Esto es lo que el fotógrafo ve antes de disparar: un chico de ojos azules y pelo oscuro. Y un hombre hermoso a su lado, las manos bajo la camisa oscura, los ojos sobre todo verdes pero también amarillos. El hombre lleva una cicatriz en mitad del pecho, que brilla como si fuera de cera. El fotógrafo averigua que vienen desde Buenos Aires, que seguirán hasta Misiones en auto, hacia una mansión en medio de la selva. Los encontró de casualidad, en una proveeduría en medio del monte. Enseguida deseó al hombre hermoso. Tuvieron sexo casual pero el fotógrafo estaba muy lejos de saber que se trataba de un paso necesario dentro de un ritual secreto; sólo atisbó una fragilidad profunda en el cuerpo monumental del otro. Ahora, mientras hace una toma y otra, el fotógrafo ignora que el hombre tiene un defecto cardíaco desde pequeño, carga un tensiómetro y medicación específica, que su mujer –cuyos padres viven en la mansión misionera– está muerta. También ignora que ese niño perdió a su madre, que acaba de ver una mujer fantasma, que el padre le ha pedido que la ignore, que él hizo caso. Es enero de 1981 y los militares vigilan las rutas. El hombre se llama Juan y el hijo, Gaspar. Son parte de una sociedad secreta: la Orden. Son médiums, poderosos y extraños. Son los protagonistas de Nuestra parte de noche, la nueva novela de Mariana Enriquez, que acaba de ganar la última edición del Premio Herralde y que estará en librerías argentinas a partir de esta semana.
En 2016, ella empezó a escribir en torno al vínculo entre un padre y un hijo. Al igual que Juan, el pequeño Gaspar está llamado a ser un médium como parte de una sociedad secreta y milenaria, venida de Inglaterra, que contacta con la Oscuridad en busca de la vida eterna. Regida por la poderosa familia de la madre de Gaspar, esa perpetuidad de la sangre es imprescindible para seguir existiendo. Pero Juan, secretamente, se opone al destino de su hijo: la vida de un médium, aunque fascinante y sofisticada, puede resultar corta, angustiante y dolorosa.
Mariana necesitó tirar de ese hilo para construir ese linaje maldito en torno a Gaspar, el protagonista de Nuestra parte de noche, el ángel caído. Así aparecieron el cardiólogo Jorge Bradford, que atiende de chico a Juan, descubre sus poderes sobrenaturales y logra que la familia biológica se lo entregue con la excusa de que él podría cuidarlo mejor, atender su corazón frágil. Bradford tiene una hermana, Mercedes. Poderosa, rica y arpía, hará cualquier cosa para garantizar la continuidad de la Orden. Por ejemplo, tiene una colección de niños enjaulados, hacinados en un lugar oscuro, con la esperanza de que ellos eleven la energía mediúmica.
Si bien los protagonistas son varones, las mujeres pisan fuerte aquí. También están Florence Mathers, que en verdad es una bruja de origen inglés, jefa espiritual de la Orden, amiga de Mercedes. Y Rosario Reyes, hija de la señora Bradford, esposa de Juan y madre de Gaspar, una antropóloga que muere en un accidente misterioso. Mucho antes de eso intenta sin éxito que la Orden sea más flexible mientras estudia en Londres, en pleno auge del swinging. Tali, media hermana de Rosario e igualmente bella, es una bruja más luminosa que Florence, que conoce rituales populares y preserva la memoria de San La Muerte y los santos populares de la selva correntina, donde vive. Finalmente Luis, el hermano biológico de Juan, intentará poner a salvo a Gaspar.
A través de estos personajes, Enriquez va edificando una novela que tiene casi 700 páginas: ella la califica un poco en serio y un poco en broma como “novela monstruo”. En esos mundos entre lo conocido y lo atávico caben la magia, el extrañamiento de lo real, el sexo queer lujurioso (qué otra cosa esperar de personajes que más allá de su apariencia dionisíaca, son andróginos y también, un poco vampiros), las traiciones, los acuerdos sellados con sangre. Incluso refulgen como huesos en la noche (ésos que dan origen al mito de la luz mala) las escenas truculentas, de una oscuridad tan espesa que casi amenazan con tragarse al lector.
“A mí no me da miedo escribir esas cosas. Ni pensarlas. Llevarlas al papel es técnica pura”, dice Mariana una mañana de calor bochornoso en San Telmo, cerca de Página/12, donde ella es una de las editoras del suplemento Radar. Toma café y agua. Lleva el pelo atado y una remera de Black Sabbath echando por tierra cualquier fantasía de que los escritores premiados flotan etéreos como un perfume de los caros. Describe sus personajes cual amigos a quienes adora sin juzgarlos. Habla de literatura, de antropología, de su interés por San La Muerte y los mitos populares, del ocultista inglés Aleister Crowley, de los arcanos mayores del tarot y los dibujos cáusticos de Marjorie Cameron o Alfred Kubin que le sirvieron para crear escenas, del explosivo Londres de los sesenta como el escenario que le permitió poner en diálogo a sus criaturas con David Bowie o Anita Pallenberg, del Heathcliff de Cumbres borrascosas como inspiración para el personaje torturado de Juan, de Gaspar como un Telémaco que se hace adulto en medio de implacables guerras familiares.
