Yo sabía de la existencia de Fernando Iwasaki desde antes de nacer. Es decir, previo a que publique libro alguno. En mi casa yo escuchaba con frecuencia las ocurrencias de un niño a quien no conocía. De alguien que en la escuela primaria contestaba que una esdrújula era una mujerújula montada en una escobújula. Y escuchaba también que el genio-ingenio de ese niño no venía por generación espontánea, sino que había una madre que enfrentaba la vida cotidiana de una manera sumamente particular. Eso me hace pensar ahora, después de tantos años de aquello rumores que acrecentaban cada vez más mi curiosidad, en la relación de muchos autores con sus hogares de origen. Creo que es por todos conocidos el rol que jugó la madre de Manuel Puig con relación a la obra de su hijo. El cine de ese Hollywood que Malena Puig no dejó de ver de manera diaria hasta el último día de su vida, a los casi cien años. Amigos que la frecuentaban afirman que para ella el invento más fabuloso creado por el hombre era el Betamax, que le permitía ver o volver a ver hasta tres películas diarias. Contamos también con el fabuloso libro Querida familia, la recopilación en dos volúmenes de toda la correspondencia entre Puig y su madre desde que salió de Argentina con el fin de estudiar cine en Roma. Cada carta es la obra completa resumida de Puig.

Otra madre que poco se conoce es la madre de César Aira, aquella mujer que jamás salió de Coronel Pringles, donde creó el singular Museo de las cosas que no se deben hacer, y quien me contó que era muy desgraciada porque siendo ella escritora, ninguno de sus hijos tenía el menor talento para las letras, menos aún César, según ella un verdadero desconocido y fracasado. Se jactaba, en cambio, de haber escrito ella misma El Pensamiento, su obra cumbre, en la que narra el recorrido de unos pocos kilómetros que hace de su casa para visitar a una prima suya a un poblado vecino llamado El Pensamiento. No puedo olvidar, en mi educación literaria, las fundamentales tertulias literarias que Lily Caballero organizaba en su casa de La Aurora. Como muchos deben saber, se trata de la madre dl escritor Alonso Cueto, quien en ese entonces yo no conocía de manera personal.

 

De esa misma forma, yo esperaba la noticia de los Iwasaki, como un rumor literario liderado por la madre de Fernando. Estaba atento a qué hecho extremo que me contaran podía sacarme de la insoportable monotonía limeña que debí soportar desde que me llevaron a aquella ciudad. Y poco a poco, aquel niño de las ocurrencias extremas empezó a tomar forma, a llamarse el Kiwi. Empecé a leerlo y descubrí en sus páginas una particular forma de entender el mundo, que me era nueva, pero al mismo tiempo ya me era familiar. Recuerdo que durante mis años cubanos me acompañó la bella edición de A Troya, Helena. Aquel título era un enigma para mis amigos habaneros de ese entonces, quienes devoraban el libro tratando de descubrir el misterio que entrañaba. Helarte de amar, versión aumentada, corregida y real del mítico libro humanista. 

Por razones de la vida, casi nunca hemos coincidido con Fernando en la vida real. Cuando él llegaba, yo partía, y viceversa. Salvo la invitación de una hamburguesa nocturna en la plaza principal de San Juan de Puerto Rico o una inmensa conversación frente al Pudridero en El Escorial, no nos hemos visto casi nunca. Sin embargo, nuestra comunicación ha sido y es ininterrumpida. De la misma forma como nunca conocí a Manuel Puig, pero sí a su madre; jamás he pasado del saludo con César Aira y, sin embargo, en uno de mis libros aparecemos en una foto su madre y yo juntos haciéndonos pasar por una pareja de analistas lacanianos; mi amistad con Alonso Cueto es posterior a las furtivas visitas realizadas a las tertulias de su madre. De ese modo, mi relación con Fernando Iwasaki empezó desde la niñez más temprana por los comentarios que llegaban a mi casa de esa extraña familia, los cuales quedaban retumbando durante varios días en mi cabeza. Por ese soplo que, por lo visto, tiene tanta importancia en nuestras literaturas. Por esas voces emanadas por aquellas mujerújulas montadas sobre sus escobújulas que tanto hacen, por lo visto, en los textos que todos leemos.