Así como Lucas el evangelista se propuso ordenar la historia, en anticipatorio gesto periodístico, para recontar la verdad de la cruz, aquí en Buenos Aires, en una de las salas del legendario teatro de Villa Urquiza, el director, coreógrafo y pianista Pablo Rotemberg ofrenda cada jueves por la noche los cuerpos –fuertes, deseables y desnudos– de ocho eximios bailarines para llevar adelante el ritual La oscuridad cubrió la tierra (cita de Lucas 23,44), obra donde se relee desde los límites de la dramaturgia y de la danza contemporánea, la fábula flagelante de Jesús de Nazaret, y sus huellas políticas en la piel de los mortales.

El nuevo testamento escenográfico de Rotemberg, creador de ruptura con credenciales como La idea fija, El cisne salvaje y La Wagner (que va por su séptima temporada), está orquestado en base a dos ejes. Por un lado un arco musical capaz de construir, con sutiles eslabones irónicos, una cadena de asociaciones que va, por ejemplo, del clavicordio renacentista al canto melodramático de Luis Miguel y de la música sacra barroca a la claridad poética y denunciante de Paco Ibañez ("Andaluces de Jaén" y "A galopar") y de los Inti-Illimani ("El pueblo unido jamás será vencido"). El segundo eje, claro, es el cuerpo, esa superficie tatuada por la violencia histórica y sobre la que investiga desde hace tiempo el arte de Rotemberg.

La oscuridad cubrió la tierra (una co-producción entre el XII Festival Internacional de Buenos Aires/FIBA y el X Festival Buenos Aires Danza Contemporánea, 2019), se inicia con una frase que prenuncia los caminos de esta nueva propuesta: “Ten piedad de nosotres”. Y ni bien se encienden los focos, ni bien se escucha el Miserere de Gregorio Allegri, los bailarines como monjes y monjas de clausura –pero en mallas de baile y rodilleras negras–, desmenuzan a través de la acción corporal extrema el peregrinaje del Divino: nacimiento, tentaciones, panes, cruz y coronación de espinas. Pero este relato no necesita palabras, porque todo acto de automortificación es la negación del lenguaje (por eso los golpes contra el pecho acompañan la confesión de culpas, por eso el golpe del látigo silencia al pecado y a la lujuria). La única manera de comunicación es a través del cuerpo, un cuerpo en movimiento es un arma política.

Conocedor de estos matices, Rotemberg explora/interroga/piensa la desnudez física y su radiación social: “El desnudo en mis obras no tiene el propósito de escandalizar. Quien pueda pensar que el desnudo todavía habilita la opción del escándalo o la provocación, ciertamente camina por el sendero equivocado. Sí creo que un cuerpo desnudo es el objeto de la máxima transparencia. Pero como te digo una cosa te digo la otra: que nada es lo que parece, y entonces la desnudez original, también puede ser un recurso para el ocultamiento en lo expuesto, la apariencia falsa de una supuesta liberación o naturalidad, otro espejismo que te endilgan los de arriba. No somos más que cuerpo. ¿Dónde está Dios, dónde está el alma, dónde está la Verdad? Qué se yo. Ojala estén en algún lugar, pero mientras tanto el cuerpo es lo único que somos, lo único que hay, y por lo tanto, su propio existir (si es que existimos), y cada gesto suyo, cada acción que ejecuta es política, fatalmente, lo quieras o no. Somos carne de cañón, decía mi abuelo napolitano”, reflexiona el director.

La oscuridad cubrió la tierra no es la reinterpretación teatral del mito religioso, sino la exploración de lo místico para recontar la historia de vida y pasión de nuestro cuerpo, ese cuerpo que –Foucault de por medio- el poder convirtió en el lugar privilegiado del castigo y la penitencia: “Me gusta la interpretación de un ciclo de la vida del cuerpo en esta obra, de un principio hacia un fin, desde una inocencia manchada, desde un cuerpo que ha de purgarse del pecado original a través de la castidad, la disciplina, la mortificación, el desapego, la flagelación, hacia un cuerpo en las antípodas, emancipado, empoderado, el cuerpo revolucionario, sin Dios”, señala Rotemberg que para esta obra decidió trabajar con “bailarines/performers” que habían ya interpretado sus obras como Carla Di Grazia, Bárbara Alonso, Diego Gómez, Candelaria Gauffin, Javier Crespo, y Emilio Bidegain, a los que se sumaron dos nuevos intérpretes: Juan Manuel Iglesias y Jorge Thefs.