Y también, la escritora habla de su infancia en Corrientes en casa de su abuela, de su juventud estudiantil en La Plata en medio de apagones de energía, crisis económica y el surgimiento del sida como un fantasma desconocido y temible. Todo eso forma parte de un universo que parece en constante expansión como el big bang, el mismo que viene desplegando desde su primer libro Bajar es lo peor. Publicó esa novela, también protagonizada por jóvenes oscuros y hermosos, a mitad de los noventa, cuando tenía apenas 21 años.
Toda tu escritura aparece atravesada por un horror mestizo, que apela a tradiciones europeas y también, a mitos locales. ¿Cómo creás esa convivencia?
–Creo que mis libros pueden pensarse dentro del horror folk, un tipo de terror que tiene que ver con el paganismo o las creencias religiosas populares vagamente siniestras. En esta novela encontrás a San La Muerte (Rodolfo Walsh tiene un artículo imperdible al respecto); a San Huesito, que fue un niño asesinado convertido en protector, o la Capilla del Diablo, que efectivamente existe en Corrientes, erigida por un italiano, Lorenzo Tomasella, a fines del siglo XIX. La alusión a los brujos de Chiloé tampoco es un invento: aparece por primera vez en Patagonia, de Bruce Chatwin. Y luego el invunche, ese ser retorcido que cuida la entrada a ciertas cuevas de la Brujería, aparece en uno de los libros de la saga de John Constantine creada por Alan Moore para DC Comics. Me llamó la atención haber llegado hasta esos mitos por autores anglosajones antes que por mi propia cultura.
Sin embargo, estas alusiones están en función de una historia. ¿O hay algún intento de rescate?
–No, yo no tengo esa intención. Son imaginerías y mitos que me interesan desde hace tiempo y que acá convertí en material literario. Eso es algo que el terror anglosajón hace a menudo. El vampiro es un mito popular de Europa del Este, que en siglo XIX toma John Polidori para su cuento del mismo nombre, inspirado en Lord Byron. Es el primero que transforma un mito popular en un ser aristocrático. Es como si hicieras eso con el pombero, ese enano de pene gigante que te viola en la siesta, y lo transformaras en un hombre atractivo y bien dotado que te seduce antes de violentarte. Esa es la operación. Eso es lo que hice acá.
Nuestra parte de noche tiene filiaciones literarias múltiples. A la conocida pasión de Enriquez por Ursula K Le Guin, JG Ballard, Anne Rice y Stephen King, se suman otros como el norteamericano Dennis Cooper, la escritora trans Poppy Z. Brite o el escritor y comediante David Mitchell; este último, dice Enriquez, llegó como recomendación de Rodrigo Fresán para encontrar la estructura de este relato coral de seis largos capítulos. A esto se le suma el gótico sureño, el romanticismo decadente de William Blake, la escritura joven a perpetuidad de Arthur Rimbaud. Incluso, la influencia de Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sábato y una narrativa del terror escrita por Borges, Cortázar o Silvina Ocampo (sobre quien escribió un exhaustivo perfil a modo de crónica, La hermana menor) aunque el canon no los haya pensado desde ahí.
Todo ese magma se puede rastrear en el trabajo previo de Enriquez. Casi diez años después de su debut como escritora, publicó en 2004 Cómo desaparecer completamente, una novela pavorosamente dark con ecos de la crisis económica que había estallado en nuestro país. Luego vinieron las colecciones de cuentos Los peligros de fumar en la cama, de 2009 y Las cosas que perdimos en el fuego, que recibió el premio Ciutat de Barcelona a mejor obra en lengua castellana poco después de su publicación, en 2016. El título del libro alude a un cuento sobre chicas asesinadas que retornan para reclamar venganza y allí también se puede encontrar el antecedente de una casa embrujada que engulle niños, un misterio que reaparece en la nueva novela. Recibió muchos otros premios e incluso en octubre fue elegida por 13 colegas suyas, desde Nona Fernández a Valeria Luiselli, como una de las mujeres fundamentales del canon latinoamericano junto a Sara Gallardo, Rosario Castellano y María Luis Bombal en una encuesta realizada por Babelia, el suplemento cultural del diario El País, de Madrid. Su obra fue traducida a más de veinte e idiomas. De hecho, esta nueva novela –que se publica de manera paralela en toda América latina– será traducida en principio a Estados Unidos, Francia, Italia, Brasil, Polonia y China.
