Mientras milenarias y familiares sombras comienzan a rodearme, las imágenes de los últimos momentos vividos se agolpan en mi mente como un recuerdo difuso.

-¿El señor Kawashita?- sonó una voz aflautada por el intercomunicador. –Soy Yoshitaro Kohatsu. Le hablé por la mañana.

-¡Suba! Lo estoy esperando.-contesté.

Al tiempo que aguardaba a mi visitante reflexioné sobre la curiosidad que despertaba en mí esa extraña entrevista. Mi padre, hijo de japonés y peruana, nunca nos llevó ni a mí ni a mis hermanos a frecuentar la colonia japonesa; tampoco nos mencionó a pariente alguno y todos crecimos en colegios católicos. Con el tiempo, la universidad terminó de consolidar nuestra visión occidental del mundo y el Japón jamás despertó en nosotros algún sentimiento atávico. Finalmente, como me especialicé en literatura inglesa, mi ignorancia en temas orientales era total. En realidad, la confusa imagen que yo tenía de los japoneses se debatía entre las películas de Kurosawa y unas propagandas de artefactos eléctricos. Por eso ¿quién era ese señor Kohatsu, que venía a tratar conmigo un asunto familiar? El ruido del timbre me arrancó de esas cavilaciones.

El japonés era bajito y de una delgadez que califiqué de “muy oriental”, pero a pesar de los años se le veía robusto (¿qué edad tendría?). Después de rechazar cortésmente todas las bebidas ofrecidas, Kohatsu empezó su narración.

-Mi nombre es Yoshitaro Kohatsu y fui consejero del palacio de Hokkaido, soy de un linaje que se pierde en la noche de los tiempos y mi familia fue una de las más importantes del Japón desde la victoria de los Minamoto- declaró en medio de profundas reverencias.

-¿Y eso qué tiene que ver conmigo?- pregunté un poco fastidiado.

-Poca paciencia tiene, no pareciendo nieto de Takachi Kawashita- respondió.

¿Takachi Kawashita?, ¿con que ese era el nombre del abuelo? Mi padre jamás nos habló de él y, confidencialmente, mi madre nos contó que el abuelo había abandonado a su mujer dejando a mi padre muy pequeño, razón por la cual él le guardaba un lejano rencor. Pero ese señor Kohatsu había venido a contarme cosas desconocidas para mí de mi abuelo, del Japón, de todo. Así que decidí callarme la boca y escuchar.

-Desde que el general Yoritomo Minamoto implantó el gobierno militar con la ayuda de mis antepasados- prosiguió, -mi familia fue una de las más importantes del Japón. Durante ochocientos años los generales shogun gobernaron las cuatro islas, pero en 1867 el príncipe Meiji derrotó al último shogún y la familia imperial recuperó el poder. No me mire así, no soy tan viejo: yo nací después.

Entonces, mi familia perdió sus riquezas, sus palacios y muchos se fueron al destierro. Cuando cumplí veinte años conspiré contra el emperador Meiji y fracasé, desde ese momento fui un prófugo y un traidor. Por aquella época, la compañía Morioka ofrecía trabajo en el Perú, un país lejano, otro continente. Yo estaba condenado a muerte, y así fue como me embarqué.

El emperador montó en cólera: yo debía morir por haber ofendido a los dioses; pero soy samurái, y sólo un samurái podía matarme. Takachi Kawashita, miembro de una de las familias más fieles al emperador, hizo el juramento del bushido y vino en mi busca. ¿Cuántas veces cruzamos nuestras espadas? Takachi era uno de los guerreros más valientes de las cuatro islas; hemos luchado en la sierra y en la selva, en el norte y en el sur. Yo siempre huyendo y su abuelo tras de mí. Sé lo que piensa, un balazo habría sido más fácil ¿no?; pero Takachi, siendo buen samurái, sabía que sólo podía ejecutarme después de haberme vencido en combate.

Cuando por fin me derrotó lo encaré. “Takachi- le dije-¿por qué peleamos? Hace más de cincuenta años que me persigues y ahora que me tienes ¿qué harás? El emperador Meiji ya no existe, el Japón perdió la Guerra Mundial, los títulos han sido abolidos y dicen que ahora hay una república. Takachi, ¿quién se acordará en el Japón del traidor Yoshitaro y del samurái que partió en su búsqueda?”. Así le hablé a su abuelo y ablandé su corazón. Desde entonces mi verdugo se convirtió en mi mejor amigo, pero ya éramos viejos cuando todo aquello ocurrió y fue difícil volver a empezar. Trabajamos de obreros, cocineros y carpinteros: ¡nosotros!, que habíamos gozado de los lujos más grandes en la corte más antigua del mundo. Antes de morir, Takachi me contó que había tenido una familia aquí, en el Perú. Esperando muchos años para cumplir mi promesa.

-¿Qué promesa?-pregunté.

-Su abuelo era un auténtico samurái- respondió a la vez que me entregaba una espada- Esta katana luchó contra los Minamoto hace más de mil años y nunca fue rendida, pertenece a su familia. Cuando Takachi partiendo al Perú, le juró al emperador que con ella me mataría o se daría muerte, pero su abuelo muriendo de infarto y no cumpliendo promesa. El bushido dice que un guerrero debe cumplir su palabra o morir como un samurái.

-¿Y por qué me la da a mí?- repliqué -¿por qué no a mi padre? ¿No tenía mi abuelo familia en el Japón?

-Tu padre no queriendo a su padre contestó. -Yo ya no volveré al Japón, soy muy viejo; tengo ahorros y me iré a Arequipa, ahí moriré (“Misti como el Fuji”, dijo). Pero tú eres poeta, está escrito que la poesía recupera lo que el hombre pierde en sus otras vidas.

-Pero y yo ¿qué voy a hacer con esto?- volví a preguntar.

-Dice la leyenda que las cinco mil espadas que salvaron a la familia imperial de su destrucción tienen un poder sagrado.-exclamó Kohatsu demorándose en cada palabra-. Ese katana es mágico y te dirá lo que debes hacer.

Recuerdo que después de hacer una honda reverencia, Yoshitaro Kohatsu se marchó. Observé el sable que brillaba en la mesa y una irresistible fuerza me obligó a examinarlo.

Su tacto me hizo entrar en posesión de un antiguo conocimiento, y por él supe que los artísticos relieves de la vaina representaban pasajes del período Heian, cuando el emperador edificó la resplandeciente ciudad de Kyoto con sus artes mágicas. Gracias al brillo de la cortante hoja experimenté la sensación de haber participado en mil batallas y pensé en el bushido, el código del samurái, pensé en mi abuelo abandonando a mi padre por su promesa al emperador, y pensé en su incompleta misión, que más que un fracaso humano fue un fracaso divino porque el emperador era el dios.

 

Mientras me colocaba la espada sobre el abdomen pensé en los escasos cien años que tardó el Japón en asimilarse al mundo occidental, y lo comparé con los minutos que me bastaron para asumir su milenaria cultura. Ahora que mis ojos hacen sus últimos movimienbtos comprendo el sentido del bushido: el emperador, mi abuelo y yo, somos una misma forma. Somos el dios…Desde el otro lado me viene el olor de los cerezos.