salvación

Hace tres años Francisco Garamona hizo El monarca, un delicioso documental sobre él . La locación hegemónica fue, obviamente, su cama. Entre muchas frases, se lo escucha decir: “Odio a los ricos, pero me encantan los palacios”. Como un ángel de la mishiadura, De Loof convive con esa contradicción y hay en su acción performática una valoración de lo que queda afuera del sistema. Objetos y sujetos. Los marginales y marginados que no tienen dónde caer muertos habitan sus obsesiones. En una nota publicada en Soy , Laura Ramos dio en el centro de la paradoja-De Loof al evocar una exposición: “Estrella periférica como Evita", escribió Ramos, "De Loof torció el Riachuelo hacia la avenida Figueroa Alcorta: cuando lo invitaron a hacer una muestra en el Malba llevó como modelos a los chicos de su barriada, unos pibes de Alejandro Korn que nunca habían ido al centro. El desfile se llamó La comadre”. De Loof agregaba: “Quería compartir con ellos la felicidad de ir a ese museo tan hermoso, lo que a mí me daba la vida lo repartí. Madonna me ayudó a quererme con mi negrez y mi pobreza. Una de mis funciones en esta tierra es hacer cosas para que la gente sea feliz a pesar de su condición”.

Eran también años fatuos, algo afectados. El acento del barrio te sale mal, cantaban los Redonditos: en ciertos antros, el habla coloquial se veía alterada por impostaciones castizas. La deriva nocturna porteña tenía resabios de la movida madrileña del post franquismo, y si alguien leía algún libro era de Anagrama. Se oía el ronroneo de los DJs y del rock sónico, pero también se palpaba la mezcla de capas sociales con el volumen cada vez más alto de la cumbia, el folklore y el bolero de estirpe almodovariano.

Especialista en recaudar dinero, De Loof supo seducir, convencer y hacer de la apropiación una filosofía artística. Al fin, son las enseñanzas de su padre, el secreto familiar: juntar basura por la calle, enderezar clavos. En Shanzhai. El arte de la falsificación y la deconstrucción en China, el pensador coreano Byung-Chul Han cuestiona la idea de la originalidad, habla de la apropiación de una forma o una idea y valida la copia. Para Chul Han la originalidad no es más que un estatus. Destaca el arte “como práctica comunicativa e interactiva que transforma incesantemente la apariencia de una obra” y dice que “la riqueza de los productos shanzai en ocasiones supera al original”. De Loof ha intervenido obras y ha obtenido suculentas fajos de dólares frescos en esos actos. Pensemos solo en su apropiación de “La Libertad guiando al pueblo”, de Eugéne Delacroix… Gajes de la proteica existencia de un reciclador serial.

Como Manuel Puig, se dejó fascinar por el mundo de las estrellas de cine, también por la televisión y las revistas de moda. Ama tanto a Madonna como a Nini Marshall. Mientras en automático tipea en Facebook en estentórea mayúsculas y sin puntuación frases como “PEDI TAPA DE NACION EL DOMINGO AUN NO ME CONFIRMARON SERA MUCHO? o “AUNQUE ME TORTUREN LA MODA ES ARTE” o “o “NADIE ME CUENTA TODO”, se regodea en su propia mitología, perfecciona los perfiles de artista único, pide fiesta y celebración, se ríe con la desolada tristeza del Joker de Joaquin Phoenix, deja abierta todas las preguntas alrededor de lo que su figura proyecta y oculta un dolor antiguo del que no conocemos demasiado.