“Nuestra parte de noche desborda las convenciones del género para elevarse a la categoría de novela total, abierta a grandes asuntos: los lazos terribles del amor y de la amistad, la enfermedad como condición de vida, la verdad atroz de los dioses, la cara oculta de la historia y de la política”, consideró el filólogo Gonzalo Pontón Gijón, uno de los integrantes del jurado del Herralde junto a Marta Sanz y los editores Silvia Sesé y Juan Arias. También el mexicano Juan Pablo Villalobos, quien sitúa el texto premiado en lo que denomina “la tradición de la Gran Novela Latinoamericana” perteneciente a una estirpe “de obras tan disímiles, pero igualmente ambiciosas y desmesuradas, como Rayuela, Paradiso, Cien años de soledad o 2666”.
La historia transcurre en nuestro país desde 1981 para acá. Aparece el personaje de una periodista que desea investigar unas fosas con restos óseos. Incluso una integrante del clan familia, Betty, fue militante revolucionaria. ¿Por qué te interesó incluir el aspecto político?
– Esta es una novela sobre la herencia y la dificultad de cortar los lazos de sangre. Eso te lleva a pensar la herencia política. Y también, si estás en una familia como la de Gaspar, a pensar si es posible luchar contra un poder omnipresente, casi una matriz. Los aspectos políticos de la novela no son programáticos: aparecen por la necesidad de ubicar esta historia fantástica en un marco histórico determinado. Además, Argentina es política y la literatura argentina es política. Si escribo también desde el terror como género, entonces hay mucho de ese caudal va a emerger de la historia política, algo que es para mí literariamente natural. Es lo que vengo haciendo hasta ahora en mis libros.
Otra de las cuestiones salientes es el tratamiento de la infancia. Gaspar ve fantasmas, su padre es capaz de tratarlo con enorme crueldad y de regalarle una caja con párpados en pleno brote místico.
–Es todo un problema la herencia de Gaspar. Su padre no quiere que sea médium pero de ser así, la Orden cae. La pregunta que me hice era hasta qué punto se puede detener la herencia, algo que me parece difícil o imposible a nivel personal y político.
Naciste en 1973 así que tu recorrido histórico es más o menos similar al que elegiste para Gaspar, que podría tener tu edad. Por otro lado, creás un vínculo con tus personajes. Y es como si Gaspar pudiera ser una suerte de hijo literario.
–Me he preguntado cuáles son los miedos que hacen que a mí me parezca casi mal tener un hijo. Es que me parece mal, no tengo una forma más sofisticada de definirlo. Entonces investigué por qué me pasa esto. Pero no quise hacerlo desde lo psicológico porque yo no tengo un rollo, yo estoy contenta con mi decisión, sino investigarlo desde un lugar artístico, literario. Este libro es una compilación de todas las cosas que me gustan, que investigo, que me obsesionan. Y el modo en que esas preocupaciones literarias arman un sistema en mi cabeza.
Por estos días, la editorial española Páginas de Espuma publicó una nueva nouvelle ilustrada de Enriquez: Ese verano a oscuras. Allí se cuenta la historia de dos amigas que viven en una ciudad que bien podría ser La Plata, en medio de apagones y un verano adolescente abúlico. Fans de las revistas baratas de asesinos seriales, se enteran de que un vecino femicida que asesinó a su mujer y a su hija, a la que ahorcó y colgó de la ventana mientras su cara “golpeaba el edificio y hacía un ruido opaco y carnal”. Se entiende, entonces, que los dibujos de la madrileña Helia Toledo que acompañan al texto tengan un tinte rojizo, como de sangre seca. La publicación de este texto es oportuna para ponerlo en diálogo con la otra, la novela desaforada, ambas unidas por un rasgo común: si el mundo no se desploma es porque permanece sostenido por hermandades fuera de las familias, que son el mismo infierno.
La geografía de Ese verano a oscuras es la que cobija a Gaspar cuando quiere convertirse en un adolescente del montón, que vive en Villa Elisa (un suburbio platense de clase media), tiene una psiquiatra amable, una novia universitaria, y un padre adoptivo, Luis (el hermano de Juan) que lo adora. Pero la Oscuridad no lo dejará en paz. “¿Quién es el tercero que siempre camina a tu lado?”, se pregunta TS Eliot en La Tierra baldía. El libro se abre con ese epígrafe. Junto a otros –de poetas clásicos como Keats o Baldomero Fernández Moreno a los versos contemporáneos de Elena Annibali– construyen una constelación luminosa en medio de la noche. Por esa línea fina camina Gaspar, convertido en hombre, tan bello como su padre, mucho menos voraz que la Orden de la que abjura, haciendo equilibrio entre la posibilidad de redención y la caída absoluta.