El despliegue físico que ejecutan los ocho bailarines y la violenta desnudez progresiva a la que se ven sometidos por la exigencia de la obra (sumado a la irrupción de músicos en vivo: Alejandro Marín y Pedro Cecchi) puede confundir al espectador no acostumbrado a este tipo de obras narradas desde lo físico, incluso hacerlo creer que el hilo dramático se corta entre una escena y otra. Sin embargo, nada en el arte de Rotemberg está librado al azar, y cuando esa idea de caos, de danzas afiebradas y orgiásticas parece nublar al espectador, aparece una vez más la ironía característica del coreógrafo: un personaje vestido con botas bucaneras de charol limpia la escena y reordena la historia como lo hizo Lucas el evangelista: “Estamos hablando, claro, del cuerpo foucaltiano. Esa superficie para que el poder ejercite sus atributos, su maldad intrínseca. Me refiero tanto el poder religioso como al poder político. Pensar en esto como desencadenante de una sexualidad violenta, que se ejecuta representando los roles de amo-esclavo, me parece una monstruosidad fascinante. Es bien sabido que el cristianismo in extremis proclama un cuerpo que se rechaza a sí mismo, culposo, abyecto, pero, es interesante comprobar cómo en movimientos revolucionarios históricos, la idea de un cuerpo liberado en general no se cumplió, porque, o bien se abortó desde el comienzo, o bien, una vez en el poder, lxs revolucionarixs se vuelven más reaccionarios en materia sexual que los Padres de la Iglesia. Por eso, es una pequeña ironía que sea una despampanante drag queen con aires de dominatrix, la encargada de limpiar, de ordenar el espacio simbólico donde el cuerpo es sometido a los atropellos del poder. Algo que nos recuerda, -¡salvando las enormes diferencias!-, a las gélidas narradoras, cómplices imperturbables de los jerarcas fascistas en Saló de Pasolini”.

La oscuridad cubrió la tierra nació a partir de la figura maldita del italiano Carlo Gesualdo, compositor del Renacimiento no solamente célebre por sus Madrigales, también por su prontuario: asesinó salvajemente a su esposa y al amante de ésta, y terminó sus días buscando liberarse de culpas a través de prácticas sadomasoquistas que lo condujeron a la muerte. “Casi todos mis trabajos parten de ciertas músicas con las que deseo trabajar. En este caso, fue Marina Otero, intérprete en dos obras anteriores mías, quien me propuso a Gesualdo. La idea me fascinó. La música siempre es parte fundamental en mi dramaturgia, una de ´las capas´ que considero más importantes. Soy músico y melómano descontrolado. En este caso, la novedad y el desafío consistía en trabajar con un músico cuya producción es esencialmente vocal (en mis obras, no suelo utilizar con música clásica vocal) y perteneciente a un período histórico cuya universo sonoro no me resultaba especialmente familiar y afín hasta ese momento. Una vez empezado el proceso de ensayo, resultó ser un callejón sin salida. Entonces decidí volcarme hacia una temática que la propia obra de Gesualdo me había sugerido: la religión. De pronto sentí una curiosidad inédita en mí de indagar sobre el sentimiento de religiosidad, en particular, enmarcados en el ámbito del cristianismo, y del catolicismo. La cadena de asociaciones, hipervínculos e imágenes que empezaron a poblar mi cabeza y mi computadora parecía inabarcable e infinita: la apasionante iconografía cristiana, la relación trágica del cristianismo con el cuerpo, la forma en que lxs niñxs acaso perciban/sientan la fe, la disciplina de la práctica religiosa, el rito, el ritual, el éxtasis místico y la contemplación. Más tarde, a esta línea de investigación se sumó otra, sólo en apariencia irreconciliable con ella: la Guerra Civil Española, y específicamente, la obra de los poetas que denunciaron las atrocidades: Miguel Hernández, Rafael Alberti, Blas de Otero, Federico García Lorca, entre otros”.

 

Asistir a las obras de Rotemberg es una obligación, sobre todo para aquellos que entre los dos extremos del arte dejan la comodidad del orden y optan por admirar la aventura, ese espíritu que para Guillermo de Torre, a expensas de Apollinaire, representa el “insaciable afán de virginidad, descubrimiento y variedad que existe en toda obra humana con auténtica vocación descubridora”. 

La oscuridad cubrió la tierra se puede ver hasta el jueves 12 en el CC25 de Mayo, Avda. Triunvirato 4444.